Los días más difíciles son aquellos en los que, además del pan, tiene que repartir el pollo, las balitas de gas o los mandados del mes. En los peores, la noche lo agarra en la calle, empujando el carretón de tres ruedas reservado para las jornadas agotadoras. El 10 de febrero de 2016, miércoles, es un día fácil.
A pesar de las arrugas y de su vientre abultado, no cuesta imaginarlo levantando pesas. José Manuel Barba, de 59 años, suele repartir el pan en bicicleta, pero recién se le rompió una llanta. Ahora lo transporta en una carretilla, dentro de una caja grande de cartón que alguna vez estuvo llena de zapatos brasileños. No usa guantes para manipular el pan y a nadie parece importarle. De usarlos, eso sí, serían unos guantes inmensos.
“¿Cómo anda la pierna?”, le pregunta a una mujer que ha salido a recoger el pan.
“Más o menos”, dice ella. “Lo que me hace falta es una pierna nueva”.
“Sí”, dice él sonriendo. “Una pierna de jamón sería perfecta”.
Antes de ser mensajero, Barba fue profesor de Matemática y de Computación. Sus primeras clases las impartió en 1973, mientras estudiaba en el Destacamento Pedagógico “Manuel Ascunce Domenech”, en la Isla de la Juventud. De vuelta en La Habana, se incorporó a la Escuela Formadora de Maestros Primarios “José Martí”, en Cojímar, y luego al Instituto Superior Pedagógico “Enrique José Varona”. En 1993, abandonó las aulas y empezó a trabajar, literalmente, en la calle. Algún que otro amigo ha querido convencerlo de que vuelva a dar clases, pero él, que ha acumulado más años repartiendo mandados que enseñando Matemática, ha dicho siempre que no.
“Cuando empecé en esto de la mensajería, en mi bodega había como 20 mensajeros”, me dice mientras caminamos. Hoy, de aquellos 20, solo queda él. Hay quienes se preguntan, de hecho, cómo ha durado tanto, por qué. “Es un trabajo tranquilo”, dice. “No cojo guaguas, tengo tiempo para hacer otras cosas, la relación con mis clientes es buena”.
Durante su itinerario, Barba intercambia saludos y chistes con sus clientes y con los conocidos que va encontrando por el camino. “Yo le digo en broma a mi esposa que no le puedo pegar ningún tarro en Cojímar”, dice, “porque aquí todo el mundo me conoce”. Con “todo el mundo” no se refiere solo a las personas. Tocar a la misma puerta día tras día lo ha convertido por fuerza en una figura entrañable para las mascotas de sus clientes, que son las primeras en asomar la cabeza cuando suena el silbato. A la mayoría de los perros, Barba los recompensa con un trozo de pan, o con un pan entero, y todos, salvo el bóxer, le pagan meneando la cola.
“¿Te dejo los panes en la mesa?”, le pregunta a un cliente cuyas manos, como el overol azul que lleva puesto, están manchadas de negro.
“Te lo voy a agradecer”, dice el hombre.
Barba entra, deja los panes y regresa. En la sala de esta casa hay unos muebles que le pertenecen y que no le caben en la suya. “Él no es de mis clientes más viejos, y mira tú”, me dirá después. “A veces me pregunta si me debe dinero, y claro que no me debe nada. El otro día me dio 20 pesos”.
Ha habido clientes que lo han invitado a almorzar, o que le han ofrecido un pedazo de pudín, o una silla para que descanse. Las muestras de generosidad no han sido pocas.
Cuando ocurrió la desgracia, en 2013, fueron muchísimas.
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Eran los años de los reproductores de video Beta y VHS, los años en que circulaban de mano en mano las últimas películas de Jean-Claude Van Damme, Chuck Norris, Jackie Chan y Mark Dacascos, repletas de sangre, tiroteos y patadas. Por encima de la ley (Above the Law, 1988), conocida también por el nombre del personaje principal, Nico, añadió un nuevo rostro al panteón de los tipos duros: Steven Seagal.
Cuando vio Por encima de la ley, Barba se quedó fascinado. Se puso a averiguar y descubrió que Steven Seagal era 7mo. dan de aikido, un arte marcial de origen japonés fundado por Morihei Ueshiba a principios del siglo XX. En 1995, un cuñado le regaló a Barba un libro sobre aikido. El obsequio marcó el inicio de su tránsito por “el camino de armonización con la energía universal”.[*]
Alrededor de esa fecha, le hablaron de su parecido con Steven Seagal, un parecido del que él asegura no darse cuenta, y al que le niega cualquier relación con su interés en el aikido. Sin embargo, lejos de ignorar la supuesta similitud, Barba contribuyó a refinarla, aunque solo fuese, como él afirma, para seguirles la corriente a sus amigos. Hasta ese minuto, acostumbraba llevar el pelo corto. Varios amigos bromistas, según él, le insistieron en que se lo dejara crecer, para que pudiera recogérselo en un moño, como Steven Seagal. La broma, si es que lo fue realmente, ha perdurado hasta hoy.
