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El mar, el infierno y una canción

En el infierno existen dos lugares: uno para los hijos de putas y otro para los hijos de putas muy hijos de putas –cuenta Nelson, a propósito del huracán Irma, cuando aún no han pasado ni 48 horas desde que se alejó de Cuba.

En el lugar al que van los hijos de putas, la mierda llega a las rodillas, pero una vez al día pasan unas cuchillas voladoras y hay que agacharse. Y en el lugar al que van los hijos de putas muy hijos de putas, la mierda llega al cuello y hay que aprenderse una canción: no hagan olas, no hagan olas, no hagan olas…

Nelson Vega, residente en el No. 112 de la avenida Tercera, en el Vedado habanero, asegura que años atrás sus chistes daban más risa porque también él era más cómico. Ahora sus chistes parecen fábulas.

Quizás sean las circunstancias.

El caso es que le sirven a Nelson, sobre todo, para explicar su filosofía de vida, que es lo mismo que explicar por qué él no quiere mudarse de una zona que, en lo que va de año, ya se ha inundado tres veces debido a las penetraciones del mar. Las dos anteriores debido a frentes fríos, y esta tercera, por el paso de un huracán a unos 140 kilómetros de las costas habaneras.

En la vida, dice Nelson, cuando no te toca meter la cabeza, te toca gritar que no hagan olas; todo es una cuestión de adaptarse. Aunque él es orfebre y no biólogo, sabe que adaptarse es una condición necesaria para evolucionar. Y el Vedado, reparto élite del municipio Plaza de la Revolución, es adonde va la gente que evoluciona o que aspira a evolucionar.

¿Por qué los cuentapropistas no abren restaurantes en San Miguel del Padrón? Pregunta Nelson, casi retóricamente, como si preguntara de qué color es el caballo blanco de Maceo. No obstante, su pregunta es más una respuesta a una pregunta que no he hecho que una pregunta en sí. Lo que intenta argumentar es algo tan obvio como que el caballo blanco de Maceo es blanco: el Vedado es el Vedado.

En Plaza de la Revolución se concentran los principales teatros, cines, hoteles, bares, restaurantes, instituciones, avenidas, parques, hospitales, centros comerciales y etcéteras de la ciudad. Es uno de sus puntos neurálgicos. El Vedado, por tanto, sería el punto neurálgico de otro punto neurálgico. Hoy es uno de los barrios del país donde mayor valor alcanzan las viviendas en el escabroso mercado inmobiliario cubano.

Exactamente en la misma zona donde ocurren las inundaciones, un apartamento con vista al malecón habanero puede costar 150 000 dólares y una habitación por una noche en uno de esos apartamentos, 150 dólares. El mar puede ser muy rentable.

El problema es que el valor actual de las viviendas no debe asumirse como un indicador infalible del poder adquisitivo de las personas que aquí residen. Muchas de las personas que aquí residen, residen aquí desde antes que las viviendas adquirieran el valor que han adquirido. Otras, residen en viviendas que nunca adquirirán gran valor, porque son garajes o sótanos readecuados, no viviendas en primer lugar.

Como en cualquier barrio de Cuba, en el Vedado hay contrastes, es decir, desigualdades. Y esas desigualdades, paradójicamente, son de las pocas cosas que el mar no deshace, sino que resalta, cada vez que entra como bestia hambrienta a devorar la ciudad. Y se la traga.

La calle L arruinada por las aguas (Foto: Jorge Ricardo)

La calle L arruinada por las aguas (Foto: Jorge Ricardo)

Las calles, cuando el agua baja, se vuelven basureros. Son montones y montones de basura mojada. Basura que es un poco más que basura, porque antes de ser basura a montones, era los bienes de la gente, por tanto, son ahora sus pérdidas.

