El 7 de diciembre de 2014, en una ceremonia en Dubái, la fundación suiza New7Wonders reveló los resultados de un certamen internacional organizado para proclamar siete ciudades maravilla. Entre las favoritas, que sobresalieron entre más de 1.200 candidatas de 220 países, tras convencer a un panel de expertos y movilizar votos de internautas simpatizantes, resultó La Habana. Contra pronósticos conservadores, algo escépticos, la capital cubana acabó imponiéndose sobre íconos como Barcelona, Londres, Atenas, Kioto, Praga, Ciudad de México; por representar, junto con las otras seis, “los logros y las aspiraciones de nuestra civilización urbana global”. Al menos ese fue el criterio con el que los organizadores pretendieron orientar la votación.
La Habana es una belleza rara. Y eso quiere decir que se percibe que es bella sin que necesariamente se entienda por qué. Lo raro proviene de lo inexplicable y lo inexplicable le confiere atributos extraordinarios. Supone un reto a la razón. Decir que es surrealista sería simplificarla. La Habana no puede ser surrealista con respecto a sí misma, solo con respecto a Barcelona o Londres, por ejemplo; pero juzgarla a partir de esos referentes significaría someterla a una desfiguración brutal. La Habana, como fiel versión de Cuba, casi siempre muy mal subtitulada, es sencillamente una ciudad con enormes contradicciones. Dolorosas contradicciones. Ese es el signo inequívoco de las bellezas raras: se definen no a pesar de, sino por sus contradicciones.
Y el 17 de diciembre, cuando todavía no había bajado la fiebre por el nombramiento de la New7Wonders, los Gobiernos de Cuba y Estados Unidos, archienemigos de la Guerra Fría, anunciaron el descongelamiento de sus relaciones diplomáticas. La Isla, esa diva incansable que siempre da de qué hablar, regresó al top ten de las agendas mediáticas. El feauturing entre los presidentes Raúl Castro y Barack Obama, ensayado en secreto durante 18 meses, dejó perpleja a no poca gente. Generó incertidumbres, esperanzas, decepciones, alegrías, ambiciones, curiosidad; según desde donde se interpretaran los discursos. Y generó, además, un boom turístico de este lado del mar: entiéndase dividendos. La fecha fue un parte aguas, obligó a analistas a hablar en términos de antes y después de. Inclusive, le colocaron un alias bastante chic: 17D.
El Anuario Estadístico de Cuba 2014, en su apartado sobre el turismo, señala que de 2009 a 2014 la cifra de visitantes aumentó en 573.000. El 2014 se consideró un período promisorio porque implantó una marca de 3.002.745 visitantes. Sin embargo, en 2015 el país recibió a 3.524.779 personas, lo cual significó un crecimiento de 17.4 por ciento. Es decir, que en un año se obtuvo un resultado muy similar al que se había obtenido en cinco, antes del 17D. Tal crecimiento reportó ingresos brutos superiores a 3.000 millones de dólares, de acuerdo con un artículo del economista José Luis Rodríguez, a partir de informaciones de la Asamblea Nacional de Poder Popular. Y 2016 arrancó rompiendo récords. Una publicación de la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI) revela que solo en enero arribaron 417.764 visitantes, casi 47.000 más que en igual mes de 2015. No extraña que la prensa estatal reconozca el turismo como “el sector más dinámico de la economía”. Meses atrás, hasta se empezó a fanfarronear con 10 millones de visitantes en un año.
Cuba se ha puesto de moda y La Habana es su rostro estrella en el mercado mundial. Es la ciudad del país que atrae más visitantes. No se visita precisamente por sus playas, menos por su naturaleza. En eso la superan otras. Tampoco por el hecho de ser capital. Se visita por la misma razón por la que ha inspirado canciones en distintas épocas y géneros. Ha sido musa de Los Zafiros, Joaquín Sabina, Fito Páez, Carlos Varela, Gerardo Alfonso, Habana Abierta, Los Van Van, Manolito Simonet. Es raro que alguien permanezca indiferente ante ella. Se aborrece con toda la fuerza del hígado, o se adora. O las dos cosas al mismo tiempo. La ciudad es bastante temperamental. Suele ser compleja, disfuncional, impredecible, conflictiva, como la gente que enamora enloquecedoramente, pero con la que no sería sensato mantener una relación estable.
