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Indaya

“Yo llegué aquí porque en 1993 comencé a soñar. Me veía en un río con dos niños y el río se metía y no me llevaba. Tanto soñé que le dije a mi madre que yo viviría en un lugar que no era una ciudad ni un campo, pero en el cual había un río”. Esto dice Eugenia Martínez, a quien la idea de vivir cerca de un río le parecía absurda porque les tiene pánico. 

“No se me olvida que en 1978, cuando el huracán Frederick pasó, yo cumplía mi servicio social como logopeda en una escuelita rural que estaba después de cinco pasos de ríos en Ramón de las Yaguas, y cuando crecieron y vi la fuerza de esa masa de agua que casi acaba conmigo nunca más regresé”. Seis años después la profecía no se  cumplía en Santiago de Cuba. Entonces, se fue para La Habana.

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Es temprano y una patrulla de la policía está apostada en el puente de la calle 85. Si no fuera fin de semana, a esa hora Indaya aún tendría sueño, pero es sábado y los ojos de dos agentes uniformados junto a uno de civil escanean minuciosamente cada rostro nuevo en el barrio. Después de un tiempo en constante alerta la mirada se entrena, no solo la de ellos sino la de todos los que viven en Indaya. Aprenden a mirar profundo, sin pudor, para sacarte el miedo si lo traes escondido y que te delate. Si no lo logran, buscan detalles, rasgos definitorios. En este lugar los detalles son importantes. Un desconocido significa un potencial cliente, una oportunidad o un problema, y eso lo saben la policía y toda la población flotante de Indaya. “Caras vemos pero intenciones no”, dicen.

Nadie llega a Indaya porque sí, porque se perdió o porque le sirve de atajo hacia otro lugar. Allí se va con un propósito, y si a mitad de camino ese propósito no parece lo suficientemente fuerte será mejor volver sobre los pasos tras arrepentirse de haber bajado por el sur del puente de La Lisa, de haber doblado hacia la izquierda del basurero que está detrás de la escuela secundaria Argelia Libre, de dar la espalda al mundo de asfalto y concreto para envolverse en uno de tierra, polvo y humedad, de haber pasado junto a la torre de alta tensión. Indaya es un apéndice de una sola calle y complejos puntos cardinales.

Los de Indaya no son de recibir cartas, ni telegramas ni paquetes de DHL, pero si alguien quisiera hacer un envío postal tendría que poner como destino: 85 sin número, Indaya, Los Pocitos, Marianao, La Habana, Cuba; que es la única dirección legal del caserío y es la que utilizan todos los que viven en el palmo de tierra comprendido entre una mata de almendras y el río Quibú. Este es un barrio insalubre e ilegal en todos los aspectos y quienes lo habitan son también ilegales.

Se estima que en Indaya viven entre 150 y 200 personas. De ese número, es posible que la mitad sean niños. Los censos hechos en esa comunidad se han perdido varias veces. Los niños del caserío desandan en docenas. De cada habitación salen dos y hasta tres pequeños. Suben y bajan descalzos las escaleras carcomidas del puente en busca de paletas de fresa y durofríos de chocolate, lo mismo el fin de semana que cualquier otro día. Desde edades tempranas bañarse y pescar en el Quibú es parte de la recreación. También lo es refrescarse bajo la pila colectiva del agua. Muchos de esos niños han nacido en Indaya, en La Habana, pero ninguno es reconocido como habanero.

Luis Medis Pol (Foto: Ismario Rodríguez)

Luis Medis Pol (Foto: Ismario Rodríguez)

Luis Medis Pol es “el primogénito”. Él fue anterior a todo y es, por decirlo de algún modo, el tronco principal de las ramificaciones genealógicas del barrio. A Tura, como le conocen, si alguna vez se escribiera la historia de Indaya, habría que incluirlo como el padre fundador. La gente sabe que él hizo el barrio, por eso le llaman además El Padrino, aunque no es religioso ni da consultas. Si realmente se escribiera la historia, el primer capítulo debería empezar más o menos así:

Un día impreciso de febrero de 1987, Tura llegó con su esposa a Indaya para levantar una casa. Vivía en el patio trasero de un amigo que lo trajo desde Guantánamo para que se abriera camino trabajando en la capital; el amigo residía en La Escalera –otro barrio insalubre de la localidad–. Sin embargo, la convivencia produjo roces entre la madre de este y la esposa de Tura. La dueña de la casa les dio un breve plazo para que se mudaran. La solución de emergencia que les apareció era armarse de cuatro paredes y un techo en el primer espacio que encontraran vacío. “Los Carmelos –familia que vivía en Los Pocitos– me dijeron que en el terreno que estaba después de su cerca podía construir donde yo quisiera”, cuenta Tura y rememora la imagen, que parece estar muy clara en su mente.

