El Viradero es un barrio hecho a mano. No hay proyecto de urbanización, sino que cada quien vino e hizo una casa.
La vega de tabaco, el sembradío de boniato y la laguna son adornos que, por más de tres décadas, han ido colonizando capa a capa el paisaje.
Un camino de tierra, tras doscientos metros de polvo, lo hace intrincado e invisible desde la carretera que une a la ciudad de Pinar del Río con el puerto de la Coloma.
En casa de Mirelys Febles, residente del lugar hace 24 años, espero a Guillermo Bacallao, el delegado de la Asamblea Municipal del Poder Popular de esa circunscripción, quien me contó la historia sobre el acueducto particular. Mirelys abre la llave de la cocina y muestra el alivio, como llama al servicio de agua corriente.
—¿Es del pozo o de las tuberías nuevas? –pregunto, mientras me da el vaso.
—Antes era de los pozos. Los vecinos cuando ponían los motores nos permitían llenar cubos, tanques y pomos, para guardar por un tiempo; pero ahora sí viene de la calle.
Bacallao, su esposo, explica que el líquido comenzó a desaparecer cuando el cloro erosionó las tuberías de metal y redujo la capacidad de la conductora vieja, lo cual fue creando conflictos entre los vecinos, que se acusaban hasta de robarse el agua.
Pero en octubre o noviembre de 2014 decidieron gestionar su propio abastecimiento. Determinaron la cantidad de manguera para sustituir la red, unos 650 metros, que luego se dividieron entre el número de casas de la comunidad. Se engancharían 22 en una primera etapa y 38 en la segunda.
A cada familia le correspondió un aporte de 165 pesos y cubrir luego el costo de las conexiones hasta el interior.
Todos los cálculos fueron obra de Raúl González: la línea central de pulgada y media, cuatro ramales de a pulgada y conexiones en las viviendas de media pulgada.
—La gente decía: “A mí no me va a llegar”, y le explicaba mil veces, pero son así. “Caballero, que eso es manguera, no una tubería, que el agua va a más velocidad, que los tubos tienen bembos en los empates, que el agua tropieza y aquí no…”.
Raúl ha sido chofer, mecánico, barbero, electricista, incluso albañil. Ingeniería hidráulica jamás estudió.
—Después que se acababan las reuniones, aburrido de explicar, venían a verme dos o tres para que de nuevo los convenciera. Me ofendían: “Ustedes los de abajo quieren coger el agua y los de arriba que se embarquen”.
Ahí fue cuando tuvo que utilizar el modelo de la jeringuilla.
—A una jeringuilla llena ponle aguja, aprieta, ¿hasta dónde llega el chorro? Quítale la aguja, aprieta de nuevo, sigue saliendo agua bastante, ¿no? Al final, córtala por la mitad y hazle chuifz. ¿Qué pasa? Se vomita, se desparrama, no sube a ningún lado. Ah, porque según tú reduces, cuando hay presión, como tiene menos carga, el agua va a más altura. Y les explicaba eso, pero había gente que nada de nada. Hasta que se puso, no lo creyeron… Y hubo quien se peleó conmigo. Cuando abrieron la llave, chácata, y vieron el agua, fue que nos reconciliamos.
Cuando la gente de El Viradero decidió construir su propio acueducto, sin contar con ninguna entidad estatal cubana, no solo alcanzó el alivio del agua, sino que también rompió con el modelo de esperar porque alguien fuera a llevarle soluciones.
—Los vecinos decidieron tomar el problema del agua en sus manos –dice Guillermo–. Era una inversión de todos. Lógico, hay que verse sin agua también, y aquí no había ni una gota.