Ernesto, desde hace muchos años, está triste. Llora mucho, se le nota en la mirada caída que evita mis ojos curiosos, escudriñadores. Habla conmigo y percibo que hace un esfuerzo para que la voz no le suene rota y para que yo pueda valorar su caso objetivamente, para que lo escuche con atención en medio de tanta calamidad e imágenes repetidas de casas en ruinas.
—Yo también soy un damnificado. Y ahora no sé qué hacer –comienza diciendo–. Me dicen que espere pero ya no puedo esperar más.
Antes del paso del huracán Matthew por el poblado Jamal, en Baracoa, a Ernesto Rodríguez, de 59 años de edad, la casa ya se le había caído encima. El día que este fenómeno natural entró a Guantánamo todas sus pertenencias ocupaban el tercio de una habitación que le había quedado en pie. Él y las siete mujeres con las que vive estaban esperando lo peor para no llevarse sorpresas. Cuando amaneció, incluso ese pequeño pedazo de vivienda ya no estaba más.
—Tuve que salir a buscar las tejas sanas que me dejó el ciclón para volver a levantar esto aquí. Los vecinos me ayudaron y así pudimos reacomodar el puntal de la casa, luego le recostamos lo que encontré para darle un poco de forma, como si fuera una casa.
Me invita a sentarme y de algún lugar saca una silla. Se da cuenta de que debajo del techo no cabe. No queda más que ponerla bajo el sol y arrimarla al zinc que ha utilizado como pared. Me pide que no me fije, que lo disculpe, que tiene el refrigerador, la mesa, los cubiertos y media vida a la intemperie. No me ofrece pasar porque no tiene puerta. Levanta una cortina para velarle la siesta, durante unos segundos, a una de sus nietas: la melliza de un año y dos meses, que duerme en la única esquina del colchón que ha quedado seca.
—A mí el Gobierno me dio 90.000 pesos. Me asignaron un subsidio el 3 de septiembre de 2015 para construir una casa de un cuarto, un baño, sala y comedor para ocho personas. En un año solo he podido hacer cuatro dados.
El subsidio, emitido hace más de doce meses, ya se le venció. Al solicitar una prórroga el documento lo único concreto que había conseguido era el juego de baño, unas diez tejas y algunas bolsas de cemento.
—Cuando hay grava, no hay polvo de piedra ni transporte, cuando consigo en qué mover los materiales desde Baracoa hasta el Jamal entonces no hay arena y del río no la voy a sacar. Ahora, cuando más falta me hace construir, el técnico de la Unidad Municipal de la Vivienda que atiende esta área me dice que a causa del ciclón hay otras prioridades, que a los subsidios no se les ha de vender nada.
A Baracoa han llegado en los últimos días varios cargamentos de materiales de la construcción para las personas afectadas por el huracán.
Ernesto me explica que estuvo en los almacenes, vio lo que necesitaba, encontró suministros por los cuales había estado esperando hasta cinco meses pero sin el permiso no puede realizar ninguna compra. Le indicaron enfáticamente que reintegrara el cheque al banco. Si no lo hace pierde el dinero. Ernesto se toma unos minutos para tragarse las emociones, disimula la cara de descalzo ante la vidriera de una zapatería dándole otro vistazo a la nieta. Cuando vuelve me trae dos plátanos enanos de un racimo que el ciclón no dejó crecer y que él puso a madurar para ir mitigando el hambre.
—Usted perdone la mala palabra pero yo, como aquel quien dice, soy un desamparado. Trabajé casi toda mi vida como panadero y así sin más, hace cinco años me dejaron disponible a causa de mi problema de artrosis generalizada. Nosotros estamos pasando tal crisis que no me alcanza para comprar algo de lo que viene a la bodega. Es duro estar sin dinero para moverse. Para ir a la ciudad a ver los asuntos de la casa tengo que pedir diez pesos cubanos prestados.
Me repite varias veces que se siente desorientado, que no sabe a dónde ir, ni a quién ver. Me mira y me pregunta:
—¿Qué debo hacer?
No sé la respuesta y me avergüenzo, porque siento que no le soy de mucha ayuda. Intento apagar la grabadora. Él se da cuenta y me dice:
—Tú no te preocupes. Necesito desahogarme.
En el terreno donde algún día estará la casa, Marelis, la esposa de Ernesto, ha improvisado un fogón de leña. Hay muchos árboles caídos. Prepara un ajiaco y me comenta que mientras estaba en el centro de evacuación y durante el paso de la tormenta solo temía que le robaran los materiales. En la madrugada del día después, cuando salió de la iglesia donde estaba para ver su rancho, ya había extraños alrededor de la casita. Marelis, entonces, decidió quedarse.
—Estamos los dos durmiendo en una cama pequeñita en la que apenas cabemos –dice ella entre nubes de humo–. Estamos apilados ahí y él de cuando en cuando se queja del dolor en la columna.
Después de media hora de plática a Ernesto le vuelven los deseos de llorar: está mirando lo que Matthew le dejó de la casa. Le pide a su mujer el portafolio porque va a salir para la ciudad, para Baracoa, a tratar de resolver su problema. Por un breve instante olvida que me está dando una entrevista y prolonga el silencio, viaja lejos. Cuando regresa, insiste en disculparse, como si esa elipsis fuese un agravio.
Como si el agraviado, en esta historia, no fuese él.
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