Con los años, fue haciéndose de libros sobre aikido, que le regalaban los turistas hospedados en algunas casas que él atendía como mensajero. El 15 de mayo de 2000, comenzó a practicar en la Sala Polivalente “Jesús Montané”, en donde impartía clases el presidente de la Asociación Cubana de Aikido, Carlos Sosa, a quien había conocido en 1998.
En 2003, luego de obtener el 1er. dan, se hizo instructor, y en 2009 consiguió que le permitieran utilizar La Casona de Cojímar, el centro deportivo de esta localidad, para dar clases de aikido. La felicidad fue breve, porque, asegura, a fin de priorizar las clases de karate lo “expulsaron” de La Casona. “El karate es un deporte competitivo, da medallas”, dice. “El aikido no”.
Desde 2006, aproximadamente, estableció relaciones con la Sección Cultural de la Embajada de Japón en Cuba, que se han mantenido hasta la actualidad, y en 2012, tras “una etapa de problemas internos”, se separó de la Asociación Cubana de Aikido.
De un tiempo acá, Barba se ha empeñado en echar a andar un proyecto comunitario, Sembrando Hombres, diseñado para promover la práctica de aikido, la cultura japonesa y un estilo de vida saludable, a través de conferencias, visitas a museos, talleres, la lectura de libros y la fundación de una academia de aikido en Cojímar. Sembrando Hombres, además, pretende “fortalecer el trabajo comunitario encaminado a la limpieza de la playa El Cachón”.
La falta de un local que sirva de sede, imprescindible para instaurar la academia de aikido, ha entorpecido el desarrollo del proyecto. A pesar de las trabas, el sensei Seagal, como algunos le llaman a Barba, no se ha dejado ganar por el desaliento.
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El 10 de febrero de 2016, a las 8:00 p.m., la ruta 58 lo deja en la terminal de ómnibus, a unos metros de la Sala Polivalente “Ramón Fonst”. Allí lo esperan dos de los instructores que participarán en la demostración de aikido programada para el viernes 12 de febrero en La Cabaña, sede de la Feria Internacional del Libro. Dentro de un maletín negro lleva el uniforme. En un estuche con forma de tubo, igualmente negro, las armas de madera que se utilizan para practicar.
Los instructores están sentados en un banco, de cara al tatami rojo y amarillo donde 16 adolescentes, dispuestos en parejas, se esfuerzan por complacer a su entrenadora, que no se cansa de gritar: “¡Proyecta! ¡Proyecta!”. Barba se deshace del maletín, del estuche con las armas de madera, y saluda a sus compañeros de entrenamiento.
En lo que termina la clase de judo, los aikidokas se entretienen conversando, principalmente sobre el futuro. La presentación el próximo viernes en La Cabaña es la tarea más inmediata, pero no es la única. También están, a fines de mes, el taller con los maestros japoneses, la exhibición de artes marciales y el examen, que otorgará validez internacional a sus grados. Están sus proyectos en común, las ideas que podrían materializarse cuando hayan sido legitimados por el examen. Y están, por supuesto, sus problemas personales. “Me hicieron una maraña en el trabajo”, se lamenta uno de los instructores.
La clase acaba a las 8:15 p.m., pero Barba y los dos instructores no se cambian de ropa hasta que el último de los judocas abandona el local, varios minutos más tarde. Lo primero que hacen es calentar. Luego, ya desentumecidos, repasan algunas técnicas y movimientos –con armas y sin ellas– que tal vez ejecuten el viernes. Una parte del entrenamiento la ocupan en determinar cuáles incluir y cuáles no. Los instructores, más jóvenes que Barba, proponen algunas que él desestima porque las considera muy complejas o porque no las han ensayado lo suficiente. “A estas alturas no podemos estar inventando”, me dirá después, en el viaje de regreso a Cojímar. “Y menos nosotros, que no somos profesionales”.
