En la playita la Puntilla, donde antes había arena, ahora hay ladrillos, piedras, escombros. Es jueves en la tarde y este pueblo costero parece el perfecto escenario de un western. Una espesa capa de polvo lo cubre todo, aparecen pedruscos por doquier, confundiéndose con las tablas desprendidas de las casas de madera que pueblan la avenida 1ra. Los árboles están secos. La mezcla del agua salada con el viento los quemó. Sus hojas, encogidas sobre sí mismas, parecen algas. Han tomado un color negro opaco, semejante al lodo. Todas, sin excepción, cuelgan muertas en las ramas, como los adornos del árbol de una negra navidad.
Julio, uno de los vendedores del Paquete en la zona, recién comienza a trabajar. El miércoles en la noche pusieron la electricidad por primera vez en su calle, una de las menos afectadas. Perdió la comida, pero lo que más le preocupaba era perder el trabajo. “En cuanto vino la luz llegaron mis dos empleados y estuvimos montando las computadoras toda la madrugada”, me cuenta. “Yo lo hubiese hecho al amanecer, pero llevábamos casi una semana sin trabajar, sin ganar un centavo. Ahora estamos copiando un paquete a medio hacer que armamos y no para de venir gente a buscarlo”.
El ambiente en el barrio de Santa Fe no es precisamente de tristeza, sino más bien de desidia. Un hombre coloca una mesa de madera sobre la acera y anuncia, mediante un cartón, que rellena fosforeras, luego comienza a fumar mientras aguarda por el primer cliente. Varios muchachos conversan sentados en un contén cercano. Las tiendas van abriendo de a poco. Los borrachos, con rostros esquivos, quemados por el alcohol y el salitre, regresan a los portales abandonados donde transcurre la mayor parte de su existencia. Las mujeres, de manera autómata, tienden la ropa dondequiera que lleguen los rayos del sol. Una señora, extremadamente flaca, lucha con su anciana madre para que trague una especie de papilla en el portal de su casa. Los cables de los postes eléctricos caen curvos sobre las aceras. La gente en Santa Fe no está triste, salvo en El Bajo. “Si quieres saber del ciclón, tienes que ir a El Bajo”, me dicen.
El Bajo no se llama realmente El Bajo, su verdadero nombre, Los Bajos de Santa Ana, ha quedado reducido a esta hosca combinación de artículo-sustantivo, más propia de la precariedad de la zona que su nombre original.
Frente a la secundaria Abel Santamaría, un edificio de cuatro pisos construido mediante el sistema de prefabricado Girón, se encuentran alrededor de setenta vecinos de la zona, entre niños, adultos y ancianos, en una agónica cola para comprar unas cajitas que contienen una ración de arroz y 1/8 de pollo por el precio de 5 pesos. El pollo con arroz, única oferta este jueves a las 6 de la tarde, se cocina en un horno al aire libre al lado de la carpa donde se vende. El humo asfixiante del horno y la desesperación de los vecinos crean constantes escenas de crispación.
Una mulata de poco más de cuarenta años a la que llamaré Sonia, dientes inclinados hacia fuera de la boca, pañuelo en la cabeza, piel manchada, discute airadamente con el Moro. Sonia dice que lleva horas esperando, que nadie más se le va a meter delante, sea del edificio que sea. El Moro, que ronda los treinta años, hace fuerza, la desprecia, la ignora. En la cola algunos ríen. Otros, los ancianos, algunas mujeres, protestan indirectamente por la actitud del Moro. Los hombres no se atreven. Unos hacen que no ven, otros sencillamente le siguen la rima, se burlan de Sonia. Ella amenaza, dice que el Moro no hace más que jugar dominó bajo su edificio, y que cuando esto suceda, le tirará un cubo de agua. La hija de Sonia aparece de repente, una vara flaca de poco más de diez años. Intenta persuadir a su madre, nerviosa, para que no discuta más. El Moro, riéndose, se aleja unos pasos de la cola, jactándose de su poder. Otros hombres, cobardes, siguen burlándose de la mujer, incitan al Moro a que vuelva a colarse.
