Desde la ciudad de Guantánamo hasta Baracoa hay una carretera que empieza a presentar síntomas de huracán en una comunidad conocida como Bate Bate. Allí el mar regurgitó piedras y mordió el asfalto durante el paso del huracán Matthew, de categoría 4 en la escala Saffir-Simpson. Hay camiones que llegan con relleno, camiones que intentan alistar la carretera para que sea más fácil el acceso hacia donde inicia el dolor. El dolor, visible, inicia en San Antonio del Sur. Techos ausentes, palmas en el piso. Las palmas suelen enfrentar los huracanes con dignidad: o permanecen en pie o caen completamente arrancadas de raíz por la fuerza de los vientos. Pero nunca se flexionan. Hay palmas en pie durante todo el camino desde San Antonio del Sur hasta la Punta de Maisí. Y hay palmas en el piso.
Hay una palma, en la carretera del viaducto de La Farola, que no está ni en pie ni en tierra. Yace suspendida sobre el tendido eléctrico. La palma, de algún modo, resiste. El tendido eléctrico también. En algún momento, uno de los dos, palma o tendido eléctrico, deberá caer.
Si la palma cayera, como se prevé, el equipo que este 11 de octubre poda los árboles del viaducto de La Farola para evitar posibles daños a los pocos carros que circulan, debería retirarla de la zona. Al menos nueve hombres limpian la Farola, una de las siete maravillas de la ingeniería civil cubana, una carretera de más de treinta kilómetros que bordea montañas y acorta el tránsito hacia Baracoa. Por el camino, La Farola ensarta pueblos, pueblos pequeños y casas aisladas y kilómetros de palmas que cayeron y que no cayeron donde no hay ni pueblos pequeños ni casas aisladas.
Los nueve hombres que hoy, 11 de octubre, limpian La Farola lo hacen con camiones y escobas de palmiche para borrar todo rastro de tierra que cayó en deslaves sucesivos. Los hombres tienen machetes colgados en la cintura, gorras, chaquetas verde fosforescente que a la luz del día carecen de sentido, pero que cobrarán valor durante la noche. Los hombres de La Farola quieren que les tomemos fotos. Alzan las manos, y cuando los hombres de La Farola alzan las manos una se siente a salvo de cualquier deslizamiento de tierra. El trueque me parece justo: ellos quieren que se sepa que a las once y treinta de la mañana, cuando el sol raja las piedras en La Farola, ellos están allí. Y quieren que se sepa que no llegaron allí ahora, junto a las brigadas de apoyo a la recuperación, sino que siempre han estado allí. Durante años han limpiado La Farola.
En el punto más alto de La Farola, Altos de Cotilla, hay un mirador. El mirador está lo suficientemente alto como para no ver. Desde el mirador, los techos no se notan caídos y las palmas resucitan de la tierra. Una supone que en algún sitio están las tejas trituradas, los platanales atrofiados, los ríos crecidos; pero la montaña, vasta, anula los detalles. Desde Altos de Cotilla una puede adivinar el futuro, puede ver las heridas abiertas convertirse en cicatrices. Todavía hay mucho de herida abierta en Altos de Cotilla, cuando la vista se detiene en lo más cercano: la gente de La Farola.
Hay gente en La Farola que vende cualquier cosa que se derive del cacao: barras de chocolate de diez pesos, barras de chocolate de cinco pesos, pomos tallados en madera con manteca de cacao, bolas de cacao puro. Hay un hombre que también anuncia café. Y hay otro que le pregunta si ese café es de antes o después del huracán. El señor del café responde que de antes, porque ya no hubo después. Todo su café fue al piso. Las semillas de café, cuando son arrasadas por un huracán, no reaccionan como el plátano. Se confunden con la tierra, con las piedras, desaparecen, vuelan. El hombre que pregunta no quiere comprar al señor del café porque el olor no le revienta el olfato. “El café de Maisí”, me dice, “se siente desde que uno va por la carretera”. Pero es probable que tampoco quede café de Maisí. El señor del café de Altos de Cotilla abre el sobre de nailon, lo huele, y le dice al otro que se lo lleve para el camino. Nada hay que pagar.
Las cuatro comunidades principales en La Farola son Veguita del Sur, Yumurí viejo, Palma Clara y Cuagüeybajo. En algún punto de la carretera, dos mujeres esperan por algo que las lleve hasta Palma Clara. “Palma Clara quedó destruido”, dicen. Palma Clara no se ve bien desde la carretera, pero una percibe que hay mucha vida tras ese camino de tierra por donde vienen mujeres, con la ropa para lavar dispuesta en cubetas y carretillas, y que termina en un lavadero público con agua de manantial. A las nueve de la mañana hay tres mujeres dando palos para deschurrar la ropa. En la tarde habrá más.
Entre Palma Clara y el fin de La Farola: un pomo de agua. El agua en Baracoa se vende caliente porque todavía la electricidad no alcanza todos los sitios. Pero la gente de La Farola ha hecho un bebedero, un acueducto, una línea de conducción eterna de agua fría que viene de la montaña, del manantial, que no necesita de electricidad. Han juntado bambú y lo han abierto al medio, han creado un canal, han amarrado el canal de bambú toscamente con alambres y, al final, han puesto un pomo de agua Ciego Montero. Sospecho que podrían haber usado un pomo de refresco, pero la gente de La Farola ha escogido la marca cubana que se comercializa en las tiendas minoristas. En las tiendas minoristas de Baracoa hoy no habrá agua fría, en La Farola sí.
El agua fría del acueducto de La Farola la transporta el señor del pantalón verde olivo en una chivichana. Amarra un tanque azul a unas tablas que descansan en las ruedas de la chivichana y se lanza loma abajo. No sé a dónde va, pero el señor de la chivichana bordeará la casita de tablas despintadas verdes con esqueleto de madera por techo, y se cruzará con el hombre que vende cuatro aguacates por cinco pesos, pero que no toma billetes de a 50, para no quedarse sin cambio. El hombre de los aguacates tiene una gorra roja con la bandera cubana y vive en una casita en la falda de la montaña a la que el huracán no le arrebató el techo. Perdidos en el kilómetro 106 de La Farola una se encuentra a dos cerdos.
La gente de La Farola ha sacado los colchones para coger aire. Por eso los treinta kilómetros lucen distintos hoy. Mucho colchón y mucha ropa y mucha sábana hay tendida fuera de las casas. Las tendederas, armadas con cordeles de poste a poste, no alcanzan. Por eso la gente tira las ropas sobre las ramas de los árboles vivos. Y espera a que sequen (la ropa, no los árboles). Los colchones, cuando se mojan, suelen pudrirse. Pero la gente de La Farola le tiene fe al sol, por eso ha sacado sus colchones. Quizás algunos se salven.