Los días en que el agua no subía hasta el tercer piso del dormitorio de muchachas en la Lenin, único preuniversitario de ciencias exactas en La Habana, yo era feliz. Había quien odiaba cuando el agua no llegaba hasta el segundo, o, a veces, ni siquiera hasta el primer piso. Había quien lamentaba no haber matriculado aquel técnico medio de contabilidad que te permitía ducharte en casa cada noche. Había quien bajaba con un cubo plástico hasta el tanque de agua sucísima que estaba situado debajo de uno de los bloques de edificios. Un tanque herrumbroso que dejaba caer un poco de agua encima de unas lozas superpuestas que te protegían del fango. Había quien escapaba de la cola frente al tanque herrumbroso y se largaba, con toalla y jabón, hasta la cisterna del organopónico escolar, para angustia de las pocas habichuelas, tomates y pepinos que se regaban con esa misma agua. Había quien vigilaba el cubo descuidado por otro para trasvasar su contenido, lo cual ocasionaba no pocas riñas ante la ineptitud de algunos para robar discretamente el agua de otros. Había quien metía toda la cabeza dentro del cubo para lavarse el pelo, escurría el agua sobre su cuerpo, embadurnaba pelo y cuerpo de champú y jabón, y luego se enjuagaba. Método desesperado que se utilizaba sobre todo los miércoles, día de recreación en la Lenin. Había quien lamentaba que no programaran más visitas de primer nivel –venezolanos, ministros, presidentes de otros países– para que hubiera festín de agua. Los días de visitas de primer nivel las pilas llovían. Había quien pasaba de la cisterna del organopónico, del tanque de agua herrumbroso, del método de ahorro máximo y, sencillamente, no se bañaba. Había quien hacía la vista gorda y dejaba a los estudiantes retrasarse para ver el programa televisivo Mesa Redonda –tarea obligatoria tres veces a la semana– y había quien usaba la crisis del agua para ausentarse a la Mesa Redonda. Había quien trapeaba el pasillo central con la colcha húmeda, sin tener un sitio donde exprimir y enjuagar. El pasillo, luego, lucía como el organopónico de las pocas habichuelas, tomates y pepinos. Había quien veía su cubo plástico rajarse y derramar toda el agua mientras subía las escaleras hasta el tercer piso. Esos se quedaban sin cubo y sin agua hasta la próxima semana. Había quien escribía un reporte de la situación para Novatos, el periódico de la escuela. Había quien alardeaba, explicaba que llamaría a sus padres, que conocían al director de aquel centro, que conocía al ministro tal, que solucionaría el problema de una vez y por todas. Había quien recordaba que diez años antes daba gusto ver cómo el agua salía por las duchas y los lavamanos brillaban de limpios, y reconocía que todo era distinto ahora. Había quien decía que después de ese fin de semana no volvería jamás a la Lenin, y no había nunca quien cumpliera esa promesa, al menos no por el agua. Los días en que el agua no subía hasta el tercer piso del dormitorio de muchachas en la Lenin, único preuniversitario de ciencias exactas en La Habana, yo era feliz. Esos días, él hacía la cola en el tanque herrumbroso, llevaba el cubo hasta aquel tercer piso seco y me besaba en mi dormitorio. Solo los días en que escaseaba el agua, entrar al dormitorio de las muchachas no estaba prohibido.