Hurgar en esa basura, en las pérdidas, es como hurgar en las vidas de la gente. Algo alcanzas a conocer por sus libros, zapatos, ropas, colecciones de revistas, discos de acetato, ventanas, radios, casetes de música, butacas, inodoros, latas de pintura, ventiladores, agendas de teléfonos, colchones, estantes de madera, restos de comida. También, por las cosas que están puestas a secar, incluso por las maneras en que se ponen a secar.

En L y 13, a la entrada de un garaje, un viejo encorvado coloca sus cosas sobre dos muros. Sus cosas son cuatro pares de mocasines, dos cintos, una colcha, dos gorras, una jaba tejida, una maleta de madera y un poco de ropa. Cuando termina, se sienta en una silla de hierro, debajo de la sombra de un árbol resistente, prende un cigarro barato y se queda quieto velando lo suyo.

Vistas de pronto, a lo lejos, así acomodadas unas al lado de las otras, las cosas del viejo encorvado parecen estar en venta. El vecindario entero podría confundirse con una feria dominical. Por dondequiera, desde la calle L hasta 12 y desde Línea hasta Malecón, pero principalmente en las cuadras más próximas al mar, hay cosas puestas (amarradas, tendidas, colgadas, encaramadas, recostadas) de mil maneras a secar.

Los estropeados mundos interiores de las casas, de sus habitantes, se hallan no simplemente puestos sino expuestos. Ahí, delante de todos. Sin pudor.

No hay privacidad para las pérdidas ni para los daños. La privacidad es ese algo más que quita el mar, cuando cualquiera creería que no queda nada más por quitar. Pero nadie pareciera echarla de menos. Como casi nadie la tiene, tampoco nadie actúa como si le hiciera falta.

Se echan de menos cosas más básicas: la electricidad, el agua potable, la comida, el gas. Todo lo que permita recuperar la normalidad, continuar con la vida, o lo que sea que “la normalidad” signifique. Como es usual en la Isla, sobre todo en la gente habituada a perder, las desgracias se enfrentan con una entereza sobrecogedora. Y con un humor crudo, desafiante, que suele derivar en el sarcasmo.

Nadie se inmoviliza. Nadie dedica tiempo a lamentar su suerte. Nadie se regodea en lo terrible. Nadie llora sobre mojado. No porque nada duela. Todo se duele dentro. Porque cuesta mucho trabajo, trabajo mal remunerado, mucho ‘invento’ y sacrificio, comprar un colchón decoroso donde dormir. No digamos una vivienda, menos una vivienda decorosa.

Pero las personas cargan con su dolor y al mismo tiempo cargan los escombros y sacan agua y los troncos de los árboles y sus pérdidas y sacan agua y sus mundos interiores vueltos basura y sacan agua y dan escoba y trapean y restriegan el churre de las paredes y sacan agua y con una pala recogen arena y porquerías y sacan agua y amontonan lo que fueron sus bienes en las calles y, todavía, sacan agua.

—Esto es con tremendo perro dolor, fuera del bonche, lo que pasa es que uno ya está acostumbrado a la locura esta, y esperas todo con tremenda sabrosura, porque por mucho que te desesperes no vas a evitar que el mar entre –dice Sergio Fernández, que ha vivido cada uno de sus 28 años en Quinta y E y desde niño sabe lo que es tener el mar dentro de la casa.

Sin embargo, ahora las inundaciones son distintas. Aunque se ha acostumbrado, ahora siente que son más intensas y horribles que nunca. Esta que causó Irma es la más grande que recuerda. Sergio, también ahora, es padre. Y esta vez, donde vive con su esposa, su hijo, su madre, cuatro hermanos, el agua superó los dos metros de altura.

Sergio, junto a otros vecinos, participa en el ritual de cocinar la caldosa (Foto: Jorge Ricardo)

Las inundaciones en la historia de su vida no son sucesos extraordinarios. Son algo de lo que habla sin tremendismos. El perro dolor está ahí y ahí va a continuar. Sergio, como tantos, asume la fatalidad con resignación. ¿Qué más puede hacer?

