Javier Valdez Cárdenas, periodista prolífico, destacado corresponsal de La Jornada en Culiacán, escribió apenas en marzo, en su columna Malayerba, que publica el semanario que fundó con otros colegas, Ríodoce, un párrafo que resultó trágicamente profético:
Se lo decían los amigos, los familiares, los compañeros del gremio. Cabrón, cuídate. Estos güeyes no tienen madre. Son unos malditos. Pero él seguía escribiendo críticas y denuncias en su columna, en uno de los diarios de la localidad: apedreando con sus teclas, sus palabras, el ejercicio del poder político, la corrupción, la complicidad entre criminales y servidores públicos, la policía al servicio de la mafia.
Hoy le tocó a él. A media calle, el sombrero Panamá que portaba siempre como rúbrica, quedó volcado al lado de su cabeza inerte.
Amenazas de grueso calibre
En semanas recientes recibió amenazas de un calibre diferente al acostumbrado; él y su esposa Griselda realmente se preocuparon. Viajó a la Ciudad de México para consultar con los directivos de este periódico y con el Comité de Protección para Periodistas, con el que tenía lazos estrechos, sobre lo que procedía hacer.
Le propusieron salir del país durante una temporada, por protección; quizá alguna capital latinoamericana donde pudiera seguir escribiendo sobre sus temas y recuperar el aliento. Se estaban analizando los detalles para dar ese paso. Los gatilleros le ganaron la carrera.
Javier Valdez nunca quiso acostumbrarse a recibir una tras otra las noticias –“duras como martillazos”– de los colegas que caen abatidos en las regiones del país donde el Estado ha perdido el control frente al crimen organizado.
A mediados de 2015 decidió meterse de lleno en una investigación para un nuevo libro de su larga bibliografía, Narcoperiodismo, la prensa en medio del crimen y la denuncia. En esa ocasión el trabajo lo llevó más allá de las fronteras de Sinaloa.
Fue a Tamaulipas, donde, solía platicar, fue bajar 50 escalones en el infierno después de Culiacán. A Veracruz lo definió como “la conjunción de todos los males”. Y fue a Chihuahua, entidad tan acostumbrada al peligro, un año antes de que asesinaran a su colega Miroslava Breach.
A propósito de ese golpe, escribió en Twitter: “A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”. Y Nuevo León, Coahuila, Ciudad de México, porque estaba empeñado en descifrar el mensaje oscuro en el asesinato de Rubén Espinosa en el multihomicidio de la Narvarte.
Acababa de cumplir 50 años. Tenía dos hijos, Tania Penélope y Francisco Javier; un nieto adorado, Javier, y una compañera que lo cobijaba como un árbol, Griselda Triana. Le encantaban los boleros, que escuchaba con deleite en el bar El Guayabo, el rock, el jazz y por supuesto el aguachile.
Optimista irredento, siempre convenció a su amada Griselda de permanecer en Sinaloa a pesar de los nubarrones y las tormentas, como aquella que en 2009 llegó en forma de un granadazo lanzado en la redacción de Ríodoce.
A diferencia de muchos otros esforzados periodistas de los estados, dos premios internacionales obtenidos en 2011 le brindaron un relieve inusual. Fue reconocido con el María Moors Cabot y el Premio a la Libertad de Prensa que otorga el Comité para la Protección a Periodistas. En esa ocasión a él y a sus compañeros culichis se les vio lucir smoking y corbata negra en Nueva York.
En octubre del año pasado, a propósito del lanzamiento de su libro, habló de su infancia en una entrevista con este diario.
Javier nació y creció en el viejo barrio Rosales, de Culiacán, que entonces tenía calles sin pavimentar y predios que funcionaban como canchas de beisbol. Contó que siempre fue consciente de una línea invisible que dividía irremediablemente a familias comunes y corrientes, como la suya, y los otros
, los gomeros, serranos hoscos, todavía muy pocos, que bajaban de la montaña con la pasta de opio y se quedaban a vivir en la capital sinaloense, pero sin integrarse jamás con sus vecinos. Eran los años 70.
