Baracoa no se parece a ninguna otra parte de Cuba. Maisí, mucho menos. Ni en el clima, ni en el mar, ni en los atardeceres, ni en las montañas, ni en las olas, ni en el viento, ni en las noches, ni en los sonidos, ni en la gente, ni en los ríos, ni en las conversaciones, ni en las plantas, ni en las nubes, ni en los colores. Parecen, en lugar de dos municipios de una única provincia, otro país, como si Cuba comenzara a acabarse en el ascenso cauteloso por la carretera de La Farola, o más exactamente, como si otra Cuba comenzara a nacer. Pero esa sensación, tan fuerte como un hecho, nada tendría que ver con la catástrofe natural que colocó a Guantánamo en los titulares de medios nacionales e internacionales, si no fuera porque la catástrofe natural expuso bruscamente las realidades que provocan esa sensación.
Hay indicios del paso de “un demonio”, “un monstruo”, un algo de otro mundo con hambre de vida, que quería tragárselo todo, “que tú sabías que si te asomabas, te iba a llevar”, que recordaba a animal salvaje embravecido, que a ratos rugía, a ratos silbaba, a ratos enmudecía, y otra vez rugía, silbaba, enmudecía, que cundió de pavor la madrugada del 4 de octubre pasado, que obligó a miles de personas a abandonar sus viviendas y a apretujarse en iglesias, cuevas, baños, escuelas, sótanos, en cualquier sitio que no dejara al viento desprender sus cuerpos del suelo, que se conjuró con padrenuestros y avemarías, rones, risas, lágrimas, cafés, silencios, que vino y se fue, según declaraciones oficiales, sin matarnos a nadie.
Al sexto día de la arremetida de Matthew por el Oriente cubano, ni Dios sabría por dónde empezar a recomponer aquel mundo fragmentado. Aquí hubo una guerra. No de la naturaleza contra mujeres y hombres y sus casas sino de la naturaleza contra la naturaleza misma. Es feriado nacional: se conmemora el inicio de las gestas por la independencia de Cuba en 1868, el alzamiento en armas de Carlos Manuel de Céspedes, la liberación de esclavos. En muy pocos lugares del país se trabaja hoy, no asisten a clases los estudiantes, los comercios cierran más temprano que de costumbre. Se descansa. Pero en Guantánamo las transfiguraciones del espacio han cambiado los significados del tiempo. No son los calendarios ni los relojes los mecanismos que organizan la vida. Es el desastre.
Nadie habla de fechas ni de horas ni de patriotas. Un día comienza cuando sale el sol y termina cuando se esconde. La noche no es más que un descanso forzoso en espera de la próxima luz. En el centro de Baracoa, los portales se pueblan de rostros oscuros que murmuran cuentos de familia y tormentas. Cuesta divisar velas prendidas. El paso por las calles se alumbra con luna y estrellas. En el sector residencial apenas se ha restablecido la electricidad. Los vientos huracanados arrasaron con cerca de 5.000 postes eléctricos y 1.000 transformadores. Falta mucho por levantar. Sin embargo, las labores no cesan, para muchos, ni siquiera de noche.
Todo urge. Hay tripas y forros de colchones secándose al sol. Tripas púrpuras, amarillas, blancas, multicolores. Forros descosidos con las huellas aclaradoras del agua. Hay plantaciones de plátano inundadas. Racimos verdes en el suelo y hojas deshilachadas. Botas de goma, sombreros y machetes inmersos en las plantaciones. Hay añicos de tejas de fibrocemento, paredes de concreto destrozadas por árboles caídos, viviendas sin techos, familias a la intemperie, hombres claveteando tejados, cazuelas humeantes y leñas que arden, niños buscando equilibrio sobre los troncos de las palmas tumbadas. Hay motosierras, martillos, tractores, camiones y grúas que no callan. Hay un proceso de recuperación distinto para cada persona, porque hubo primero un huracán distinto para cada persona.
No todo el mundo debe recuperarse de lo mismo, ni recuperar las mismas cosas, porque no todo el mundo enfrenta las mismas pérdidas. Un desastre natural es condición necesaria pero no suficiente para que una familia clasifique como damnificada por un desastre natural. A quienes se les empapan los colchones y las ropas son a quienes se les derrumba total o parcialmente la vivienda, porque quienes menos tienen que perder son quienes más pierden y demoran en recuperar lo perdido. Las vulnerabilidades, antes que climáticas, son socioeconómicas.
