Que nosotros hagamos periodismo en un medio no estatal, sin credenciales ni personalidad jurídica, no es un problema. Que existan otros medios, creados sin el permiso del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, con otros valores, paradigmas, éticas, estructuras, lenguajes, estéticas, perfiles, no es un problema. El problema es que alguien piense que esos son los auténticos problemas del periodismo cubano.
Nuestra prensa, si de veras pretende transformarse, necesita mirarse a sí misma. Sus supuestos problemas, antes que problemas, son contradicciones. Cuando el periodismo se subordina a los poderes político o económico deja de ser periodismo. Pierde su razón de ser como servicio público. Se convierte en un instrumento de los grupos hegemónicos para legitimarse y garantizar su continuidad. No es posible servir, al mismo tiempo, a los intereses de la sociedad y a los intereses del Partido que gobierna el Estado, porque los intereses de ambas partes no siempre se corresponden. Al contrario, suelen entrar en conflicto.
Ese ente incestuoso que conforman el Estado, el Gobierno y el Partido en Cuba, no es un ente inmaculado. No es un apóstol. No es un dios. Quienes ejercen el poder son personas tan imperfectas como todas las del planeta; por tanto, ser incondicional al Estado, o al Partido que rige el Estado, significaría ser incondicional a personas que pueden cometer equivocaciones y corromperse. Casos de corrupción política administrativa no han faltado en nuestra historia. Y eso no significa que los dirigentes deban ser considerados, a priori, rufianes. Muchos son honrados, pero ninguno puede estar a salvo de equivocarse.
Debemos aceptar que el Partido no puede erigirse como el representante absoluto de la voluntad del pueblo, de esa Cuba sumamente diversa que somos dentro y fuera de las fronteras geográficas que limitan la Isla. Debemos aceptar, si somos consecuentes, el derecho de los ciudadanos a cuestionar, disentir y oponerse tanto a sus razones, como a las decisiones que toma sobre los destinos de la nación; aunque el ejercicio de ese derecho no quede apropiadamente garantizado por las leyes. De lo contrario, declaremos una nueva religión.
El surgimiento de proyectos independientes, sean periodísticos, artísticos, políticos, educativos o de otra naturaleza, no suponen en sí una negación del Estado sino de su absolutismo. Ponen en evidencia los límites de las organizaciones sociales, políticas y mediáticas convencionales para satisfacer las necesidades participativas y expresivas de la sociedad cubana. No es ningún secreto que los actores del cambio social legitimados por el Partido son insuficientes. La sociedad siempre será mucho más diversa que todos esos esquemas, porque cambia constantemente. El Estado puede continuar empecinado en domesticar la imaginación popular, pero cada persona que se rebela contra esa domesticación, que propone y crea soluciones a las problemáticas del contexto obedeciendo ante todo a su conciencia, habla del fracaso de ese empecinamiento.
Antes que interpretar como amenazas las iniciativas ciudadanas que surgen fuera de la institucionalidad estatal, fuera del perímetro autorizado por el Partido para la participación, deberíamos interpretarlas como síntomas de una sociedad que se emancipa, constituida por gente que piensa, siente y crea libremente. Negar su derecho a existir equivale a negar el carácter emancipador del proyecto social que asegura defender el Gobierno de Cuba. Esas iniciativas solo podrían suponer una amenaza para la hegemonía del Partido. Nunca para el país, menos para sus utopías. Si el Partido abogara por una sociedad socialista, democrática, justa y martiana, entendería las expresiones de desobediencia civil a su autoridad como un logro político, jamás como un problema.
Quienes elegimos caminos alternativos al Estado, también somos resultados de la historia de Cuba, de la educación que recibimos en las escuelas cubanas, de nuestros barrios y provincias, de nuestras familias, de nuestras experiencias de vida. Fue en este país y no en otro donde aprendimos a pensar libremente, a defender nuestras ideas, a asumir las consecuencias de nuestros actos. Lo que sí no aprendimos fue a ir en contra de lo que somos para obedecer al poder. Porque la obediencia ciega no es lealtad. Quien no sea leal a sus principios, no será leal a nada ni a nadie. Si nosotros somos errores, entonces todo el discurso de la Revolución Cubana es un engaño.