El hecho de que no son profesionales resulta evidente, por ejemplo, en la torpeza de algunas ejecuciones. Las más difíciles y hasta cierto punto espectaculares se las ceden a Barba, que debe enfrentar, de forma escalonada, el ataque de varios hombres armados. Uno de los instructores lo ataca con un cuchillo y él se lo quita de encima. El segundo lo ataca con un bastón y él se lo quita de encima. El primero lo ataca con un sable y él se lo quita de encima. Esto lo repiten una y otras vez porque a Barba, que los desarma a todos, se le olvida en ocasiones que no puede quedarse con el cuchillo, el bastón o el sable en la mano.
“Coges el arma y la sueltas. Tú eres el bárbaro. A ti no te hacen falta las armas”, le dice uno de los instructores, impaciente. “A lo mejor hay que demorarse tirándose, para dejarte respirar”.
“No”, dice Barba. “Yo respiro bien”.
A ratos da la impresión de que los atacantes se lanzan al suelo no porque sean obligados a hacerlo, sino porque les toca. A Barba se le ocurre añadir en el programa una técnica que no ofrece dudas, ya que el agresor es levantado en peso y derribado. Los instructores están de acuerdo. Al primer intento, cuando la ejecuta, se lleva las manos a la cintura, los músculos repentinamente contraídos por el dolor. “Tengo la sacrolumbalgia en candela”, dice.
El entrenamiento concluye sobre las 10:00 p.m. Antes de irse, convienen en la hora a la que deben encontrarse en La Cabaña, en las técnicas que incluirán en la demostración y en la importancia de que el sensei Seagal se ponga una faja en la cintura.
El viernes, desafortunadamente, las cosas no saldrán como él espera.
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En tierra peligrosa (On Deadly Ground, 1994) es una película mala, de las peores de Steven Seagal, quien no solo interpreta al personaje principal, Forrest Taft, sino que se atreve a dirigir.
Taft, un especialista en extinción de incendios que trabaja en las plataformas de petróleo en Alaska, le hace la guerra al presidente de una compañía petrolera que pone en riesgo el medio ambiente. En la última escena, Taft pronuncia un discurso que, según cuentan, fue recortado en la versión final de la película porque duraba once minutos. Este discurso, un alegato a favor del medio ambiente y en contra de las empresas que lo contaminan, goza de cierto prestigio entre ese especie rara que son los ecologistas adictos al cine de acción.
La película, supuestamente, expresa las inquietudes de Steven Seagal, que recibió en 1991 el First Annual Environmental Media Awards. “Steven”, dice su sitio web oficial, “ha apoyado muchas obras de beneficencia, incluidas varias causas medioambientales”.
Barba, por su parte, no se levanta en las mañanas atormentado por los índices de contaminación en el río Quibú, ni por la contaminación del manto freático causada por el vertedero de 100 y Boyeros, y mucho menos por lo que pasa en Alaska. Barba se despierta, se asea, desayuna, se viste con su ropa de trabajar y sale a la calle. Y en las calles de Cojímar está la basura, y en la playa de Cojímar, y en el río, en donde desembocan los residuos domésticos de Alamar, Guiteras y Cojímar, y en donde algunas industrias vierten sus desechos. Cuando termina de repartir el pan, el pollo, las balitas de gas, los mandados del mes, barba regresa a su casa. Y en su casa, a veces, escribe cartas.
“Observen que la hierba rodea este lugar, allí mosquitos, moscas, cucarachas, ratones y fetidez se dan la mano y van a danzar con los niños dentro de los salones”, escribe en una carta a Tribuna, a propósito de un vertedero frente a un círculo infantil.
En otra carta a Tribuna, ahora a raíz de un salidero de aguas albañales, dice: “estas aguas se combinan con un enorme vertedero que la indisciplina social y la ineficiencia de Comunales han creado alrededor de un agromercado, donde se venden alimentos y se ofertan gratis moscas, cucarachas, ratones, y cuanto bicho aparezca”.
A la sección “Papelitos hablan” del programa Hola Habana escribe, de nuevo, sobre un vertedero. “He pedido en lo personal, a la Presidenta del Consejo Popular, reunirnos con Comunales y elaborar una estrategia de recogida de basura pero nos plantea que aquellos hicieron una planificación recientemente y que todo va a mejorar (con lo cual no está convencida)”, dice en la carta. En ella, solicita ayuda para “movilizar la vergüenza de todos, de la población y de los directores de empresas, organizaciones políticas y de masas, del Gobierno que nos representa en la localidad, del CAM”.