Guantánamo no se restringe a sus dos ciudades, ni a sus cabeceras municipales, ni a su veintena de pueblos. Según el Censo de Población y Vivienda de 2012, el grado de urbanización de la provincia es de 63.7 por ciento. El de Maisí, es el más bajo de todos los municipios de Cuba: 10 por ciento. En zonas rurales, en llanos y montañas, residen más de 187.000 personas. La población dispersa asciende a 51.026. Basta con recorrer la carretera que enlaza a la ciudad de Guantánamo con la ciudad de Baracoa y a la ciudad de Baracoa con la otra Baracoa, que incluye a Jamal, Mata-Guandao, Mandinga, y a la otra Baracoa con La Máquina, cabecera municipal de Maisí, y a La Máquina con Punta de Maisí, para mirar los rostros de esas estadísticas.
La naturaleza para los guantanameros de zonas rurales es mucho más que un telón de fondo, que refugio esporádico, o que destino turístico. La naturaleza se habita. Mujeres y hombres lavan en los arroyos, restriegan sus ropas contra las piedras y las colocan a secar sobre las piedras, cocinan caldosa con leña y cuidan a sus hijos en las orillas de los arroyos, y se bañan en los mismos arroyos en los que lavan. Beben el agua que emana de entre las piedras de las montañas. Cultivan la tierra y salen a pescar al mar. Buscan la protección de las cuevas cuando sienten peligro porque en las cuevas encuentran seguridad, no son sitios exóticos donde se sacan fotos en unas vacaciones sino sitios familiares que forman parte de sus historias.
El 11 de octubre, de acuerdo con testimonios locales, todavía nadie había podido acceder hasta Velete, en Baracoa, ni por río ni por tierra. Los senderos estaban obstruidos por los troncos de los árboles derribados. El Yumurí, crecido y revuelto. Había que esperar entre dos y tres días para que las aguas se aquietaran y poder remar hasta esa región. La propia comunidad de Yumurí, casi una intrusión entre el mar y las montañas, se hallaba hundida en una laguna que se había creado tras la tempestad. De acuerdo con la gente, no fue el mar –como se esperaba– sino el río el que irrumpió en las casas. Casi nadie había parado aún de secar los suelos, las paredes, los muebles, las reservas de alimentos. Todo continuaba encharcándose. El retorno a la normalidad, a algo aproximado a la vida tal cual era antes, se sentía a noches de distancia.
María Elena Acosta, delegada de la circunscripción 94 Barigüita-Yumurí, del municipio Baracoa, nos explicó que aquí todo el mundo se evacuó. Las 432 personas que residen en la zona se refugiaron en dos viviendas particulares con techo de placa, en tres baños con techo de placa de tres viviendas particulares y en tres cuevas. El martes 4 de octubre, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando ya comenzaban a sentir la presencia del fenómeno climático, nadie quedaba en las calles. Durante el periodo de evacuación, el Gobierno hizo llegar algunos productos: salchichas, refresco, arroz y huevo. A las cuevas no. A las cuevas no pudieron llegar. Al día siguiente, la Defensa Civil acudió al área a revisar si había ocurrido alguna muerte, y la gente salió a ver cómo habían quedado sus vidas. Nadie murió, pero casi todos perdieron con el agua y los vientos muchos años de trabajo y esfuerzo.
―Eso fue… catastrófico. Nosotros no esperábamos ver el barrio así… con esas características en las que estaba. Fue un cambio muy brusco. Demasiado.
En el camino a Maisí no se ve un solo tramo que haya quedado ileso. Hay viviendas que fueron reducidas a montoncitos de madera y fibrocemento, que se pueden reconocer como viviendas porque entre los restos permanecen las familias que acogieran, no aferrándose a lo insalvable sino rescatando algunos bienes, limpiando, reconstruyendo. Afrontan la debacle con una seguridad muy parecida a la costumbre. El huracán rompió mucho. No obstante, no rompió el vínculo con el territorio. Cada sitio donde hay restos de viviendas sigue siendo, de una manera muy íntima, un hogar.
Baracoa y Maisí son más bien un parto. Hay tanta vida aquí, contrastando con tanta pérdida, que es como si el país no fuera a parar nunca de nacer.