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La vida después de la última zafra

La última vez que el Central Osvaldo Sánchez molió caña fue en la zafra de 1996 a 1997. Omar Hernández nunca tuvo nada que ver con el azúcar, pero no se olvida porque justo en esa misma época se le ahogó un hermano. Su duelo coincidió con el duelo del batey. El Osvaldo Sánchez, como tantos otros bateyes de Cuba, orbitaba en torno al central que le diera nombre. La vida marchaba, desde hacía dos siglos, a tiempo de zafra.

—Eso fue un crimen lo que hicieron y lo digo donde sea –opina Omar desde su caballo, sin apartar la mirada de la torre superviviente, como si fuera un devoto frente a su iglesia y estuviera a punto de persignarse.

Y no son exgaeraciones suyas. La azúcar emparentaba como mismo la sangre. No era una simple fuente de empleo. Las personas solían dedicarle su vida entera. Pedro Herrera comenzó en 1941, con 14 años de edad. Raquel Izquierdo, en 1959, con 18. Carlos Alberto Martín, en 1971, con 18. Gustavo Cairo, en 1981, con 17. Todo lo que hicieron lo hicieron dentro de ese mundo que el Central ponía a girar. Pero no porque ganaran sumas exorbitantes, que no era el caso, sino porque se sentían parte de algo. Se identificaban con el azúcar como si fuera un apellido o una patria, o las dos cosas.

A casi veinte años del cierre del Providencia -como también le dice la gente, utilizando el nombre que tenía antes de 1959- Raquel se presenta de la siguiente manera:

—Yo nací aquí. Mis padres fueron azucareros. Mis hermanos fueron azucareros. Yo fui azucarera. Trabajé 43 años en este Central.

Eso es ella. Nada más. Y le basta.

El desmontaje de la industria azucarera, país adentro, significó algo más que un cambio en el modelo de producción. Significó desmontar una cultura de vida: dejar a miles de personas en una especie de orfandad. Cada pieza que le quitaban al Osvaldo Sánchez, con el fin de garantizar repuestos para otros que quedarían moliendo caña, se lamentaba como la extirpación de un órgano. Ni los argumentos económicos y medioambientales, ni las medidas sociales compensatorias que vinieron luego, sirvieron para espantar el dolor. Al final, el silencio se extendió sobre el pueblo como se extiende un velo sobre un mueble en una casa que se clausura, a la que se pretende regresar, pero no se sabe cuándo.

―Eso fue horrible, la verdad –dice Raquel–. Cuando esto cerró fue bastante doloroso, principalmente cuando empezaron a llevarse los implementos que tenía adentro, las maquinarias, los molinos, todo, todo, todo… Las personas se sentaban en el portal de la bodega, que ahí los mayores siempre se sientan a conversar, y cada vez que veían salir una rastra llena de cosas, las lágrimas se las bebían.

Del Central no queda sino un esqueleto disperso. La yerba, lentamente, va venciendo al concreto. Queda una torre intacta, junto a los restos de otra que no llega ni a la mitad de la intacta, un cilindro enorme de hierro oxidado, una instalación de mampostería con tejados de cinc, algunas paredes semiderruidas, locales adaptados a viviendas y, a unos trescientos metros de la torre intacta, el barracón acogiendo a varias familias. La señal más fuerte de que aquí la vida sigue su curso es una tendedera afincada sobre las ruinas, en la que ondean sábanas blancas, pañales y ropas coloridas.

Todo transmite una calma apabullante, que como los sueños profundos, no se debería perturbar. Hay un perro negro que parece saberlo. Un perro negro que se asoma desde el segundo nivel de la instalación de mampostería, que no ladra ni muestra los colmillos, a pesar de su posición aventajada, y que tampoco se arroja. Un perro negro de orejas puntiagudas y una mancha blanca que le nace en la cima de la cabeza y se expande en el pecho como una armadura. Nada ocurre. Se esfuma igual que un espejismo. Casi podría decirse que en el batey ya no pasa el tiempo. Si no fuera por su rastro inconfundible en las cosas envejecidas, podría decirse que en el batey ya no pasa el tiempo.

En las viviendas más apartadas del Central, la calma es menos densa, pero la sensación de aislamiento se mantiene idéntica, tanto por el deterioro de las construcciones y las vías de circulación como por la distancia con la cabecera municipal y la irregularidad de los medios de transporte. Toma casi un cuarto de hora el viaje en automóvil desde la ciudad de Güines hasta el Central –sin contar la espera previa– y cuesta cinco pesos cubanos. La aspirina –como le dicen al transporte público, en el que la gente va exactamente como encapsulada– cuesta uno o dos pesos, pero nadie podría precisar a qué horas aparece. Cuando la noche cae, es poco probable encontrar en qué transportarse.

Si a Pedro le hubieran pedido su opinión, hubiera dicho que no lo tumbaran. Pedro obtuvo su jubilación diez años antes de la última zafra, pero echó otro par de años en el Central como custodio, hasta que no quedó nada que custodiar.

