A mi mamá, por todo…
Si ella no hubiera sido maestra, yo, quizás, no habría pedido que me llevaran a la escuelita. Si no la hubiera visto cada noche durante quince años consecutivos revisar las libretas de los estudiantes y dejarles personalizadas páginas de ejercicios, yo, quizás, no habría pedido que me llevaran a la escuelita. Si yo no hubiera escrito intencionalmente casa de vivir con zeta y de cazar con ese para recibir el mismo tratamiento de los niños con más dificultades en el aprendizaje, yo, quizás, no habría pedido que me llevaran a la escuelita. Si no hubiera dictado lecciones de lengua española y composiciones y ejercicios de interpretación a cientos de niños desde que tenía 16 años, yo, quizás, no habría pedido que me llevaran a la escuelita. Si no la hubiera visto llorar cuando pasaban la raya roja justo antes de que llegara unos minutos tarde porque en pleno Periodo Especial los ómnibus cubanos no distinguían entre maestros y otros pasajeros a la hora de abordar, yo, quizás, no habría pedido que me llevaran a la escuelita.
Porque su papel de peritaje médico, con diagnóstico de esquizofrenia paranoide, le dicta que no puede regresar a dar clases en ninguna institución educacional es que yo pedí, la mañana del 11 de octubre de 2016, ver la escuelita.
En el municipio Imías, de la provincia Guantánamo, hay 39 escuelitas dañadas por el huracán Matthew. Cinco de ellas, pertenecientes todas a la educación primaria, con derrumbe total; diez sin techo (ocho primarias, una secundaria básica y la sede universitaria) y 22 con pérdidas parciales de techos (21 primarias y una secundaria básica), me explica Leovanny Ramírez, vicepresidente de la Asamblea Municipal del Poder Popular de Imías. Hoy, 11 de octubre, no hay clases en Imías. Y Yolanda Turro Ortiz, la cocinera del centro mixto Protesta de Baraguá, que tiene dos niveles de enseñanza (preuniversitario y secundaria básica), sabe lo que eso significa.
—Tenemos un grado muy peligroso, mija, que es el doce. Tú sabes que a partir de enero comienzan las pruebas ministeriales y después vienen las pruebas de ingreso [a la universidad]. Ya esos niños llevan muchos días sin ir a la escuela.
El centro mixto Protesta de Baraguá perdió mucho. El comedor tiene un esqueleto de madera por techo que debería estar cubierto de tejas, dos neveras que resistieron los vientos y que ahora tienen las pilas abiertas porque entraron ranas y hay que botar el agua contaminada. Cuando llego, Yolanda está acomodando las sillas del comedor: las levanta, les quita el agua, las encarama una encima de otras y hace pilas de a cinco, las recuesta a la pared, por si vinieran otros vientos. Yolanda no sirve para estar sentada. Estrictamente, nadie le ha pedido que limpie el comedor, ni que proteja las sillas, a ella solo le toca hacer el almuerzo y la comida de la brigada de quince constructores que llegó desde la Empresa de Aseguramiento y Servicios a la Educación de la ciudad de Guantánamo el viernes 7 de octubre. Son casi las doce del día y, en breve, habrá que repartir el almuerzo.
—¿Hasta cuándo deben trabajar aquí? –pregunto a los quince hombres que descansan bajo los pocos árboles que quedaron en pie.
—Ay mija, nosotros no te sabemos decir exactamente –responde alguien.
—Hasta que se seque el malecón –dice otro y los demás sonríen.
—La terminación está en dependencia de los recursos que nos vayan suministrando –me explica Elías Habet–. Hoy están completando las cubiertas de dos naves de dormitorios y dos naves de aulas.
—¿Con las mismas tejas que el ciclón desprendió?
—Sí, hemos recuperado tejas. Pero estamos esperando que lleguen los tornillos para seguir fijando las tejas recuperadas.
—¿Cuándo deben llegar los tornillos?
—Hoy deben entrar.
El resto de los constructores espera por Elías para que sirvan el almuerzo. Yolanda trae dos calderas grandes. Los hombres hacen fila, dicen “gracias”, se enojan.
—¿Usted cree que así se puede trabajar? –me pregunta uno de los constructores.
—¿Qué pasó, chico? –dice Elías.
—Arroz, frijoles y cambute. Eso no es comida para un constructor.
Herminio Jardínez, el director de la escuelita, sabe también que eso no es comida para un constructor. Por eso manda a buscar al almacenero. Le dice que prepare la jamonada. Y el almacenero dice que jamonada por el mediodía o por la tarde, que escojan. Herminio necesita a los constructores para poder recibir a los 143 estudiantes internos del centro mixto antes del fin de semana. Quiere que se reinicien las clases mañana y, para ello, planea utilizar los laboratorios de la escuelita y algunas aulas del politécnico cercano que no sufrieron afectaciones. Si el ciclón no hubiera pasado, Herminio tendría más que jamonada para dar. Tendría plantaciones de plátanos, y carneros y cerdos. Pero más del 50 por ciento de los animales se ahogaron, “especialmente los carneros, que era lo que más teníamos”, me cuenta. Los constructores van a trabajar aunque no sirvan la jamonada. Porque ya techaron tres dormitorios, porque hoy terminarán el cuarto albergue, porque recuperarán el almacén, la cocina-comedor y porque quieren, también, que se inicien las clases.
La escuelita no perdió los televisores, ni las computadoras, porque los evacuaron a tiempo.
—¿Y los libros? –me pregunta ella, desde el otro lado de la línea, cuando la llamo para contarle de la escuelita.
—Aún no lo sabemos –me responde Herminio cuando le hago la misma pregunta–. Le pedimos a los estudiantes que los guardaran en las taquillas y están con candados. Habrá que esperar a que ellos lleguen.