Sin embargo, no sería justo atribuir todo el crédito del boom al 17D.
Antes del anuncio de los ex archienemigos, antes también del anuncio de la fundación suiza, la cantante Beyoncé Knowles y el rapero Jay-Z, connotado productor de éxitos musicales, vinieron a La Habana para desarrollar un intercambio educativo. Ocurrió en abril de 2013, cuando Cuba todavía figuraba en la lista de países patrocinadores del terrorismo que confecciona el Departamento de Estado de Estados Unidos. Que la visitaran entonces figuras públicas, en especial estadounidenses, era más una travesura antisistémica de bajo perfil, que una tendencia promovida por el mercado y políticas gubernamentales. Pero la pareja, muy consecuente con su vocación por el espectáculo, se aseguró de no pasar inadvertida. Paseó por el Centro Histórico. Se dejó fotografiar. Cenó en restaurantes privados. Visitó centros de enseñanza y compañías artísticas. Beyoncé hasta se hizo selfies con fans locales, bailó guaguancó y compartió escenario con la ilustre cabaretera cubana Juana Bacallao. Jay-Z conservó casi siempre su porte de tipo rudo que conviene no molestar, aunque tras su regreso a Estados Unidos respondió a una ráfaga de acusaciones de congresistas republicanos con un tema sobre su experiencia (“Open Letter”), donde expresó: “estoy en Cuba, amo a los cubanos. Esta charla comunista es tan confusa, cuando es de China el micrófono que estoy usando”.
Ese, podría decirse, fue uno de los sucesos que empezó a instaurar la moda del destino Cuba entre celebrities de las que ocupan portadas. A la Casa Blanca se le adelantó el Star System. Aunque hay que admitir que la visita de Barack Obama, en compañía de su impecable esposa Michelle y sus hijas Sasha y Malia, en marzo de 2016, no tuvo qué envidiarle a la de Beyoncé y Jay-Z en lo referente a popularidad. Ni siquiera a la más reciente de la cantante Rihanna, que encandiló las calles habaneras en rol de femme fatale, con su melena pintada de fuego y modelos igual de ardientes, mientras la fotógrafa Annie Leibovitz inmortalizaba su imagen para la revista Vanity Fair. Pero, indiscutiblemente, lo que más ha movilizado a la ciudad en los últimos meses han sido los conciertos gratuitos de Olga Tañón, DJ Diplo y Major Lazer y The Rolling Stones. El arte, con su insuperable poder de convocatoria, vino a legitimar los cambios en las relaciones políticas.
Y entre tantas cámaras, poses y grandes titulares, en ocasiones se pasa por alto que esa ciudad de contrastes no es ni el collage pintoresco que promueven campañas publicitarias, ni el fin de mundo que construyen tantas fotografías. Es una ciudad que se habita. Todos esos inmuebles mortalmente heridos en su guerra contra el tiempo, antes que otra metáfora de la decadencia, son hogares que acogen familias.
La Habana es la provincia más pequeña y densamente poblada de Cuba. En sus 728 km² residen 2.121.871 personas, según estadísticas de 2014 –que no incluyen la población de inmigrantes–. Y esas personas, legales e “ilegales”, son quienes la conforman. “La ciudad la hace la gente que en ella habita y, más aún, se define a partir de las interacciones entre los que residen en los espacios urbanos, que, como todos, son construcciones sociales”, destacan los investigadores que participaron en el libro Las tantas Habanas. Estrategias para comprender sus dinámicas sociales, publicado en 2014. Por su parte, el arquitecto Mario Coyula, Premio Nacional de Arquitectura, argumenta en el epílogo que “la ciudad es el mayor y más importante hecho cultural, que une la significación histórica y arquitectónica con la utilidad práctica cotidiana para todos los sectores sociales”.