Pedro Herrera (Foto: Ismario Rodríguez)

Pedro Herrera (Foto: Ismario Rodríguez)

―¿Por qué hubiera dicho que no lo tumbaran? –le pregunto.

―Porque si tú ves la vida que tenía la gente aquí… Vivía aquí, tenía su trabajo aquí, todo aquí. Y ahora, ¿qué tiene?

La decisión no tomó a nadie por sorpresa. Desde hacía tiempo se venía comentando en la calle. No se había comunicado oficialmente, pero se intuía. Sin embargo, las sospechas nunca fueron mayores que la esperanza de la gente de que eso fuera una gran mentira.

―Hazte la idea de un familiar que tú tienes –dice Carlos Alberto Martín, antiguo jefe de turno del laboratorio– y de momento te dicen que se va a morir. Tú no lo crees, no lo aceptas. Se comentaba, pero creerlo así, nadie lo creía.

Apenas dieron explicaciones. Eso era algo “de arriba”, lo cual se puede traducir como que era algo tan irrevocable como un destino. La agricultura fue la ventana principal que se abrió entonces. Güines posee una de las tierras más fértiles de Cuba. La carretera que conduce hasta el batey, tranquila y lenta, de carretones halados por caballos, tractores y bicicletas, es un paréntesis gris de urbanización en medio de un campo carmelita rojizo que impresiona por su pureza. No obstante, la fertilidad no compensa la falta de otras cualidades. En el país la labor agrícola se asocia más con la penitencia que con la prosperidad. Las dos reformas agrarias que vinieron con la Revolución de 1959 se enfocaron en resolver las injusticias sociales y las enormes desigualdades que generaba la concentración de propiedades en una minoría, pero no lograron resolver el problema más básico: que la gente pudiera vivir de su cosecha.

Según Carlos Alberto, el Osvaldo Sánchez había comenzado a caer en desgracia cuando le instalaron, a principios de los noventa, unas bombas intupibles traídas desde el exterior con bombos y platillos, que debían contribuir a modernizar la tecnología azucarera. Pero las bombas intupibles no resultaron ser tan mesiánicas como se esperaba. Consumían demasiada energía eléctrica para hacer su magia y terminaron arruinando una reputación bicentenaria. Además, las calderas y los hornos comenzaron a fallar.

La azúcar continuaba siendo buena, pero a un costo insostenible, en un escenario nacional de escacez extrema. La Isla estaba atravesando ese gran trauma que fue el Período Especial. El colapso de la Unión Soviética, del otro lado del Atlántico, había supuesto el colapso de la dependendiente economía cubana. Faltaba mucho de todo, por ejemplo, fertilizantes para la producción agrícola. En el Güines remoto, el rendimiento cañero se redujo y, como las desgracias casi siempre vienen juntas, al Osvaldo Sánchez le tocó recibirlas. Cuando se corrió el rumor de que los centrales comenzarían a caer, los trabajadores de aquí asumieron como un hecho que serían parte de esa epopeya.

Con algo de suerte, Carlos Alberto continuó unos años más trabajando en el laboratorio. Él y su equipo estuvieron haciendo caramelos de menta y eucalipto, betún, vino dulce, crema… Una serie de cosas que se catalogaban como “producciones alternativas” y que les habían merecido la adopción de la Empresa de Cultivos Varios del Ministerio de Agricultura. Hasta que un día, por el 2004, alguien reparó en ese oasis que perduraba en medio de la desolación y decidió emparejar el entorno.

―Llegó un director que no sabía nada de azúcar y nos dijo: “Vamos a cerrar el laboratorio, tienen que irse, y lo único que tenemos para ustedes es agricultura, con el salario de agricultura”.

El laboratorio lo desmantelaron y de la infraestructura sacaron luego varias viviendas.

Carlos Alberto consideró todo aquello “una falta de respeto”, porque después de 33 años dentro de un laboratorio, no era para que les dijeran que no tenían nada más para ofrecerles que agricultura, con salario de agricultura. Y se consideró botado. Insiste en que después de 33 años, se consideró botado. De meter las manos en la tierra para ganarse el pan, por supuesto, no quiso saber nada. Actualmente, trabaja como especialista en genética y razas puras, en la Dirección Provincial de Agricultura del Consejo de la Administración Provincial.

A Gustavo Cairo el desbarajuste le agarró en los inicios de sus 30, aunque con una experiencia apreciable. Al Central había entrado como a los 17, se había incorporado a una brigada de montaje, se había hecho soldador y, sobre todo, azucarero. Cuando anunciaron el fin del mundo tal cual lo había conocido tuvo que irse con su experiencia a la agricultura. A la agricultura cañera. A soldar. No a meter las manos en la tierra para ganarse el pan. Él ya era soldador, como mismo Carlos Alberto ya era laboratorista, y tuvo que seguirlo siendo. Sin embargo, todavía hoy no logra ahuyentar la nostalgia por la zafra y, de vez en cuando, hasta se complace con la ilusión de que el Central resurgirá de entre sus ruinas.

