En el patio de su casa, Hildermarzo Leyva me dice:
—En Punta de Maisí hay su bandolero como en todos los lugares, y su chismoso, pero a la gente le gusta porque es un lugar tranquilo.
Es cierto que en el poblado se respira tranquilidad, aunque no es el tipo de tranquilidad que tranquiliza. En Punta de Maisí la calma es inquietante, como si fuese realmente el preámbulo de alguna desgracia, como si algo, no se sabe qué, estuviese a punto de ocurrir. Cuando visito el pueblo, hay un liniero encaramado en un poste de madera, y por las calles desnudas circulan con fastidio, como almas en pena, algunos vehículos que por su cuidada apariencia desentonan con el paisaje. Hay casas destruidas por completo y hay otras que fueron mutiladas y que sus dueños tratarán de enmendar. Hay gente reunida en los patios o en los portales, consolándose mutuamente, bostezando. A ratos, el golpe de un martillo perturba la serenidad en este pedazo de tierra lleno de piedras y arbustos marchitos. El aire huele a sal y a humo de leña quemada. Un perro comienza a ladrar abruptamente y abruptamente se calla. Dos hermanos descargan una carretilla repleta de tejas rotas en la entrada de su casa y desaparecen dentro, sin dirigirse la palabra.
El martes 11 de octubre, con toda su calma, es un día atareado en el extremo más oriental de Cuba. El huracán Matthew, aparte de los numerosos destrozos, les ha dejado eso: unas cuantas semanas colmadas de martillazos, un ir y venir de vehículos que resplandecen al sol y agitan el polvo de las calles, un caudal de lamentos y la incrédula felicidad de haber sobrevivido.
—Pasamos un rato malo, malo de verdad –dice Hildermarzo–. Parecía que estaban arrastrando escombros arriba de la placa. Era como un bicho que quería buscar por dónde meterse.
Hildermarzo y su familia, entre la que había dos niños y un discapacitado, pasaron la tormenta en su propia vivienda, en un cuarto de placa construido expresamente para que sirviera de refugio en situaciones meteorológicas extremas. Matthew les llevó una parte del techo y una ventana. El martes 11 de octubre, apenas han logrado sacar la mitad de los escombros.
—Y hay otros que están peor que yo –dice–. Hay gente que no tiene nada.
También hay gente, la mayoría, que no pudo refugiarse en su propia casa y se vio obligada a buscar refugio en las cuevas de los alrededores.
—Irse para la cueva es algo tradicional del barrio –me explica Georvis Romero–. Por años, cuando hay ciclones, las personas acuden a las cuevas, porque esa es la seguridad.
Esa seguridad, según Georvis, es relativa, y se limita más bien al hecho de que en las cuevas no suele haber derrumbes. Sin embargo, en la cueva en que él y su familia se evacuaron, como a un kilómetro y medio de su casa, el azote de los vientos fue despiadado.
—Yo recuerdo que antiguamente nos refugiábamos en las cuevas y nunca pasó nada –dice Raúl Fitó–. La pasábamos bien, entre comillas, y esta vez yo pensé: “Ahí no va a haber problema”.
Georvis, Raúl y toda la familia, incluidos un bebé de un mes y otro de cinco meses, se fueron para la cueva un día antes de que el ciclón entrara, para evitar que los cogiera la lluvia. Se llevaron consigo lo que tenían de la canasta básica –arroz, azúcar, carne en conserva–, agua potable en porrones de plástico, colchonetas y sacos de henequén para dormir, dos cunas para los bebés. Al llegar a la cueva lo organizaron todo, cortaron la leña antes de que se cargara de humedad e hicieron fogones utilizando parte de la leña y piedras. Esa noche, la primera, durmieron más o menos como siempre. La segunda, la del ciclón, fue radicalmente distinta. Raúl asegura que en sus 54 años de vida nunca había pasado una noche como aquella.
—Cuando empezó a penetrar el aire, con agua fuerte para adentro, yo pensé que nos íbamos a ahogar –dice–. La cueva era recta y al final tenía un recodo, y yo creí que allá no iba a llegar el agua, pero sí llegó. Menos mal que habíamos puesto un nailon con palo de palmera atravesado y eso nos protegió bastante. Después de que pasó el aire fuerte, la cueva empezó a filtrar, por la intensa lluvia. Eso yo nunca lo había visto. Esa agua venía contaminada seguramente, porque ahí hay estiércol de murciélago, de chivo, sabe Dios de cuántas cosas más. Nos dio picazón, diarrea, hongo en los pies. Pasamos la noche en vela.
La familia de un vecino suyo, Hilde Castillo, incluidas sus cinco hijas, todas menores de edad, también se refugió en una cueva. El agua potable se les acabó y tuvieron que beber el agua que corría por las paredes de la cueva. El resultado de eso es que el martes 11 de octubre una de sus niñas está ingresada en el hospital, tras haber padecido fiebre, diarrea y vómitos.
—Lo que más nos golpeó después del ciclón fue el problema del agua potable –dice Raúl–. Todo se contaminó. El agua de la cisterna se puso casi salada. Nos pasamos como cinco o seis días sin agua potable. Y sin médico. Antier domingo fue que mandaron a un especialista y ayer lunes nos atendimos todos.
Conversamos en el patio de su vivienda. El viento sacude los pañales blancos que cuelgan de la tendedera. Sobre los arbustos, desperdigada aquí y allá, hay ropa interior secándose al sol. Un colchón empapado descansa contra una cerca. Los demás colchones están dentro, porque esa mañana amenazó con llover. Los sacan por el día para que se oreen y en la noche los meten en la casa, los cubren con sacos de henequén secos y duermen encima. El huracán les llevó el techo de zinc y madera. El de la cocina, que es de guano, no sufrió daños.
—Pregunte por ahí, que se lo van a decir –dice Raúl–. Yo no sé qué misterio tiene el guano, pero es resistente al ciclón.
Cuando salieron de la cueva, lo primero que hicieron fue limpiar los escombros y poner un techo provisional con las pocas tejas que quedaron para protegerse del sol y del agua. El domingo por la tarde se restableció la cobertura de los teléfonos celulares, que han cargado en el faro, y gracias a eso han podido llamar a sus familiares de La Habana y mantenerse informados.
—Yo pienso que el Estado, la Iglesia o alguien tenga que venir con un techo –dice Raúl–. Ahora queda esperar.
Cuando me despido de Raúl, de Georvis y de su numerosa familia –22 en total–, salgo a buscar a Hilde Castillo. Conversamos sentados en una cama en casa de su madre, con el cielo por techo. Es entonces cuando me habla del subsidio que le concedieron hace tres años, de sus cinco niñas, de su esposa recién operada, del ingreso de una de sus hijas, de los chivos que se comieron en la cueva, de un coronel que visitó su casa después del ciclón y le entregó un jabón y un paquete de papel sanitario y una bolsa de palitroques. Hilde me pide que lo acompañe a su casa para que vea las condiciones en que quedó. Le digo que sí, que por supuesto. Hilde no sabe que es la última persona que entrevistaré en Punta de Maisí. Yo, en ese momento, tampoco puedo saberlo.
—Tienes que tener mucho cuidado –me advierte justo antes de abandonar la casa de su madre–, porque están buscando a los periodistas que andan por ahí.