Empezó sobre las diez de la mañana a construir y a las dos de la madrugada ya había terminado su casa. La hizo con madera vieja, algunos palos que encontró, pedazos de plywood y todo el material que sirvió para rellenar los huecos de la nueva vivienda que colindaba con la finca de Coco, el delegado de la circunscripción en aquel entonces. 

Cuando Coco se despertó al otro día, intentó persuadir a Tura para que demoliera y hasta le ofreció una casa pequeña cerrada que pertenecía a un señor que estaba preso y nunca iba a regresar. “Él tenía miedo de que se le formara una ciudadela aquí atrás”, explica Tura. “Me decía que el problema es que donde caía un oriental venía toda la familia. La verdad yo no acepté pensando en mi gente, que estaba en Guantánamo y que también podía resolver en este pedazo, pero ahora me arrepiento de no haberme quedado con aquel cuartico, porque no se hubiese formado esto”. Y al esto al que se refiere es Indaya, un organismo complejo y resistente, demasiado ruidoso como para no ser tomado en cuenta.

La tierra salvadora que encontró Tura era puro monte, lleno de hierbas, piedras y cientos de huesos de caballos. Era un matadero ilegal. “Cuando yo me mudé”, dice Tura, “eso se acabó. Le hice hasta un favor a la policía”. Tal vez por un instinto primitivo latente, Tura escogió asentarse cerca del río. Allí encontró un manantial que vertía agua clara y durante muchos, muchísimos años, Tura cocinó, bebió y se bañó con agua del manantial; no solo él sino toda su familia.

Luego pasó lo que Coco temía. En 1988 Papón vino desde Oriente detrás de una de las hermanas de Tura. Estaban enamorados, y todos los días le suplicaba a su cuñado que le dejara hacer una casita en el terreno que Tura había delimitado con una cerca para evitar llamar la atención de otros ojos y otros cuerpos carentes de techo. “Compadre, no puedo dejarte porque a mí el delegado me dijo que ni una casita más”, le decía Tura a Papón. “Si tú haces una me tumban la mía también y me mandan para Oriente y yo tengo una mujer con dos niñas”. Tanto insistió Papón que Tura cedió y la casa fue levantada.

El resto lo hicieron el tiempo, el Periodo Especial y las voces que corrían. Llegaron y pusieron sus casas personas de todas partes, incluso de La Habana, algunos eran prófugos de la justicia, otros venían huyendo de viejas cuentas que podían alcanzarles en cualquier lugar con calle o nombre. Pero todos pedían antes permiso al primogénito. “Caballero, yo no soy el dueño, hagan la casa donde ustedes quieran”, era lo que Tura lograba decir.

Cuando el caserío empezó a crecer, Lázaro, un vecino de Los Pocitos, decidió llamarle Indaya, como la aldea que un grupo de campesinos creó en las tierras arrebatadas a un terrateniente en la tele-aventura cubana Memé, el halcón. Pudo haberse llamado Caraluz, que era el primer nombre que Lázaro había sugerido, pero Indaya sonaba mejor, tenía personalidad. Con ese nombre bautizaron al barrio.

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Erlis fue a la ciudad de Santiago de Cuba en 1999 para reparar el hotel Las Américas. Allí conoció a Eugenia y se enamoraron. Un día le comentó que tenía una prima en Los Pocitos de Marianao y decidieron hacerle una visita. Al llegar a Indaya, Eugenia vio el río. Durante todo el tiempo que estuvo allí ayudando a la prima a repasar para acoger la palabra de Dios y a levantar una iglesia supo que era ese el río de los sueños. En Santiago la relación con su esposo anterior había estado marcada por violencia doméstica y Eugenia, con dos niños pequeños, no vislumbraba un futuro esperanzador. Su vida era dura, ya había pedido ayuda al gobierno para construir una casa pero reconoce que eran tiempos difíciles y lo que pedía era casi imposible. Después de la estancia en la capital, decidió, un año más tarde, regresar definitivamente a Indaya y a La Habana. No llevó casi nada consigo para comenzar la nueva vida. Al niño más pequeño lo dejó con su padre y al mayor lo trajo con la esperanza de que el barrio no lo afectara y no se le volviera un delincuente.