Su “obra maestra”, la carta que resume todas sus preocupaciones, fue publicada en la sección “Acuse de recibo” de Juventud Rebelde, el 14 de mayo de 2015. En esta ocasión, utiliza como pretexto el cumpleaños de un vecino para hablar de basureros que “son capaces de cerrar el tráfico en algunas calles”, de una playa “contaminada y sucia, donde la arena es cubierta por volúmenes de basura preocupantes”, y de un río “cuya cuenca es agredida por la población y entidades estatales, lo que provoca un alto índice de contaminación y un gigantesco reservorio de vectores”.
La carta, que es en realidad un acto de acrobacia, termina diciendo: “El próximo 20 de mayo mi amigo Miguel cumplirá 101 años. No será famoso como Santiago, el protagonista de El viejo y el mar. O como Gregorio, el patrón del Pilar. Pero sería feliz si le regaláramos un entorno que le recuerde a su Cojímar de antaño. El que añora cada día, cuando sale a buscar el pan o cuando va al mercado, esquivando charcos, zanjas y basureros”.
Un personaje de Steven Seagal no se habría desgastado escribiendo cartas. Un personaje de Steven Seagal le habría torcido el cuello, por ejemplo, al director de Comunales. Pero Barba, obviamente, no es un personaje de Steven Seagal ni su vida es una película de acción. Puestos a escoger, habría que decir que su vida se acerca más bien a esas comedias con tintes dramáticos, de bajo presupuesto, que ponen los miércoles en De Nuestra América.
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El viernes 12 de febrero de 2016 es el primer día en que la Feria Internacional del Libro abre al público. Cuando Barba llega al stand de Japón, el tatami que será utilizado en la demostración de aikido ya está ahí.
Como en la noche del entrenamiento, lleva consigo el maletín negro y el estuche con las armas de madera. Tiene puestos unos tenis, un jean azul y un pulóver de mangas largas; encima de este, además, tiene un pulóver negro con el logo del Satomi Hakkenkai Dojo. A la sombra la temperatura es fresca, pero bajo el sol del mediodía sus dos pulóveres parecen excesivos.
En el stand de Japón se exhiben libros que no están a la venta, te regalan una hoja de papel con tu nombre escrito en japonés y, si eres mujer, te visten con un traje típico de ese país para que te saques una foto con el celular. Barba saluda, suelta el maletín y el estuche, se tira una foto con una niña japonesa y pregunta si han visto a alguno de los que participarán en la demostración de aikido, reprogramada para la 1:30 p.m. Le dicen que sí, que hubo dos que pasaron por el stand y se fueron porque, según ellos, tenían que trabajar.
Barba decide dar una vuelta para ver si encuentra a los que pasaron por el stand, o a otros que quizá no lo han encontrado, o están comprando libros, o acabaron de llegar. Se supone que estén vestidos con un pulóver idéntico al suyo. De ser así, piensa Barba, no debe resultar complicado distinguirlos entre el hormiguero de gente que corre, suda, se empuja, cargada con posters de Cristiano Ronaldo, novelas policiacas, historietas y revistas de costura. A partir de este momento, se arrepentirá de haberse puesto los dos pulóveres.
No encuentra a nadie en su recorrido. Para ganar tiempo, traslada el tatami hacia la nave en que se hará la demostración. Con esto no gana tiempo, sino que lo pierde. El hombre que cuida el local se marcha y Barba, que no tiene llave para cerrar la puerta, no puede irse. Las probabilidades de que el día se arregle son mínimas. Él lo sabe. Se le nota en la cara.
Si la demostración se suspende, intentará pasarla para otro día. A los que debían participar y no vinieron, o vinieron y se largaron, tendrá que regañarlos como se merecen.
Cuando por fin regresa el que cuida la nave, Barba se dirige hacia el stand de Japón. Tal vez hay alguien de su tropa esperándolo allí, algún rezagado. Eso sería un golpe de suerte. Por el camino se cruza con una muchacha cubana que trabaja en la Embajada japonesa y viene precisamente del stand. Ella, con ánimo de resolver el problema, propone una salida.
“En última instancia, profe, el muchacho y usted pueden hacer la demostración”, dice.
El muchacho soy yo. Barba ni siquiera se toma el trabajo de considerar la propuesta. “Hoy he pasado uno de los mayores bochornos de mi vida”, me dirá luego, debatiéndose entre la vergüenza, la decepción, la rabia y el cansancio.
Esa tarde, para colmo, tiene que repartir el pollo.
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Cuando salió de la Casa de Abuelos “Celia Sánchez Manduley”, donde impartía clases de ejercicios terapéuticos, alguien le dijo: “Corre, que tu casa se está quemando”. Era la mañana del viernes 17 de mayo de 2013, una fecha que, si pudiera, Barba suprimiría del calendario.