En noviembre de 2019, la capital cumplirá 500 años de fundada. Lo que se celebre en ese momento revelará en gran medida la ciudad que se ha venido creando en los últimos años. Podría celebrarse la conservación del Centro Histórico; la presencia de peces, pelícanos y gaviotas en la Bahía de La Habana por la reducción de los niveles de contaminación de sus aguas; el incremento de las capacidades de alojamiento con los nuevos hoteles construidos en alianzas con inversores extranjeros; las visitas de tres sumos pontífices, un presidente estadounidense y una avanzada de celebrities; o la ceiba lozana que se plantó en El Templete, casualmente días antes del fenómeno Obama, con el fin de remplazar a la moribunda que agrisaba el paisaje. Pero lo que debería poder celebrarse, primero que todo, es la recuperación del fondo habitacional. De lo contrario, cualquier homenaje sería un paripé. Ni aunque se culminara la restauración del Capitolio, futuro teatro de operaciones del Parlamento cubano, y se lograra la pretenciosa cifra de 10 millones de visitantes en un año.
Una somera revisión de las estadísticas oficiales podría sugerir que la vivienda es un asunto menor. En 2014, el Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Hábitat) publicó la versión ejecutiva del Perfil de la Vivienda en Cuba, realizado en cooperación con especialistas e instituciones nacionales. Dicho documento, que refiere como fuente el Censo de Población y Viviendas de 2012, calcula que “el 65 por ciento de las capacidades habitacionales del país está en buen estado técnico –son las viviendas adecuadas–, el 20 por ciento en estado regular y el 15 por ciento en mal estado”. Más adelante, añade que “el fondo precario representa el 7.4 por ciento del fondo residencial, uno de los más bajos de América Latina y el Caribe”.
Hasta ahí los datos parecen excelentes noticias. No pocos funcionarios gubernamentales los esgrimen como cartas de triunfo en espacios públicos para intentar demostrar el saludable estado del fondo habitacional. Se explica que la concentración del deterioro en ciertas zonas sobredimensiona la percepción del problema, que no es tan grave como se supone. De repente, hasta los derrumbes de inmuebles residenciales parecen chanchullos mediáticos, morbosidades de muy mal gusto. Pero entre las líneas triunfales salta una pregunta: ¿qué es una vivienda adecuada?
La resolución 8 de 1996 (No. 8/96) del Instituto Nacional de la Vivienda resuelve que una vivienda “mínima adecuada” debe abarcar no menos de 25m² de superficie útil. Debe componerse de un local habitable, donde se pueda estar, comer y dormir, más dos locales auxiliares, para servicio sanitario y cocina. Debe contar con ventilación e iluminación naturales, al igual que con “solución de abasto de agua potable y solución para evacuación de aguas jabonosas”. Debe construirse con técnicas y materiales que garanticen la estabilidad estructural y protejan de la intemperie y agresiones a la propiedad. Debe disponer de entrada independiente. Y quizás no debería, pero se admite, tanto en zonas rurales como urbanas, la utilización de letrinas.
Otra respuesta podría ser la que propone la arquitecta Martha Garcilaso de la Vega, profesora titular del Instituto Superior Politécnico José Antonio Echevarría, en su tesis doctoral “Recomendaciones para el desarrollo sistémico de la política de vivienda en Cuba”, defendida unos 12 años después de dicha resolución. La autora, presidenta de la Comisión de Vivienda y Urbanismo de la Unión Nacional de Arquitectos e Ingenieros de Cuba, citando a un equipo de expertos, asume por vivienda adecuada aquella en que se emplean con máxima racionalidad los recursos, sin afectar la ejecución, ni el ciclo de vida útil, ni la calidad de vida de quienes la habiten. Sin embargo, advierte que esta definición resulta insuficiente si no se consideran aspectos más concretos, como la existencia de espacios que satisfagan la diversidad familiar, de servicios básicos y extradomiciliarios, de condiciones acordes con el desarrollo social alcanzado en salud, educación, cultura y deporte. Si se tienen en cuenta tales convenciones, las estadísticas cuentan entonces realidades muy diferentes a las privilegiadas por el discurso oficial.
El Censo de Población y Viviendas de 2012 informa que en La Habana existen 678.932 ocupadas por residentes permanentes, la mayoría de las cuales, 98 por ciento, son casas y apartamentos. El porcentaje que resta corresponde a 10.700 habitaciones en cuarterías, 150 bohíos, 1.553 improvisadas y 630 que no clasifican en ninguna de las denominaciones anteriores y reciben un apelativo indescifrable: otras.
