El sol ha pintado de cobre las pieles de Ramón y la ciudad de Holguín. Los verdes –los ojos, alguna terca arboleda– son una tilde, acaso un destello en el cuerpo encorvado, hirviente, que ruega/anuncia el agua.
Ramón es aguatero, no aguador, como en el resto del mundo, que no es lo mismo y es igual. Empezó en 1997, tendría veintitantos, pero el oficio lo trasciende. Se inscribe en una tradición centenaria, como centenaria es la creencia de los locales: las aguas están enfermas, malditas. Sin embargo, la gente va a los puntos estatales de abastecimiento y opera otra mentalidad:
—Las que llegan ahí son sagradas, no hay cultura de tratarlas en casa –dice Tony Herrada, nacido en el centro de la urbe, entre las más pobladas del país.
La gente confía. También confiaba en los frailes decimonónicos, que buscaban manantiales alejados de la villa. Ahora Ramón es el fraile sin sotana que paga impuestos, que tiene cifras de venta reguladas y al que el Estado decidió llamar servidor de agua a domicilio, así, tan burocrático.
Cuando Ramón empezaba el negocio, 21 Kamaz hacían competencia a los aguateros. Curiosamente, eran conocidos como los carros del fraile. Ahora la flotilla es evocación, y con su final comenzó la multiplicación de los aguateros. La gente espera amontonada por los pocos camiones abastecedores que aún ofrecen el servicio. Buscan la sombra, desde las mañanas.
La intensa sequía sigue adelante en el marcador y el peor perdedor de la provincia, con 28 micropresas agrícolas deprimidas y casi 4.000 hectáreas sin riego, está siendo el municipio capital. El director de Acueducto y Alcantarillado en la urbe, Francisco Carrillo, reconoció recientemente en la televisora local que de cada 100 litros potabilizados, 60 se los tragan las pésimas condiciones de las redes hidráulicas.
—Mi familia va a comprar a los puntos estatales cada dos o tres días, pero es una molestia –comenta Tony en el portal de su casa–, y además un riesgo, porque a veces los abastecedores no llegan.
Empujones y recordatorios ponen orden en la cola cuando asoma alguno de los demorados camiones. Cubos, pomos y tanquetas se llenan con premura y un poco de agua se derrama. En la acera de los puntos, a diferencia de otras aceras de Holguín, crecen hierbajos con el ímpetu del roble.
Ramón suena un cencerro anunciando llegó el agua. Tony y yo nos pegamos a un barandal. Saluda con provinciana cortesía, pero no se acerca sino cuando llamamos. Conoce uno a uno a sus clientes.
—Y ahora, con la sequía, ¿da negocio su negocio?
—En el área donde trabajo, que es el centro, tenía dos puntos estatales para comprar. Digo “tenía” porque nos prohibieron abastecernos del de la calle Miró y solo queda el del Mercado Garayalde –explica Ramón y se seca el sudor que le llueve la frente.
Ahí sale el litro a 25 centavos.
—Lo que pasa es que al Mercado Garayalde los camiones están llegando como a las cuatro, y a esa hora ya yo terminé de trabajar. –Se ajusta el short y mueve la carretilla pesadamente–. Entonces tengo que morir con los particulares, que me venden lo mismo que el Estado a peso o a uno cincuenta.
Menos ganancias, los centavos aprietan, y los pequeños puntos arrendados también. Ramón vende el litro a tres pesos en sus largas caminatas, que van de las siete de la mañana a las tres de la tarde. Día a día recorre toda su área de influencia, y visita entre 150 y 200 casas.
—Compran poco, lo que consuman en 48 horas más o menos; por eso hay que caminar bastante.
Al fin de la faena el cacharro dormita en un garaje del centro y Ramón regresa al reparto 26 de Julio: 30 minutos en ómnibus. Mañana habrá un sol nuevo, y la ciudad nacerá con una sed de siglos.