En la casa no había nadie. Roxana, su hija, rompió a llorar apenas llegó. Magaly, su esposa, se desmayó. “El shock emocional y sicológico fue grande”, escribiría el 18 de febrero de 2014, en una carta dirigida a Mercedes López Acea, primera secretaria del Partido Comunista de Cuba (PCC) en La Habana.
El fuego, provocado por un cortocircuito, se ensañó con la cocina, el baño y un cuarto. La casa estaba a medio construir, pero el incendio devolvió a Barba y a su familia a una etapa que creían haber superado. No podría decirse que tuvieron que empezar desde cero, porque no todo se perdió. Sin embargo, el golpe fue duro. Sí se perdieron, entre otras cosas, un refrigerador, la cocina de gas, un televisor, sus libros, las libretas de abastecimiento de sus clientes.
La respuesta de familiares, amigos, compañeros de trabajo de su esposa y de sus hijos, vecinos, conocidos y clientes fue inmediata. Les ofrecieron refrigeradores, cocinas de gas, ollas eléctricas, platos, cubiertos, cafeteras, muebles, ropa, comida, dinero, materiales de construcción, pintura. Hubo regalos que Barba aceptó y hubo otros que no.
El 6 de junio de 2013, solicitó un subsidio de 85.000 pesos –la suma correspondiente a la construcción de la célula básica habitacional– para recuperar lo perdido y terminar lo que habían empezado años atrás. “Era el comienzo de un camino espinoso, estresante al límite del infarto, lento, lleno de insensibilidades”, escribió en la carta a López Acea.
En noviembre de 2013 se le hizo el cheque bancario, pero el estrés continuó. En febrero del año siguiente aún no podía construir porque no le habían entregado la licencia. En el rastro había problemas con el suministro y la medida de los áridos, y algunos transportistas exigían cobrar en efectivo. Antes de escribir a la primera secretaria del PCC en La Habana, recorrió los “escalones previos” y las respuestas que recibió se le antojaron “inefectivas o morosas”.
La carta, dividida en “Introducción”, “Desarrollo” y “Conclusiones”, parece un informe.
En la “Introducción” se refiere al incendio, a sus consecuencias, a la ayuda que le prestaron, y habla de las trayectorias laborales y partidistas de su esposa, sus dos hijos y él, “para que se tenga en cuenta”, escribe, “la total seriedad y responsabilidad que asumimos al redactar esta carta”.
En el “Desarrollo”, plagado de viñetas, enumera algunos de los problemas que se han dado, algunos ejemplos de personas perjudicadas o maltratadas –junto con sus datos personales y una breve descripción de los maltratos– y, por último, lo que se podría hacer para combatir esos problemas.
Las “Conclusiones” abren con una cita de José Martí: “Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig”. Aquí menciona a Martí, “Los zapaticos de rosa”, los piratas y corsarios que rondaban Cojímar (“diferentes a los actuales en vestuario pero no en mentalidad”), los ingleses que tomaron La Habana, Hemingway, Fidel Castro, Raúl Corrales, Nelson Domínguez, Mirta Yáñez.
“Sería interesante convocar una audiencia pública en Cojímar para escuchar las opiniones de la gente sobre el trabajo del Poder Popular, la vivienda, acueducto, educación, recreación”, escribe al final.
Así, lo que podía haber sido una carta sobre su lamentable situación acabó siendo, como era de esperar, una carta sobre la comunidad.
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Una pared de plástico divide la nave en dos mitades que no se comunican entre sí. El stand de Japón, ubicado en una de esas mitades, es el primero de cuatro cubículos dispuestos en línea. Le siguen el stand de Bolivia, un cubículo ocupado provisionalmente por un profesor cubano de Go y otro cubículo vacío, en donde Barba y el resto de los que participarán en la demostración de aikido se cambian de ropa. Encima de ellos, estampado en el frente del stand, hay un cartel que reza: “Libros de uso y raros”.
Cuando terminan de ponerse los uniformes salen a la calle, en donde una pareja de jóvenes se tira una foto con Barba. Entre todos, conducen hacia el lugar en que se hará la demostración cada una de las piezas rectangulares y acolchonadas que conforman el tatami. Es sábado y en La Cabaña la gente se aglomera. El día anterior, un poco más tarde, Barba recorría esas mismas calles, buscando entre la multitud un rostro familiar.