Quien no conozca la ciudad maravilla, o no acostumbre a caminarla, que es otra manera de no conocerla, y lea esos datos tan exactos, puede creer que todas sus casas y apartamentos perduran ilesos, que aquí el derecho a un techo decente está casi completamente cubierto. No obstante, casi 18 por ciento de esas casas y apartamentos que componen la capital fueron construidos antes de 1946. Hay más de 34.000 que incluso se remontan a antes de 1920. Claro, eso según las declaraciones de sus habitantes. De los que pudieron precisar la fecha de construcción, porque hubo 168.500 que declararon no saber.
De acuerdo con Garcilaso de la Vega, uno de los principales riesgos de asumir el Censo como fuente de información sobre el estado del fondo habitacional del país radica precisamente en el hecho de que sus resultados se basan en lo que las personas declaran y, por lo general, ni las personas censadas ni quienes se encargan de censar cuentan con el nivel de especialización necesario para evaluar las “afectaciones en la estructura” o el “estado técnico” de una vivienda, como indagaba el cuestionario censal. Las declaraciones de la población al respecto no deberían asumirse con la seriedad con que se asumirían dictámenes técnicos de ingenieros y arquitectos.
Una nota de la emisora Radio Ciudad de La Habana apunta que, al concluir 2015, en la provincia había 34.400 familias registradas con anuencia de albergue, es decir, 34.400 familias residiendo en inmuebles declarados inhabitables. No malos, no regulares, sino inhabitables, pues solo se abre expediente de albergue a una familia si su vivienda se declara inhabitable. Otra vez, las estadísticas podrían servir para difuminar el problema. Si se estimara la cantidad de viviendas que esas familias ocupan, el resultado podría hasta ser alentador. Lo más probable sería que el total de inhabitables supusiera apenas un rasguño en la reputación del fondo habitacional. Pero si se estimara la cantidad de personas que ocupan esas viviendas, el resultado obligaría a reconocer realidades que el uso negligente de cifras podría invisibilizar, como el hacinamiento.
La pregunta por el estado técnico de las edificaciones no permite abarcar la complejidad de los conflictos asociados al hábitat. Tan importante como lograr precisión en los porcentajes de buenas, malas y regulares, e incluso diferenciar cada una de esas categorías, es profundizar en quiénes son las personas que aportan los porcentajes desfavorables, cuáles las comunidades, porqué esas y no otras. La concentración del deterioro en municipios como Centro Habana, Habana Vieja, Diez de Octubre o Guanabacoa no es un signo de buen augurio sino de profundas desigualdades. Donde se concentra el deterioro es donde se concentra la pobreza. Eso no es fortuito. El fondo habitacional es uno de los principales testimonios de las condiciones en que la gente vive. Las inconsistencias y lagunas que ese testimonio presente no solo distorsionan el panorama constructivo sino la sociedad misma, las injusticias no resueltas.
Próximamente, La Habana acogerá un desfile de Chanel. El primer desfile que Chanel realizará en América Latina y el Caribe. El gurú de la moda Karl Lagerfeld, director creativo de la marca francesa, eligió a la ciudad de musa. De musa y escenario para presentar su colección Cruise (Crucero) 2016/2017. Sobre el lugar donde se instalará la pasarela hasta ahora solo existen rumores y noticias con fuentes poco precisas. La gente sospecha que el espectáculo acontecerá en el Paseo del Prado: hace semanas se agilizaron allí labores de restauración que deberán concluir, según la emisora Radio Reloj, a finales de abril, justo antes del desfile, programado para el 3 de mayo.
Tal sospecha se funda en la legendaria tradición de reparar la ciudad para personajes ilustres y grandes eventos. Antes de que el papa Francisco o Barack Obama arribaran a la capital, los habaneros podían predecir sus itinerarios identificando los sitios donde se apuraban acciones constructivas. Y aunque Lagerfeld no vendrá ni por política ni por religión, con sus diseños logra captar atención mediática suficiente como para que deban arreglarse los espacios urbanos que aparecerán en las fotos. Chanel es una causa con seguidores tan fervientes y leales como católicos y demócratas, aunque asumirla requiera más que fe o ideología. Más que buen gusto, incluso. Por lo pronto, la gente que habita la ciudad podrá admirar, en vivo y desde pantallas gigantes, el glamour de lo inaccesible. La Habana continuará adentrándose en la vorágine de la moda.