En El Bajo entró el agua, pero las pérdidas no fueron muy grandes. Los menos se evacuaron, los más se fueron a casas de vecinos que tenían una segunda planta, o a las zonas del Roble o el Reparto, donde en carretones de caballos, bicitaxis y carretillas trasladaron todas las cosas de valor: televisores, refrigeradores, muebles, colchones, cocinas. El agua, previsiblemente, entró impulsada por Irma la noche del domingo, subió poco más de un metro, penetró en ocasiones hasta la calle 3ra., en otras hasta la calle 5ta. El lunes se fue retirando poco a poco, hasta regresar al mar.
En la esquina de la calle 308 y 3ra., pleno corazón de El Bajo, el huracán derribó un poste de concreto y varios árboles. El miércoles, cuando pusieron la luz por primera vez, los cables pelados, de alta tensión, aún estaban rotos en la calle, enredados entre los árboles. Un perro y una jicotea que se encontraban ahí cayeron muertos al instante. Unos niños que jugaban a escasos metros salieron corriendo por la explosión. Afortunadamente, presas del pánico, acertaron en la dirección en que huir. Esto me lo cuenta un señor de sesenta años que vive hace veinte en Hialeah y vino a pasarse un mes con su hermano, justo en la casa que hace esquina.
La basura forma lomas cada vez más altas en los bordes de las calles. Los cables que mataron a los animales, después de 6 horas y varias llamadas a la compañía eléctrica, fueron cortados por dos vecinos con una pinza grande y guantes y trapos en las manos. “Yo recuerdo que antes las brigadas de recuperación venían mucho más pronto, y era inconcebible poner la electricidad sin recoger los cables del suelo, sin levantar los postes”, dice el señor de Hialeah.
Los vecinos de El Bajo aún no tienen luz en su totalidad. En la tarde del jueves, ya hace más de 120 horas que se fue la corriente. No hay otro remedio que comprar las cajitas de comida que venden las carpas del Estado, o las latas de sardinas que acaban de llegar a la bodega. Las carnes, de tanto hervirlas y hervirlas para que no se pudrieran, terminaron por convertirse en unas pastas amorfas y hediondas.
En el mercado se apilan alrededor de treinta personas tras las sardinas que acaban de llegar. Un hombre sale con dos latas. Le pregunto el precio. “Dieciocho pesos”, me dice, “pero debían ser gratis”. Las latas contienen 255 gramos, sin contar el agua, y son de fabricación China. También venden, libremente, Vitanova, galletas de sal, pomos de TuKola y cigarros Criollos. Un hombre, harapiento, junta unas monedas para comprar algo de comer. “Una lata de sardinas”, dice. Los de la cola empiezan a bromear. “Ponle Vitanova”, grita uno. “Dos pomos TuKola”, dice otro. El hombre responde: “No, no, a mí solo me alcanza para las sardinas, no tengo más dinero”.
Cae la noche del jueves y vuelven a quitar la luz en El Bajo. Las carpas con arroz y pollo vendieron todo lo que tenían hace horas. En este momento, algunos vecinos se han trasladado a la cafetería particular Amanecer. Por un precio entre 30 y 50 pesos ofrecen cajitas de arroz, aguacate y bistec de cerdo o de pollo, fricasé o ropa vieja. El dependiente se alumbra con tres velas. La calle está oscura. Se escucha un altoparlante, todos hacen silencio. “Jueves, viernes, sábado y domingo, Marina Hemingway, las mejores fiestas de La Habana”.
El viernes en la mañana El Bajo sigue igual, reaparecen frente a la escuela secundaria las carpas con comida, pipas de refresco y algunos dulces. Unos niños, escondidos tras un árbol caído, no se atreven a comprar dulces por miedo a que los vean los profesores. En la escuela se reanudan las clases. Algunos muchachos, con ropa de calle, ayudan a los profesores a limpiar las áreas de la escuela, otros dan clases, normalmente, en las aulas. A pesar del desastre, estos últimos llevan los uniformes limpios y perfectamente planchados.