El nuevo espacio designado para la demostración de aikido no satisface a Barba, porque es bastante pequeño y se encuentra al final de una nave que no recibe muchas visitas. Si la hacen allí, lo más probable es que no tengan público. Lo ideal sería que pudiesen colocar el tatami al aire libre, sobre la hierba, pero no pueden. En la nave donde se encuentra el stand de Japón el espacio también es pequeño. Sin embargo, a juzgar por la cantidad de gente interesada en tener un papel con su nombre escrito en japonés, no les faltaría público. Regresar parece ser la mejor alternativa. Cuando se enteran de que deben llevar el tatami de vuelta al sitio del que lo acaban de traer, a algunos en la tropa de Barba les cuesta disimular el fastidio.
Una vez de regreso, colocan el tatami en el piso. Al fondo, en la pared plástica que divide la nave a la mitad, Barba pega con cinta adhesiva un retrato del fundador del aikido. Primero intenta ponerlo en la pared de la izquierda, pero la cinta adhesiva no prende bien y el retrato se cae.
Como el espacio es tan reducido, y como el retrato de Morihei Ueshiba está colocado al fondo de la nave, los aikidokas deben formar de espaldas al público. A las mujeres que atienden el stand de Bolivia, que no es muy popular, no les hace mucha gracia la demostración de artes marciales, porque los espectadores se amontonan frente al stand y les bloquean la vista.
El público, en verdad, es más bien escaso. Habrá, a lo sumo, unas 25 o 30 personas, y la mayoría son familiares o amigos de quienes participan en la demostración. El stand de Japón continúa siendo el principal foco de interés. Caminar entre la gente apiñada en torno a este cubículo resulta difícil. El escándalo apenas permite oír las explicaciones de Barba. Una mujer lo filma con el celular, y filma luego los movimientos y técnicas que se ejecutan por parejas. Un adolescente que está en el público, acompañado por dos amigas, se burla de los uniformes, de las caídas.
“Vámonos de aquí”, le dice una de las amigas.
“Espérate”, dice él. “Quiero ver cómo se caen a palos”.
Una de las piezas del tatami se desacopla y deja en el suelo un resquicio en el que alguien puede tropezar. Uno de los aikidokas, al caer, rueda sobre el tatami y se golpea contra la pared. Barba, casi al concluir la demostración, se enfrenta a varios atacantes. En el público, unos se admiran de su destreza y a otros, en cambio, les provoca risa. Para terminar, Barba agradece la presencia de los espectadores, el apoyo de la Embajada de Japón y la ecuanimidad de las mujeres en el stand de Bolivia.
“No había tanto público”, le digo un rato después, mientras se cambia de ropa en el último cubículo.
“No”, me dice. “No había tanto”.
“¿Te parece que el sacrificio vale la pena?”, le pregunto.
“Depende de cómo tú lo veas”, me responde. “Hay gente que necesita mucho y por eso sufre mucho. Yo me conformo con poco”.
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En noviembre de 2014, un amigo que trabaja en el Hotel Plaza lo llamó por teléfono. “Aquí hay un japonés que es profesor de aikido”, le dijo. “Le hablé de ti y dice que quiere hablar contigo”.
Ese día, en la tarde, Barba fue hasta el Hotel Plaza y conoció al japonés. Su amigo, que domina el inglés, sirvió de intérprete en la conversación. Cuando se despidieron, el japonés le dio su tarjeta de presentación y Barba le dio la dirección de correo electrónico de su esposa.
En febrero de 2015, el japonés, que se llama Jun Nomoto, es 7mo. dan de aikido y preside el Satomi Hakkenkai Dojo, con sede en Tokio, le escribió. Regresaría a Cuba en abril para impartir un seminario. Lo acompañarían cuatro maestros de aikido, dos hombres y dos mujeres, todos con 6to. dan.
Los seminarios se impartieron en Cojímar los días 16 y 17 de abril, y el 18 hubo una exhibición de artes marciales en La Casona. Nomoto le regaló a Barba varios pulóveres negros y una chaqueta de entrenamiento con el logo del Satomi Hakkenkai Dojo –un perrito–. La chaqueta, además, traía su nombre escrito en japonés.
En esa visita, Nomoto le prometió a Barba que en otra ocasión vendría a Cuba para hacerles los exámenes a él y a los instructores con los que suele trabajar, a fin de que sus grados tuvieran validez internacional y fuesen reconocidos por el Hombu Dojo, sede mundial del aikido.
