Todo el mundo advirtió a mi madre: “Se rajará cuando le falte el agua”. Yo reuní en balde varios cubos, algunos galones, incontables pomos para contradecir el mal augurio de la vecindad. En la beca ningún recipiente valió verdaderamente la pena: se quedaron vacíos después de tres días.
La Ciudad Escolar Ernesto “Che” Guevara, la Vocacional, estaba en el borde de Santa Clara, otra ciudad amenazada por su inestable abasto de agua. En medio de piscinas sedientas, entre la mole de edificios Girón manchados por el churre, la sequía se enfrentaba a La Milagrosa, única fuente de agua bautizada por el ingenio a toda prueba de los estudiantes.
En los días dichosos, después de clase, toda la escuela se reunía desesperadamente alrededor de La Milagrosa. El agua que antaño brotaba de la llave (o grifo o pluma), ahora salía de una bifurcación malograda en la tubería horizontal. La Milagrosa realmente no era más que un agujero abierto ad perpetuam, saliera o no saliera agua.
A esa hora, como tenía que ser, una red enmarañada de amistad y coincidencia geográfica comenzó a determinar las prioridades en la cola del agua. El primero de Santo Domingo marcaba a todo Santo Domingo, el primero de Sagua la Grande apuntaba a toda la antigua jurisdicción de Sagua la Grande. La dicha de unos fue siempre la desgracia de otros.
Lo peor nunca había sido que La Milagrosa estuviera a ras de tierra, ni que los cubos o los pomos no pudieran colocarse naturalmente debajo del hilo de agua. Peor que todo: el agua se fugaba en alguna parte antes de llegar.
Con el dedo propio había que obstruir a medias la boca del tubo: la maniobra aumentaba la presión del agua y permitía dirigir el líquido a vasijas menores. Y con calma un dedo relevaba al otro en la faena. Y un cubo sucedía al otro. Y un alma dichosa se retiraba a la promiscuidad de los baños públicos sin agua.
Alrededor, en la cola incesante, esperaba una multitud con el mismo interés con que los creyentes esperan el nacimiento público de un mesías. O con la misma desesperación.
Pero a veces no se hizo el milagro. No llegó el agua a La Milagrosa, ni a La Guerrillera, otro “manantial” distante y mal reputado por la violencia que despertaba la sequía.
Por primera vez (aunque me disgustara) tuve que aceptar bañarme con medio cubo de agua, convivir en un cubículo hacinado sin mucha limpieza, y concurrir a inodoros que nadie podía descargar. No servía pensar en el agua corriente de casa, a la distancia del pase siguiente: otra posibilidad mejor solo agudizaba la sensación de escasez.
En la peor crisis –Milagrosa seca, Guerrillera seca– las autoridades de la Ciudad Escolar mandaron a construir varios tanques de fibrocemento que pipas inusuales eventualmente proveían. Pero las llaves tímidas colmaron la paciencia humana. Y un buen día los estudiantes rompieron “la boca” de los tanques. Metieron los cubos y se escurrieron ellos mismos, como quien alcanza en apoteosis la felicidad negada por mucho tiempo. Ninguna autoridad vino a condenar la indisciplina, ni ese día ni nunca.
Desde aquella vez el agua dudosamente potable me pareció contaminada sin remedio. Yo tenía demasiados escrúpulos, pero mi amigo Alejandro, colmado por la crisis, hastiado de seguir a diario el camino de Sísifo, seguía lavándose con aquella agua, seguía tomando (¡Oh, Dios!) aquella agua.
—Está demasiado sucia –le advertí para que se detuviera–. En esos tanques vi ayer hasta cabos de cigarros…
—Ah, ¿sí? ¿Y qué vas a tomar tú? ¿Con qué te vas a bañar?
A duras penas no me rajé. Pese a La Milagrosa, ninguna otra sequía me ha vuelto a parecer tan intensa.