Cada vez que llueve en el patio de mi casa, miro por las persianas y observo el río de agua enfangada que se cuela entre las raíces de los árboles de mango, los plátanos, unos cafetos de sol altos –y algo idiotas– que sembramos hace poco. El agua se estanca en nuestro organopónico y ahoga el ajo puerro, la espinaca y el culantro y salgo a destupir la zanja para salvar las especias y mitigar la erosión.
Lo hago con entusiasmo, la lluvia solo puede ser una buena noticia. Si se te ahoga un primo, si una anciana resbala y se parte la cadera, es solo el tributo que necesitaba el agua. Pero no le pasará nada a tu primo, ya no llueve lo suficiente. ¿Desde cuándo las puertas de madera no se hinchan hasta quedar a mitad de recorrido? ¿Desde cuándo las camisas del closet no se llenan de moho?
Llueve y es como si yo supiera algo fáctico y entrañable que millones de personas suelen saltarse: que sin lluvia no hay nada. Que todo pierde la dignidad, las vacas vagan sonámbulas, ulcerosas y agusanadas, lanzando lamentos al aire. Los perros se devoran unos a los otros. Los hijos no piensan en el futuro sino en justificar, con locuacidad y autocompasión, sus derrotas.
Me pongo las botas y agarro por la zanja que mi hermano menor –que ya no vive en Cuba– y yo hicimos hace unos quince años, para que el agua no se llevara la capa vegetal, que es donde se siembra. Me cuelo entre los plátanos, entre las enredaderas. Pasan mangos flotando, sapos y ratones muertos, almohadillas sanitarias y condones que algunos vecinos carretera arriba han arrojado.
Agarro un gajo y comienzo a jalar. La seca une las hojas de plátano muertas, las pone a fornicar y conspirar. Se parte el gajo, un tronco de plátano caído me tiende una zancadilla y voy a parar al fango. Me incorporo, meto los brazos y entre condones, ratones muertos, comienzo a sacar mierda, órganos y vísceras. Hace calor, hay mosquitos.
El agua es abundancia y podredumbre, vida y muerte. Y auras patrullando el cielo. Durante mi infancia te las encontrabas en cualquier recodo, vigilando en los largos y horizontales gajos de algarrobo donde se ahorcan tipos. Eran las funcionarias de un ministerio siniestro al que uno termina por agarrarle cariño. Quien iba a imaginar que venían solo con el agua, con la abundancia.
Un día me bañaba en el aguacero, entre los plátanos del patio, y de pronto escuché la risa de una mujer joven. Me agaché, y me dispuse a esperarla. Nunca pasó, y me dejó con el pene erecto.
En la sequía también hay muerte y hay vida, hay cópula y crimen, pero desnaturalizado, azaroso. La naturaleza no es azarosa, nos enseñó que si siembras una semilla, o un hijo de plátano, este crecerá. Con la sequía te pegas un tiro y no mueres, escupes para arriba sin consecuencias.
Sigo jalando ramas, hasta que deshago el tranque. Todavía es muy poca el agua que cae, necesitamos más, y con estabilidad. Sin agua, sin líquido, no hay progreso. No importa que lleguen de nuevo las auras y huela a ratón podrido por doquier, ya veremos cómo se perfuma.
La actual configuración de mi patio, el organopónico cercado y el platanal, data de 1993. Antes ese sector era puro bosque y ratón. Cuando no hubo qué cocinar a partir del día 10 –mi hermano y yo comíamos por cuatro– a mi mamá le dio por sembrar y la odiamos por eso. Durante un fin de semana talamos los árboles de uvita –cuyos frutos usábamos como gel de pelo–, desenterramos hasta donde fue posible las raíces de marabú, desyerbamos y finalmente aramos con un tenedor. Acto seguido llovió, porque solía llover. Y mi mamá nos preparó una limonada a cada uno. No teníamos idea de que estábamos en racha.
En la ciudad mis compañeros de secundaria hacían cualquier cosa menos procurarse alimentos. Me pregunto qué dieta practicaron. ¿Las familias se tomaban las manos y, abriendo la boca como ballenas, receptaban plancton del aire durante un par de horas? ¿Conocieron la mitad de lo que yo sé ahora sobre el agua y las lluvias?
Los desbordes de la presa Chalons que vi en esas fechas fueron los últimos en veinte años. Asimismo, los aguaceros comenzaron a ser asistidos por violentas tormentas eléctricas. Mi hija no pediría nunca bañarse en una. Hace un par de años intentamos sembrar maíz como en aquellos buenos tiempos, pero sin lluvia las hojas se le llenaron de agujeros; las pocas plantas que gozaron dieron mazorcas viejas y purulentas.
De regreso de destupir zanjas, suelo volverme antes de entrar a la casa a observar los plátanos, que el agua robustecerá. Sé que aquella risa de mujer que oí de adolescente pudo provocarse en el roce de sus largas hojas verdes, suelen sacar sonidos inimaginables. Aun así evoco la imagen de aquella mujer trigueña y desnuda. Quieta y dispuesta, observándome bajo la lluvia.