Ciertamente, ya llevamos demasiado tiempo diciendo y escuchando lo mismo. Las discusiones de la Unión de Periodistas de Cuba de los años ochenta no distan de las de 2016. Si se revisan las inconformidades de aquella época, parece como si hubieran sido enunciadas ayer. Pudiera pensarse que las osadías de las últimas generaciones de periodistas aportan nuevos temas a las discusiones. Ahora discutimos si es correcto o incorrecto que los periodistas empleados por medios estatales colaboren con medios extranjeros o independientes, que los recién graduados no concluyan su servicio social –o ni siquiera lo empiecen– y anden trabajando como periodistas freelance, o que fundemos un medio periodístico independiente. Sin embargo, estos temas de moda no pasan de ser nuevas expresiones de viejas contradicciones.
Lo que sí ha cambiado, además de los tiempos, las generaciones y las tecnologías, son los niveles de tolerancia a esas contradicciones. Y la intolerancia no está siendo apenas contestataria. Está siendo creativa. Si reducimos los análisis al salario, si seguimos creyendo que un periodista colabora con un medio extranjero o independiente únicamente por dinero, perderemos de vista las esencias. Con subir los salarios en los medios estatales no bastaría para superar la crisis que enfrenta el periodismo cubano. Ningún periodista con un mínimo de dignidad aspira solo con su trabajo a obtener una remuneración económica. Aspira a cumplir con su responsabilidad ante la sociedad y, en esa medida, a realizarse profesional y espiritualmente. Cobra, por supuesto, como mismo se toma vacaciones. Esos son derechos laborales. Pero cumple con su deber, en ocasiones, hasta sin cobrar. Y nunca trafica con su nombre. Tiene claro que la credibilidad proviene, primordialmente, de la independencia. Ese es el mayor desafío del periodismo cubano hoy: recuperar la credibilidad.
Hay periodistas que creen que es posible enfrentar ese desafío “desde dentro”, manteniendo el matrimonio entre prensa y Partido. Nosotros no. Entre prensa y Partido no existe, ni puede existir, una relación basada en igualdad de condiciones. El Partido espera de la prensa sumisión. Si la prensa ejerce algún tipo de crítica, es porque el Partido se lo exige, porque así disimulan sus desigualdades. Pero critica las indisciplinas sociales, los baches en las avenidas, las ineficiencias de dirigentes locales. Nunca a los Consejos de Estado y de Ministros, ni a su Comité Central, ni a los Generales, ni a los máximos dirigentes. ¿Cuántos de los casos de corrupción política y administrativa de los últimos años salieron a la luz por investigaciones periodísticas de los medios estatales? Nosotros respetamos a quienes todavía apuestan a ese matrimonio, pero creemos que para recuperar la credibilidad del periodismo ante la sociedad es indispensable recuperar su independencia. No se trata de enemistar, sino de independizar. Un Gobierno que defiende valores independentistas no debe considerar enemigos a quienes deciden ser independientes. Al propio pueblo al que, supuestamente, se debe.
Las contradicciones de nuestro periodismo son, al final, las contradicciones del sistema social cubano. Somos resultado de un proceso revolucionario independentista de más de siglo y medio, y sin embargo, atacamos las iniciativas que intentan revolucionar la realidad de manera independiente. Como si el derecho y el deber de revolucionar la realidad concernieran exclusivamente al poder instituido. No es solo la prensa la que necesita recuperar su credibilidad en Cuba. Todas nuestras instituciones necesitan recuperar su credibilidad. Pero eso no lo lograrán el Partido, el Gobierno y el Estado en la soledad de su poder, o contando nada más que con quienes les obedecen, que es otro tipo de soledad. Si aspiramos a una nación más justa, no basta con una apertura económica. La apertura debe ser social, política, cultural, informativa, mediática. Y no podemos esperar que caiga del cielo. La sociedad cubana debe continuar ganando, poco a poco, su independencia. El Partido, por su parte, necesita ganar humildad: entender que nada vivo es inmortal. Nada vivo.