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Un pájaro negro llamado sequía

Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,/
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

Edgar Allan Poe, “El cuervo”

“Con la misma agua que lavo el arroz, friego las ollas. Y con la que enjuago la ropa, limpio la casa. Hay que reciclar”, dice Nuris Lezcano, mientras exprime pantalones, faldas y pullovers recién sacados de una lavadora rusa, reducida a la mitad de su tamaño original.

Sus padres la enseñaron a vivir con las carencias propias de un hogar sostenido con el salario de un obrero. Su madre era ama de casa. Pero a Nuris nunca le faltó el agua en Vertientes. Hasta que se casó, a los 18 años, con un muchacho de Piñerúa, y se mudó al reparto más árido de Camagüey.

“Cuando arrecia la seca, priorizo el baño antes que el fregado”, cuenta. Es duro vivir pendiente de la lluvia para llenar los tanques; pero esta es la única manera de evitar el camino de dos kilómetros que la separa de la casa de su cuñada, a donde va ocasionalmente a lavar.

La vida de Nuris no es una foto del espanto que da la seca, es más bien un poema de Poe. La sequía, como el célebre cuervo, no se va nunca, no levanta el vuelo. Para fregar, su esposo le consigue agua en casa de algún vecino. Para lavarse los dientes, él mismo le trae un porrón en el manubrio de la bicicleta. Lava la ropa de su hija pequeña dos o tres veces por semana y el domingo la de sus otros dos hijos y su esposo. Descargar el baño es lo único que no le preocupa. “Jehú hizo tremendo hoyo para la letrina”, dice, “¡no se ha llenado en todos estos años!”.

Su esposo es agricultor. En la finca, gracias a la turbina de un amigo acoplada a un pozo, el agua no falta. Pero la finca todavía no da lo suficiente como para mejorar su economía familiar, que se sostiene con el salario mensual que recibe como cuidadora en un círculo infantil. Su hijo mayor ayuda, él y su padre dan cuatro o cinco viajes para rellenar los recipientes cada día.

La aridez del reparto Piñerúa es de siempre. No es un sitio periférico, como podría pensarse. La vivienda de Nuris está en la esquina de dos calles bastante transitadas. “Cuando compramos la casa, en el costado había un pozo sellado que no servía”, dice Nuris sin sobresalto por la pérdida, pues en Piñerúa es algo común que la gente haga pozos y se les sequen, y los sellen. Cada quien trata de tener una fuente de agua en su propio terreno, pero la tierra les niega el abasto. “Los otros pozos que existen en el reparto dan poca agua y es salobre”. Tres tanques medianos, tres cubetas y un porrón es todo lo que usa para vencer a la sequía.

Recuerda que “había también una conexión al acueducto, pero antes de mudarnos se averió por completo. Hemos ido a la empresa y nos dicen que no hay contrato, que no hay capacidad. ¿Y la que tenía asignada esa casa? No entiendo”. La manera más fácil de conseguir el agua es comprándola a los carretoneros que cobran hasta veinte pesos por dos tanques. Pasan meses antes de que una pipa entre al reparto. “Y cuando vienen, las colas son kilométricas”.

Hace meses, el personal de Acueducto, como le dicen los vertientinos a la dirección municipal de Acueducto y Alcantarillado de Vertientes, instaló tuberías nuevas para beneficiar a todos los conectados. Nuris pidió que la reinstalaran al sistema de abasto. “Ellos no venían a eso. No estaban autorizados”.

Pensó que al menos resolvería a diario con la vecina que más regularmente le da agua. “No todos están dispuestos a compartir porque el agua, cuando viene, dura unas horas”. Pero el suministro empezó a partir de mediados de junio. “Antes de eso no tuvimos agua ni un día. Ahora llega dos veces por semana. Hay que correr a llenar vasijas, si viene en horario laboral tengo que faltar o me quedo sin agua, o mi esposo no puede ir a la finca”.

Nuris ya no quiere vivir en Piñerúa. Me repite que se quiere mudar, para donde sea que haya agua. Quiere matar el cuervo.

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