“Yo no estoy aquí por casualidad”, expresa Eugenia. “Este era un plan de Dios para mí. Dice la Biblia que a lo que teme el hombre, lo alcanza. Aquí hubo dos inundaciones terribles. En la segunda ocasión el Quibú se llevó cuatro casas que estaban al lado de la mía. Yo lloré, lloré mucho. Cuando el agua bajó un poco, yo desde el portal veía mi casa inundada con el agua por la mitad; me di cuenta de que estaba cargando en brazos a la bebé que me había nacido y yo solo decía en ese momento: ¡Ay, Dios mío, esto era lo que yo soñaba en el 93! Se cumplió la profecía y yo seguía viviendo en el río”.

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Las viviendas en Indaya parecen rompecabezas incompletos, algunos segmentos no acoplan y hacen que la casa se vea más alta de un lado que de otro. Están hechas de barriles metálicos abiertos a la mitad, que con los años han perdido el color hasta quedarse del mismo tono rojo terroso de la corrosión. Las paredes son de madera reciclada, o paneles de bagazo de caña procesado. Las columnas son de raíles de líneas de tren, de troncos finos o muy gordos, nunca iguales. Tejas de zinc y fibrocemento se usan lo mismo en el techo que como muros en los baños exteriores. Parte del papel de techo que cubre algunas casas ha sido traído y reciclado del Bote de 100. Hay quienes lo usan para cubrir el piso, para hacerlo impermeable, pues cuando el Quibú se desborda el agua oscura empieza a bombear desde el suelo. Se mezcla el agua que baja por la pendiente de la única calle del barrio con la que arrastra el río y la que expulsa una zanja. 

“Cuando Indaya era Indaya, era fango puro. Era un pasadizo entre casitas muy malas, pegaditas todas a la orilla del río”. Cosas como estas son las que dicen aquellos que llevan más tiempo viviendo allí. Indaya es un pueblo bajo. Tiene encima dos puentes oxidados, remendados con parches de hierro más estropeados aún, en los que hay que caminar con pasos de bailarina de pies grandes para no trabarse en algún hueco. El segundo puente, el pequeño y más destartalado, es el favorito del barrio porque vino a resolver un problema. Era tanto el fango cada vez que caían unas gotas que las madres debían ponerse jabas de nailon en los pies, casi hasta las rodillas, y sacar cargados a sus hijos para llevarlos a la escuela. Incluso cuando ya no llovía, el fango seguía, constantemente. 

A los de Indaya no les gusta mucho la lluvia. Porque la tienen fuera y sobre sus casas, se les cuela por los agujeros de formas geométricas que dejan los fragmentos de techo que no encajan. A Misouris Rivera, que llegó a este barrio con nueve años, tampoco le gusta. Ahora tiene 34, aunque los pliegues alrededor de sus ojos grandes le hacen aparentar un poco más. Es alta y muy flaca, como si su cuerpo se hubiera congelado en un acto de inspiración profunda y estuviera casi a punto de exhalar. Usa dos argollas doradas en cada oreja y uñas postizas de un malva venenoso y exageradamente largas. “Cuando llueve es mejor estar afuera. Al lado del refrigerador tengo que poner una cubeta; al lado del televisor, otra; arriba de la cama, una palangana, y eso es cuando llueve normal. Si llueve mucho hay que sacar las cosas de aquí”. En las lluvias de enero de este año no subió tanto el río, solo le llegó al borde de la puerta del refrigerador. 

Margoris es la madre de Misouris y, cuando hay inundaciones, su casa es la primera que se vuelve una piscina. En ocasiones, su familia ha tenido que salir nadando de las crecidas del río en la madrugada, agarrándose de los arquitrabes del techo. A Margoris le molesta y le angustia esta situación. “Yo vine con mis cuatro hijos por la necesidad que tenía en Guantánamo y para buscar el progreso. Uno de mis ocho hermanos vivía en Indaya, me quedé un tiempo en su casa hasta que a los tres meses me independicé y construí un cuarto”. Al principio vivía pegada al río y cerca del puente, pero como desde 1993 era la presidenta del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) “Celia Sánchez Manduley” y el delegado estaba insistiendo para que quienes vivían en las orillas se mudaran hacia la parte más alta del barrio, ella dio el ejemplo y construyó su casa en otro lugar, donde sí se le mete el río de verdad. Cuatro veces la ha visto derrumbarse por completo y ser arrastrada por el Quibú. 