Meses después, Nomoto confirmó que su promesa era cierta: regresaría a finales de febrero de 2016. Como en la visita anterior, Barba se ocupó de todos los detalles. Reservó una casa de alquiler en Cojímar para que los maestros japoneses se hospedaran. Se aseguró de que pudiesen realizar los talleres, el examen y la exhibición de artes marciales en La Casona. Coordinó la recogida de los japoneses en el aeropuerto. Fue al restaurante La Terraza, en Cojímar, y averiguó cuánto dinero debía reunir si quería pagarles un almuerzo. Se encargó de diseñar los diplomas que se entregarían a los que participaran en los seminarios y en la exhibición, y veló por que estuvieran impresos a tiempo. Envió por correo las invitaciones. Pasó por las escuelas de Cojímar para promocionar la exhibición. Consiguió que la Embajada de Japón le prestara una bandera de ese país.
Y, por supuesto, explicó a sus clientes que el día 24 de febrero les devolvería sus libretas de abastecimiento.
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El sábado 20 de febrero de 2016, a solo una semana del examen, Barba recibe un correo de Nomoto en donde el maestro japonés le comunica cuáles son los precios de los exámenes, según los grados a que correspondan. En el correo, Nomoto le explica que en el Hombu Dojo, por tratarse de cubanos, aceptaron rebajar los precios en un 50 por ciento. Así, el examen para obtener el 1er. dan costaría 100 dólares; para el 2do. dan, 150 dólares; y para el 3er. dan, 200 dólares.
Barba, desde luego, había sido inscrito como aspirante a 3er. dan.
“Yo sé que en el mundo entero estos exámenes se cobran”, me dice junto a la panadería. “Pero como Nomoto no había hablado de dinero hasta ahora, me imaginé que iban a hacer una excepción con nosotros”.
Al día siguiente, varios instructores deben ir a su casa para limpiar las piezas del tatami que se utilizará en La Casona los días 26, 27 y 28 de febrero. Ese puede ser un buen momento para darles la mala noticia.
El domingo, solo tres instructores se aparecen en su casa. Las piezas del tatami están apiladas en el patio, en donde crece una mata de bambú que Barba sembró hace unos años, con el propósito de utilizar la madera para construir algunas estructuras japonesas que ha visto en libros y almanaques. Casi todas las piezas, que tienen una cara azul y una roja, están manchadas de algo negro que podría ser moho.
Las manchas desaparecen con agua y cepillo. A las más oscuras hay que añadirles detergente y, después, restregar, restregar, restregar. Hay, en total, unas 100 piezas. Barba, quizá para cuidarse la cintura, no participa en el cepillado. Él y uno de los instructores, que dice tener otitis, se dedican a organizar en el techo de la casa y en el patio las piezas que se van limpiando.
Al mediodía, se hace un alto para la merienda. Barba prepara un pan con jamonada frita y un batido de coco instantáneo para cada uno. Los instructores se acomodan en los sillones de aluminio que hay en la sala y comen con avidez. En una de las paredes laterales, cuelga un almanaque de 2016 con fotografías del monte Fuji.
Aún no se han acabado el pan cuando llega la esposa de Barba, que los saluda a todos.
“¿Ya les contaste la mala noticia?”, le pregunta a Barba.
Él, mientras camina hacia ella, la mira con los ojos bien abiertos
“No, todavía”, dice inmediatamente, y se vuelve hacia los instructores. “La mala noticia es que se cayó el alquiler que había conseguido para los japoneses”.
A continuación, les cuenta la historia enrevesada que le hizo la dueña de la casa, las justificaciones absurdas que le dio. “Es una falta de respeto por parte de ella”, dice, y los demás concuerdan.
Al cabo de media hora, el efecto reparador del pan con jamonada y el batido se desvanece. La calidad del cepillado va disminuyendo conforme pasa el tiempo y menguan las energías. Las expectativas también disminuyen. Al principio, la idea era que las piezas del tatami quedaran impecablemente limpias. Cuando los ánimos comienzan a decaer, el afán de perfección se disuelve. La idea, entonces, es que las piezas no queden tan sucias. Hacia el final de la jornada se repite el mismo diálogo.
“A esta se le podría dar más cepillo”, dice Barba, no muy convencido.
“Esas manchas que le quedan no se caen”, dice el que la limpió.
Cuando la última de las piezas se pone a secar, Barba se reúne en el patio con los instructores. Insiste en el tema del alquiler, que le preocupa muchísimo, y organiza la recogida en el aeropuerto.
“Hay otra mala noticia”, dice por fin.
Los instructores lo escuchan en silencio mientras Barba les habla del correo de Nomoto. “Él lo sabe, porque me lo comentó, pero yo le expliqué la situación de nosotros en Cuba”, dice Barba. “Le recordé que aquí no manejamos dólares, que mi salario mensual es 30 CUC. Nomoto me pidió que le dijera cuánto dinero podemos reunir, para ver de qué forma nos pueden ayudar. Un amigo mío me va a prestar la mitad. Una opción podría ser pagar la mitad cuando vengan y pagarles el resto después, poco a poco, o en la próxima visita de ellos a Cuba”.