Esos forasteros rudos fueron sustituidos hacia sus años de adolescencia por otros vecinos, verdaderos villanos dignos de escalofrío. Valdez tiene vivo el recuerdo de uno de esos: un tipo violento que andaba por sus rumbos con una Uzi 9 mm terciada y mataba gatos y perros a su paso. Era policía y también narcotraficante, y todos sus vecinos lo sabían. Ahora está en la cárcel. Los niños de entonces ya empezaban a distinguir el miedo como compañero cotidiano.
Cuando cumplió 20 años y empezó sus pininos en el periodismo, esa línea invisible volvió a trastocarse. A los narcos del barrio ya se les empezó a reconocer como eso, como narcos. Y comenzaron a ejercer entre los jóvenes cierta atracción fatal. Empezaba ese coqueteo, ese guiño de la sociedad culichi hacia los narcotraficantes, y la convivencia ya no podía deslindarse, ya estábamos con ellos. Ya eran parte de nuestra vida.
Entonces tuvo su primera experiencia amarga: “Era muy morro y trabajaba en una marisquería. Uno de esos cabrones, un bato de sombrero, botas, cinturón piteado, quería que le citara con engaños a una jovencita porque le gustaba. Me amenazó con que si no lo hacía me iba a matar. Yo le platiqué a los dueños. Me dijeron que no me preocupara, que no iba a pasar nada. Y no pasó. Pero ahí conocí el abuso, no sólo contra mí, sino contra la muchacha esa. Y me percaté que yo, frente a una situación de abuso, brinco, me encabrono, me dan ganas de correr y contárselo a alguien. Pero también me di cuenta que no todos reaccionan así, a muchos les vale”.
De ahí su salto al periodismo. La ocasión se le presentó con una plaza que se abrió en el Canal Tres, local. Y luego un periódico que ya desapareció, donde publicaba una columna, Con sabor a asfalto, que narraba historias de la ciudad, de lo colectivo, con la gente como centro de todo. Y luego su paso por el Noroeste.
Desde entonces escribió crónica con gran naturalidad. De su habilidad con esa forma de relato, el periodista peruano Gustavo Gorriti ha expresado, en un arranque de admiración que muchos en el gremio comparten: “Javier es a la crónica lo que Chejov al cuento”.
Aprendimos a punta de chingadazos
Pero quizá un paralelo más cercano sea Elmer Mendoza, también sinaloense, que vivió esa misma generación, esa misma sociedad donde se ametrallaba a un cortejo en pleno entierro; donde había vendettas entre bandas de narcos. “No sabíamos qué era una AK-47 ni mentábamos a los cuernos de chivo, pero sí veíamos cotidianamente las metralletas. Con todo, cuando (Felipe) Calderón detonó su absurda guerra, descubrimos que tampoco nosotros estábamos preparados para narrar la maldad. Aprendimos a punta de chingadazos que no bastaba contar los muertos; había que contar sus vidas, sus amoríos, sus sueños; escribir también desde la perspectiva del gatillero, del delincuente, de la enfermedad que todo esto estaba provocando a la sociedad”.
Así empezaron sus columnas Crónicas de Asfalto y después Malayerba, que aún se publicaba en Ríodoce. Cuando la violencia se disparó, él no se detuvo, convencido de que contar esas historias ya no era suficiente, que había que explicarlo. Fue entonces cuando, confesó, se sintió rebasado. “Empezamos a medir nuestras palabras. De pronto, cuando estás más clavado con una cobertura y su seguimiento, llega alguien y nos dice: ‘ya bájenle’. Puede ser una amenaza, puede que sea gente preocupada por nosotros. De cualquier modo nosotros frenamos”.
De ese método de revisar con lupa cada historia, de siempre preguntarse ¿de parte de quién? ¿Fue el narco, cualquiera de los cárteles, el Ejército, la Marina, un sicario, un jefe policiaco, un servidor público? Muchos periodistas de todo el país le aprendieron a Javier Valdez. Por eso es reconocido como maestro.
Parte de su bibliografía incluye Miss Narco, Los morros del narco, Levantones o Con una granada en la boca. Queda ahí resonando su voz y su pluma.
Artículo de Blanche Petrich, tomado de La Jornada.