Hace un par de décadas, para poner agua a las primeras casas de Indaya los vecinos se las ingeniaron y le anexaron una manguera pequeña a un salidero que había en una tubería en La Lisa. Cada vez que subía el río se llevaba la manguera y cada vez la reponían. Esa única instalación de agua estuvo abasteciendo a todo el barrio durante unos cuantos años, hasta que algunos vecinos decidieron reunir un poco de dinero, comprar algunas mangueras más y tuberías de PVC para conectarse ilegalmente a las redes hidráulicas de Los Pocitos y La Lisa. 

Esta pila abastece de agua a algunos habitantes de Indaya (Foto: Ismario Rodríguez)

La electricidad llegó como por arte de magia: un día no había y al otro día sí. La compañía eléctrica iba, quitaba las conexiones ilegales y al rato regresaba la electricidad. Cuando esa rutina se convirtió en el juego del gato y el ratón  y alcanzó su clímax, el Poder Popular del municipio trató de razonar con el barrio. Después de exponer razones de ambas partes, el gobierno municipal acordó: “Vamos a quitar la electricidad. Nosotros nos vamos, si ustedes quieren la vuelven a poner”. Eso fue exactamente lo que sucedió. Para hallar algún tipo de compensación, se estableció una cuota fija cada mes para cada vivienda y así ha sido por más de 20 años, pero todavía no existe alumbrado público.

En Indaya viven personas perseverantes que constituyeron en 1993 el CDR “Celia Sánchez Manduley”, el cual resultó destacado por más de siete años consecutivos. En la circunscripción y en todo el municipio tienen el prestigio de ser el comité que anualmente realiza más donaciones de sangre. Encabezan las listas en los trabajos voluntarios en centros de interés social y en labores de higienización. Se les ha quedado la fama rimbombante del dicho “Ven a Indaya para que te vayas”, pero también el sentido de pertenencia hacia un río impredecible y ese pedazo de tierra que “llega hasta la mata de almendras, porque es hasta ahí donde llega”. 

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Eugenia y su esposo Erlis asisten los domingos a oír la palabra de Dios a una iglesia pentecostal. Creen que Él le habla al hombre a través de sueños y premoniciones. “Yo tenía la bebé cuando un día le digo a mi hijo: ‘Oye, ponme el pomo en el refrigerador’. Y él me dice: ‘¡Ay, tú te estás volviendo loca, mamá! Si tú no tienes refrigerador’. Entonces”, dice Eugenia, “me di cuenta de que Dios estaba hablando a través de mí. Ahora ya tengo mi refrigerador”. Desde que llegó a Indaya, ora e intercede para que nadie muera cuando el río crece y para que les lleguen buenas oportunidades a los que viven en el barrio. “A mi esposo, en una ayuna de seis días, Dios le habló y vio los refrigeradores cayendo del cielo, ventiladores y arroceras, todo eso se ha ido cumpliendo”. Ambos trabajan como contratistas de la construcción para el turismo. Siguen viviendo en Indaya, en una casa que han remendado para que resista los caprichos del Quibú, que les queda a un metro de distancia. Son 16 los años que llevan casados viendo el mismo paisaje todos los días en la mañana; un día con más peste el agua, otros más clara y transparente.

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Salvo en la ropa de las mujeres, no hay muchos colores alegres en Indaya. Abundan los tonos ocres y pálidos, hasta el blanco es un blanco turbio como de agua de cal que contrasta con el verde oscuro de la vegetación. Una no se tropieza a los hombres sentados en el contén de la acera, porque no hay acera sino una especie de trillo con baldosas de concreto que divide Indaya a la mitad. “La acera que tenemos fue por culpa de una sospecha de dengue que movilizó a todo el Poder Popular”, explica Marcel, un francés católico que llegó hace 24 años al barrio y se quedó.

