Apenas dos pulgadas le había crecido. Aún a ras. Aún insuficiente. A las puertas de su edad sexual, Alberto tenía una obsesión. Lo quería largo y usó toda clase de fórmulas caseras.
—¡Déjalo reposar en agua! –le recomendaban, pero había seca, y el pelo-pasa absorbe. Alberto quería una melena. La cuartería entró en pánico. Después de dividir el volumen en los tanques entre el total de habitantes, sustraerle a la ecuación ese margen que ocupa el calcio acumulado en el fondo y la población animal del ecosistema llamado “cisterna”, los vecinos dosificaron el agua. Alberto se hizo trencitas, un gesto de cortesía hacia la vecindad y un inteligente método para mojarse el cráneo.
El “Beyoncé” apareció después. Albertico era una mulatona de 1.85 metros con un par de abismos negros por ojos. A los 17 ya le salían las motonetas, pero no los senos. Por tanto, la transformación debía ser progresiva o sentiría sobre sus hombros de estrella pop el peso tosco de los pueblos pequeños. La discoteca municipal de Camajuaní (después de la iglesia católica, espacio de confluencia social más importante) sonaba aquellos himnos de la cantante norteamericana y Albertico reproducía con matemática exactitud la coreografía de “Naughty Girl”.
La vida dual de Albertico Beyoncé está atravesada por un río subterráneo. Su feeling con el agua apareció aquella tarde en que la lluvia era una red, y quedamos atrapados en el portal de la bodega La Valla. Parecía, la calle, un espejo movedizo. Le advertimos, pero la mulata echó a andar bajo la lluvia y una corriente arrastró hasta el olvido su sandalia derecha número 42, de reciente adquisición.
Digamos que no abunda la talla 42 para calzados femeninos. Desde ese día una fuerza tan imprecisa como ridícula le revelaba su elemento. La signaba.
Volvió la seca en 2009. Los senos de la mulata eran dos brotes de algodón, un asomo suave sobre el cuero terso. Comenzaba a hormonarse artificialmente. En medio de aquel paraje estéril, Albertico era una venus de la fertilidad. Y cuando la loma de mi barrio se deshidrató y se volvió cráter lunar, los vecinos decidimos hacer un pozo. Pagamos veinte pesos cubanos a un purasangre, un nativo colorado con su debida genealogía gallega y las espuelas enfangadas. Una criatura de campo tal, que los guajiros le llamaban El Guajiro. El sujeto se desplazó por todo el perímetro con un alambre dulce en forma de parábola sobre su vientre. La corriente de agua, en las profundidades, debía interactuar con el campo magnético del cobre hasta torcerlo, explicaba aquella figura zoomórfica con sombrero y polainas.
—Allá abajo no corre nada –aseguró. A la loma la habían drenado en edades pasadas. Era un hollejo gigante que se fosilizó miles de años anteriores al caserío. Albertico quiso intentarlo con el detector artesanal. Tomó los cabos con las yemas rudas, bajo las uñas plásticas, colocó cada uno en los bordes de su cintura formando una parábola y comenzó la exploración. El cobre fue complaciente, cedió del todo, se hizo un ocho en algún punto exacto de la tierra al que le atornillaron un pozo de bomba. El barrio le debe 15 varas de profundidad a la mulata, le debe el alivio.
A los 25, Alberto Jiménez parecía una espiga, un trazo negro. Las hormonas empezaban a esculpir, desde dentro, una forma de mujer. Las tardes en que hervía la Isla nos movíamos al río. Entonces Albertico nos recordaba, con todo su cuerpo, por qué le llamaban Beyoncé. Iba, ladera abajo, como si por guardarraya hubiese una alfombra roja, como si por heces o seborucos hallara escalones art decó. Ya en la orilla se abría la bata y mostraba sus bikinis malvas. La pregunta unánime: cuál era la mecánica del truco. Albertico estaba en su elemento, y allí regía.
Hace un año que conoció a Yasmany Arredondo, carretonerro de Santa Clara devenido chofer de bicitaxis. Por alguna extraña cábala el muchacho fue a dar al Mejunje, a su Fiesta del Agua. Ese agosto, Ramón Silverio instaló un sistema de mangueras dentro del sitio. No hay mar en Santa Clara, pero sí la suficiente fabulación para armarnos uno. La gente enloqueció bajo la fina salivada que escupía el plástico. Yasmany conoció a Beyoncé en medio de la multitud.
No habría boda de ninguna forma, ni aunque fuese el matrimonio gay una realidad legal. La gente en el campo es jíbara con lo que huela a compromiso y papeles. La gente en el campo se “ajunta”, no se casa. Compraron su casita en el Rastro, una zona en la periferia de Camajuaní (que es ya la periferia de cualquier geografía). El acueducto no llega hasta allí pero la Empresa manda pipas. Yasmany carga los cubos y Beyoncé se ocupa de las usanzas domésticas. Como buena mujer machista y agreste no le permite, a su hombre, hacer nada en la casa. Ella lo mima, él la deja.
A veces la pipa viene a deshora y es tarea de las mujeres llenar los tanques. Entre los brazos famélicos que frenan la marcha para reposar del peso, puede verse una silueta andrógina erguirse, triunfadora, con una cubeta en cada mano.