A los instructores les parece una buena opción. Tratarán de encontrar, como Barba, alguien que les preste el dinero.
***
Se le ve abatido, inseguro, de mal humor. “Hoy me siento muy mal”, me dice Barba el lunes 21 de febrero. Apenas durmió esa madrugada. Se levantó varias veces para ir al baño a vomitar. Tuvo diarreas. Mareos.
En el carretón, junto con la caja del pan, hay varias balitas de gas que debe repartir. Ese día se abstiene de hacer bromas durante el recorrido. Tampoco habrá saludos calurosos. Se limita a sonar el silbato, recoger las balitas vacías, entregar las llenas, repartir el pan.
“Ayer vine por la tarde y no estabas”, le reprocha a un cliente. “Tremendo embarque”.
No ha resuelto aún el problema del alquiler de los japoneses. Eso le incomoda, sobre todo porque él, precisamente para evitar una situación como esta, lo había coordinado con tiempo. Alquileres no faltan, pero él pretendía que fuera en Cojímar y que todos los maestros estuviesen alojados en un mismo sitio.
Llama en una casa y espera. Como no sale nadie, sigue caminando. Ya ha avanzado media cuadra cuando le gritan. Barba se da la vuelta, suspira. Media cuadra, hoy, es una distancia enorme.
“Ahora tengo que ir hasta allá”, me dice, con una voz apagada.
En La Casona, comprobó que el local donde se realizará el taller está igual que siempre. No lo han limpiado. No lo han pintado. No les importa.
“La gente quiere que le busques los mandados pero no te da el dinero”, me dice cuando regresa, arrastrándose más que caminando, los hombros caídos.
Fue al restaurante La Terraza para confirmar el almuerzo y descubrió que no lo podrá hacer. Hubo un malentendido. La primera vez que estuvo por ahí, preguntó con cuánto dinero podían comer siete personas y le respondieron que con 12 CUC. Y él siempre creyó que con 12 CUC podía pagar el almuerzo de las siete personas. Nunca entendió, hasta ahora, que 12 CUC era lo que debía pagar por cada persona.
“El camino es tortuoso”, me dice mientras empuja el carretón, lentamente, como si ya no le quedaran fuerzas. Avanza unos metros. Se detiene, suena el silbato, respira profundo. Se inclina hacia delante, despacio. Se aferra al carretón. Se inclina todavía más y apoya la cabeza en un brazo. Se lamenta. Se lamenta. No para de lamentarse.
“Parece que me va a dar un cólico nefrítico”, dice.
Cuando se yergue, veo que tiene la frente empapada en sudor. Se quita la faja de la cintura y camina encorvado hacia la reja de la casa a la que acaba de llamar. Abre la reja, camina unos pasos y se derrumba en uno de los sillones del portal.
“No te asustes si vomito”, dice. “O si me desmayo”.
Cuando el cliente, Miguel, aparece en el portal, Barba tiene los ojos cerrados. Le explico a Miguel lo que pasa. Barba, me doy cuenta, prefiere que no hable, que nadie hable, y me callo. Miguel, en cambio, hace el cuento de la vez en que le dio un cólico nefrítico y tuvieron que ponerle sueros porque el dolor era insoportable.
“Por favor, no hables”, le dice Barba, hundido en el sillón, sin abrir los ojos. “Si no hay silencio no puedo concentrarme en el dolor”.
El dolor tarda unos 40 minutos en desaparecer. En ese lapso, Barba se toma una pastilla que le doy y otra que le da una vecina, más un jarabe contra los males de estómago. Ese día, por la noche, irá al policlínico, y al día siguiente se hará un ultrasonido en la clínica donde trabaja su hijo.
Si lleva una piedra dentro es muy pequeña, porque no se ve.
***
El 27 de febrero, Barba y otros seis instructores cubanos de aikido fueron examinados por un tribunal de maestros japoneses que encabezó Jun Nomoto.
Como habían acordado, los cubanos solo pagaron la mitad del dinero. Sin embargo, Nomoto decidió que ellos, los japoneses, pondrían la otra mitad. A los que no consiguieron reunir el dinero del examen, Barba se lo prestó.
Para poder hacerlo, tuvo que echar mano a los ahorros destinados a la construcción de su casa.
[*] Posible traducción del término aikido.