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La Cuba que soñamos

(Foto: Ismario Rodríguez)

(Foto: Ismario Rodríguez)

En los últimos meses, desde el Gobierno, se nos convoca a discutir la Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista. Para ser exactos, se nos convoca a discutir el país que soñamos. Y más de medio millón de ciudadanos hemos respondido a esta convocatoria. Sin embargo, hasta la fecha, no existe un mecanismo efectivo para que todos conozcamos los criterios, sueños y temores de otros ciudadanos. La democracia, en este proceso, no radica en el debate sino en el alcance real de ese debate. Hablar no es democrático per se. Hay una diferencia entre gritar en el fondo de una cueva y gritar en el medio de una plaza. La democracia empieza cuando ese grito es escuchado y tomado en cuenta por el resto de la sociedad, no cuando es lanzado al aire. En la cueva, lógicamente, no puede haber democracia.

El debate que inició el pasado junio solo podría ser democrático y eficaz si ocurriera con transparencia. El acceso a las más de 95 mil propuestas realizadas por el pueblo debería ser público, independientemente de si estas propuestas son consideradas o no para integrar el documento final. Esas más de 95 mil propuestas no son propiedad de la dirigencia del Partido, sino patrimonio de la sociedad. Se nos pide que confiemos en un sistema centralizado y opaco que convierte planteamientos en actas, que a su vez se convierten en un número de propuestas, adiciones, cambios, sustracciones, que luego se anuncian en un discurso por el 26 de julio. Pero cuando es el sueño del país lo que está en juego, confiar a ciegas, más que ingenuo, es irresponsable. Cada uno de los habitantes de esta Isla debería actuar como vigilante del poder, asegurarse de que este lo representa correctamente.

El futuro de Cuba necesita erigirse como resultado de un consenso social establecido desde la ciudadanía y no solo desde el Partido. Debe fundarse desde abajo, no en maquinaciones de la dirigencia del Partido. Consenso social no significa sumar arbitrariamente algunos pensamientos similares, que no cuestionan ni desafían el statu quo, sino incluir las voces de hombres y mujeres; blancos, negros, mestizos; obreros y profesionales; trabajadores estatales y cuentapropistas; habitantes de las ciudades y los campos. Significa, también, incluir las voces de quienes discrepan pacífica y honestamente con el orden político establecido. Legar una postal de falsa unanimidad a futuras generaciones sería, ante todo, egoísta.

Cuba no se agota en su territorio geográfico. En los últimos años y, específicamente, después de la reforma migratoria, las cifras de emigrantes han aumentado de manera alarmante. La migración es, siempre, un termómetro de la salud de una sociedad, de su capacidad para responder a necesidades económicas, políticas, materiales y espirituales. En esa Cuba-territorio que soñamos, ningún recurso puede ser más sagrado que sus hombres y mujeres. Un país que no es capaz de producir más del 20 por ciento de los alimentos que necesita, enfrenta una crisis del modelo productivo. Pero un país que es indiferente a la emigración masiva de sus hombres y mujeres padece una crisis de arrogancia. La emigración no puede ser pérdida irreversible. Es deber del Estado impulsar políticas públicas que estimulen el regreso. Esa intención debe encontrarse en las bases conceptuales de cualquier modelo socio-político que se apruebe. Cuba necesita el alma de cada uno de sus hijos, donde quiera que estén, y no solo el dinero que aportan sus bolsillos.

El Gobierno ha pasado décadas intentando argumentar que algunos derechos son más humanos que otros, o que disponer de algunos disculpa carecer de otros. Varias generaciones de cubanos hemos sido privilegiados con educación y salud públicas y universales. Y precisamente porque entre todos hemos alcanzado y sostenido esos derechos absolutamente necesarios, podemos afirmar que otros como la libertad de prensa, de asociación y de expresión son igualmente importantes. La palabra, como vehículo primero de expresión, debe ser alivio y no tormento. Esa palabra debe servir para evaluar constantemente la gestión pública, sin temores a posibles represalias.

Seamos realistas, por una razón meramente biológica, la denominada “generación histórica” no perdurará mucho más en el ejercicio del poder. Los procesos de legitimación de los futuros líderes políticos deberán basarse en su capacidad para representar los intereses de una sociedad plural; no en la gratitud histórica. No son tiempos de mesías, son tiempos de representantes.

Los intentos de construcción del socialismo, hasta ahora, han resultado nefastos en materia de democracia. Eso no podemos obviarlo. Pero el problema no ha estado en el paradigma, sino en los mecanismos implementados para alcanzarlo. El problema ha estado, sobre todo, en nosotros mismos. La Colonia, todavía, ha continuado viviendo en la República. En otras palabras: continuamos reproduciendo una cultura del poder basada en relaciones de dominación. No obstante, a pesar de las dudas que arrojan esos intentos del pasado siglo sobre las posibilidades de construir un sistema socialista democrático, creemos que es posible.

Periodismo de Barrio, desde sus inicios, concibe el socialismo en los siguientes términos: socialización del poder; socialización de la producción material y simbólica de una sociedad; socialización de la construcción de verdades; socialización de información, conocimientos y saberes; descolonización cultural y superación de las relaciones capitalistas y patriarcales de dominación. Claro, dicho sueño deberá ser elección ciudadana constante y no irreversibilidad impuesta.

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