―Nos quitaron la vida –dice Gustavo–. El Central era la vida del pueblo.

Y les dejaron el barracón. Una construcción originaria del siglo XVIII, que fue cuartel para tropas españolas, encierro para afrodescendientes esclavizados y albergue para trabajadores del Central, antes de convertirse en lo que es ahora en el siglo XXI: hogar para unas 15 familias.

Los niños del barracón (Foto: Ismario Rodríguez)

Antes eran 54 cuartos. Antes de 1996. Cuando aquí al mediodía no se escuchaba ni una sola voz, ni se veían mujeres alimentando gallinas, ni se tropezaba con niñas y niños correteando detrás de una pelota, porque a esa hora solo había hombres durmiendo. A cualquier hora, solo había hombres. Gustavo era uno de esos hombres. Luego vino el cierre y Carlos Alberto y Gustavo acabaron como vecinos. Se unieron cuartos, llegó gente que nunca había tenido nada que ver con el azúcar y nuevas generaciones empezaron a nacer. No se suponía que eso pasara. Ninguna persona quiere hablar sobre cómo fue que eso pasó. Pero pasó. Aquí y en otros tantos bateyes que perdieron sus centrales.

De todo lo que una vez fuera el barracón ya casi no quedan signos. Las rutinas domésticas y las risas de la gente impiden cualquier asociación con el pasado de atrocidades de este sitio. La mayoría de las personas ha desprendido de las paredes los aros de hierro a los que eran encadenados como bestias los esclavos más rebeldes para que no se cimarronearan. Carlos Alberto sí dejó uno de esos aros en su cuarto para exhibirlo como una reliquia. De vez en cuando llegan turistas queriendo hacer fotos. Las preocupaciones del presente (los dos baños colectivos que se desmoronan, las aguas albañales que atraviesan el patio interior, las tejas del techo que se oxidan, las vigas de madera que se pudren) pesan lo suficiente como para también cargar con el pasado.

Raquel tampoco quiso ir a trabajar a la agricultura. Ni a ninguna otra parte. Estimó que era el momento oportuno para retirarse. El final del Central fue para ella, entre tantos otros finales, el final de Teatro Acción: un grupo compuesto por 23 trabajadores aficionados que ella dirigió durante una década, “compañeros que tenían mucha actitud para hacer teatro, porque eso nace, eso no se crea”, y con el cual alcanzó varias veces la gloria en los festivales provinciales de teatro que organizaba el Ministerio del Azúcar.

―Había mucho entusiasmo cuando aquello… ¿Tú me entiendes? Y todo lo que se proponía, se hacía.

Desde entonces, se dedica primordialmente a las artes manuales. Hace abanicos, lámparas, barcos, candelabros, sombrillas, cuadros y etcéteras, utilizando naturaleza muerta y materiales desechables. En la escuela primaria de la zona, donde estudiaron sus hijos y nietos, desde hace años imparte cursos de artes manuales. No cobra nada por eso pero le entrega todas las horas que su creatividad le exija. Y tampoco cobra por fungir como instructora de exploración y campismo, ni por montar obras de teatro. Mantiene vivo el entusiasmo de la época en la que había mucho entusiasmo.

Raquel cuenta (Foto: Ismario Rodríguez)

Su apartamento, en lo más alto de un edificio que tiene las escaleras rotas, es un taller permanente. La mesa del comedor está atiborrada de papeles, lápices, cartulinas, pinceles, envases con pegamento, tijeras, temperas, vasitos desechables, ramas marchitas, semillas, esmaltes para uñas… Apenas queda un espacio vacío delante de la única silla. Los estantes de su sala cumplen función de galería. Ahí a la vista está gran parte de su obra, la terminada y la inconclusa. Una obra infantil, que no es de verdad, porque las cosas no sirven para lo que pretenden servir, pero tampoco es de juguete. Raquel la cuida y la muestra como si fuera de verdad. Sin embargo, ninguna de sus creaciones la emociona tanto como hablar del Central.

Cuando cuenta la historia del Osvaldo Sánchez, desde que era un trapiche movido por bueyes y esclavos en la colonia, parece que está contando la historia de su propia vida. Avanza con cuidado por los años. Se recrea en 1959, cuando se hizo “la intervención” de la casa del dueño del Providencia, en la que asegura haber participado, y otra vez se deslumbra con las maravillas que encontraran dentro y que –precisa– llevaron para los museos de La Habana. “Todo era bello. Bello, bello, bello”. Habla de las nuevas fuentes de empleo creadas después de 1959, la abolición del tiempo muerto, la exportación del azúcar, las obras de teatro que montaron, la llegada de las bombas intupibles, la última zafra, el desmontaje de las máquinas, la tristeza… Se enorgullece de las nóminas que preserva con los salarios de los azucareros. Camina hacia el balcón de su casa, desde donde alcanza a ver el barracón y la torre, y sonríe.

Raquel se esmera tanto juntando cada hecho, como si pretendiera reconstruir el Central, la zafra, el batey, la cultura, la identidad, en fin, como si pretendiera reconstruir a Raquel.

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