Si hay buen ánimo colectivo, se reúnen casi todos los hombres y algunas mujeres bajo la sombra de una mata de mangos y se ponen a jugar. El juego es una rutina esencial en la gente de Indaya. Billetes de cinco y diez pesos en moneda nacional se van juntando en la esquina de una mesa de dominó. Al mediodía empieza el ocio y a casi nadie le molesta la música que hace vibrar las casas, las mesas y el suelo. La partida suele transcurrir tranquila, salvo cuando un jugador saca un billete de 100. Entonces los rostros cambian, comienzan a aparecer los gestos de jugadores experimentados, calculadores. La botella de un ron sin etiqueta es bajada en tan solo dos rondas, los que miran desde afuera se aburren, hablan de un tipo duro, jefe de la mafia. “Ese sí era un hombre de verdad, se le escapó a la policía mil veces y nunca pudieron cogerlo”. “Compadre, si él era hasta amigo del presidente, cada vez que venía a La Habana hacían negocios juntos. ¿Cómo es que se llamaba? ¡Ah, Don Corleone!”. “No, el que tú dices es Al Capone”, alguien corrige y se hace silencio.

En Indaya también se juega y se apuesta (Foto: Ismario Rodríguez)

Se juega también a otras cosas: al boorle, la longana, el siló, el dado, la bolita, las cartas, siempre por dinero. A principios de los noventa, la policía bajaba dos o tres veces al día,  pero siempre alguien avisaba que venía “la meta” antes de que bajaran al barrio y al llegar no encontraban nada. Con el tiempo, dejaron de hacerlo.

En Indaya hay poca intimidad. Todos conocen los dilemas del otro a nivel de detalles. Además, pocas personas hablan bajo. En este barrio se grita. Se grita para llamar a la familia, para anunciar una noticia, para resolver un problema y para intimidar. Cuando los gritos, los manotazos al aire y un amplio repertorio de insultos no son suficientes, entonces vienen los machetes y sus machetazos.

“Aquí todo el mundo se defiende como puede”, comenta Misouris. “Si te dicen algo que no es adecuado para tu persona no puedes ni responder, por el miedo de que te traten como han tratado a los demás. Entonces, lo mejor es estar en paz con todo el mundo, porque está el miedo de que si un día tienes una discusión puede pasarte algo a ti también. El barrio no es malo, malo lo ponemos quienes vivimos aquí”. 

Hay un círculo vicioso que vive la gente de Indaya: por estar en un barrio insalubre no pueden legalizar sus viviendas, por tanto, tampoco tienen dirección de La Habana y sin eso casi ningún nacional puede trabajar en la capital de todos los cubanos, aunque quiera. En este barrio quienes no han podido conseguir trabajo viven del negocio. Probablemente tengan cubierta toda la venta de cloro, lejía y salfumán en el mercado del oeste. Hombres y mujeres dan largas caminatas a diario comprando pomos de perfume vacíos para luego rellenarlos con nuevos y exóticos aromas.

En ninguna de las cuatro casas que venden comida, ni en las dos cafeterías que ofrecen pan con tortilla y refresco, se fía. Los carteles están por doquier, escritos con tiza blanca o con pintura de aceite: “No fío”. Tampoco se fía en las casas de empeño que suelen poner hasta un 25 o 30 por ciento de impuesto sobre el préstamo a pagar en plazos cortos de tres a cinco días, un garrote que ha sacado a muchos del apuro y que a otros les da de comer.

En Indaya funciona más o menos un principio de cooperativa, “la vaquita”. Varias personas se reúnen y aportan 20 o 25 pesos diarios durante un periodo determinado para que cada uno de los miembros pueda recibir una cantidad significativa que se ha ahorrado entre todos. Misouris está ahora en una de 20 pesos y dos de cinco pesos diarios. “Si cojo el número 15 me toca la vaquita cada dos semanas. Si somos 20 serían 600 pesos dos veces al mes”, explica. “Como un salario. Con ese dinero compro comida, me visto y empeño a la gente. Esa es la única forma en la que una se puede comprar un equipo o cumplir sus metas”. 

—¿Qué te has comprado? –pregunto.

—Con eso nada, todo es para alimentos. 

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Restos de las casas de quienes se mudaron a la urbanización (Foto: Ismario Rodríguez)

A estas alturas Eugenia sabe que Indaya va a desaparecer. La van a convertir en un bosque. Hace un año el gobierno municipal entregó veinte casas a algunas de las familias que vivían en las márgenes del río y las viviendas que ocupaban fueron demolidas. Hace un mes, otras 16, como parte de un “proyecto de urbanización que busca erradicar la zona”, explicó José Luis San Jorge, vicepresidente que atiende el sector de Construcciones en la Asamblea Municipal del Poder Popular en Marianao. En los últimos tiempos Eugenia ha tenido otro sueño. “Veo casas prefabricadas que están bajando, es decir, que van a bendecir este lugar. Doy gracias a Dios por eso”.

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