Puede hacer una caldosa colectiva que, de hecho, es lo que hace. Caldosa cocinada con leña, en el frente de la casa de unos vecinos. O al menos ayuda a Carolina, que es la que tiene el palo de revolver en la mano y vigila el fuego. Madera para leña es lo que sobra en el barrio. Esta noche, en la cuadra de E entre Tercera y Quinta, habrá caldosa, ron y dominó.

Dice Carolina Zamora, a quien conocen en el barrio por Pocholo, aunque ella prefiere que le llamen Carolina, que a la caldosa le echaron todo lo que pudieron recolectar en el vecindario: carne de puerco, hueso, ternillas, papa, plátano, yuca, ají. Que unos veinte o treinta vecinos aportaron con lo que pudieron.

—Lo primero que echamos –dice– fue una calabaza que había crecido en un placer que limpiamos. No metimos el gato, porque se mandó a correr.

La vivienda de Carolina no se afectó, porque queda en altos, pero si ella está al mando de la caldosa no es precisamente por ser de una de las más perjudicadas. Su explicación es simple y rotunda:

—Todos estamos unidos por la misma causa, todos vivimos en el mismo lugar.

Antes, dice Nelson, la gente de esta zona se sentía más protegida por el Estado. Antes pasaban camiones que repartían agua para tomar y hasta comida. Ya no.

La primera pipa de agua que ve Nelson en el vecindario aparece en la esquina de Tercera y E sobre las seis de la tarde del 11 de septiembre. Y, al parecer, también es la primera pipa que ven sus vecinos, que se mandan a correr hasta el punto donde se parquea, con cubos y pomos de todos tipos. Nelson no. Ni siquiera se inmuta.

A él todavía le queda agua en las pilas. A todo el edificio 112 de la avenida Tercera. Porque antes de que cortaran la corriente, él puso el motor y subió el agua que había en la cisterna a los tanques. Y la gente ha sabido ahorrar. Irma no le agarró desprevenido. Dice que no por gusto fue a la universidad. Sin embargo, asegura que preferiría morir de sed, antes que caerle atrás a una pipa con un cubo para coger agua.

—Yo no me presto para eso. Porque cuando vienes a ver, te meten un ladrillazo por un cubo de agua.

El agua potable es una de las mayores necesidades de la población afectada por las inundaciones (Foto: Jorge Ricardo)

Nelson, quien se convirtió en orfebre también para adaptarse a sus circunstancias, porque en verdad él era maestro y su vocación es de maestro, explica que para enfrentarse a un huracán y a las penetraciones del mar hay dos cosas clave: tener paciencia y prepararse. La preparación ya fue, ahora solo le resta tener paciencia.

El garaje de su edificio permanece completamente inundado y no sabe por cuánto tiempo más lo estará. Debe esperar por los camiones de Saneamiento Básico de la Ciudad. Tampoco sabe cuándo reestablecerán los servicios de electricidad, gas y agua; ni cuándo se llevarán los montones de basura y limpiarán las calles. Nadie lo sabe. Pero –aclara– él no se queja de nada.

—¿Tú no te sabes el chiste ese: Aquí yo no me quejo de nada? Este es un extranjero que le pregunta a un cubano: “bueno, ¿y qué? ¿Cómo tú vives aquí?” “¿Aquí? ¿Yo? Feliz, feliz. Aquí yo no me puedo quejar”. “Bueno, compadre, si ahora mismo vino el ciclón y no hay agua”. “Sí, sí, sí, pero yo no me puedo quejar”. “Compadre, ¿y la comida? ¿No está mala la comida?” “La comida sí, pero te digo que yo, la verdad, no me puedo quejar… ¿Dónde coño te vas a quejar?”

Todo es una cuestión de adaptarse. Lo saben Nelson, Sergio, Carolina. Cuando no hay que agacharse, hay que aprenderse una canción.

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