Mery Aimé Hernández Batista es una mujer que vive de recoger latas y recuperar cosas valiosas de la basura. Pero bien que hubiera podido ser cantante. Del tipo que interpreta canciones con la sonrisa a rienda suelta. La cabeza rítmica, como si la animara un resorte en la nuca. No a lo psicodélico.
La voz pulcra. La mirada sin vicios. El canto siendo natural. El rostro diáfano. No habría expresiones retorcidas por penas, culpas o resentimientos. Emociones simples, epidérmicas. Nada desgarrador que saliera de lo más hondo. Ninguna transfiguración violenta.
Bastante menos apasionada que un bolero. A mares de distancia de la trova. Platónica para la salsa. Imperturbable ante la rumba.
Las uñas largas, propias, en tonos perlados. El cabello castaño, su color auténtico, amoldado con rolos. Las cejas, trazos a lápiz. Los labios rosados, excepcionalmente rojos. Y una dentadura de anuncio publicitario.
Quién sabe si hasta hubiera sido también compositora. Tema: el amor. Siempre el amor. Letras nobles, optimistas, aptas para todas las edades. Alguna que otra vez, la paz, la humanidad, Dios.
¿Y el nombre? Hubiera creído en las supersticiones del éxito. Por pura precaución. Ese Hernández no impacta y el Batista no le hace favor. Quizás, Mery Aimé, a secas. Óptimo para aclamaciones al final de un espectáculo, en un teatro de los que oprimen el pecho, abarrotado de un público amante.
“Mery Aimé, Mery Aimé, Mery Aimé…”.
Ella convertida en ídolo de otras muchachas aspirantes. Impresa en un póster refulgente. Un autógrafo en un ticket de entrada a un concierto suyo: “Con cariño, Mery Aimé”.
Pero la vida no es un camino certero. En las desviaciones de los acontecimientos impredecibles, Mery Aimé fue dejando su probable futuro de cantante. Se fue dejando a sí misma. A sus 68 años, sin embargo, no se define por lo que hace sino por lo que hubiera podido ser. Su probable futuro tiene fuerza de recuerdo. Algo nunca cambió. La sensibilidad de cantante, de artista, perdura.
En ocasiones, lo que hubiera podido ser, a pesar de que no existe, significa.
***
Las esquinas donde convergen Obispo y Compostela, en el Centro Histórico de La Habana Vieja, son casi portales a universos paralelos. Basta sentarse en el quicio de la tienda que se encuentra en una de esas esquinas, con los sentidos bien dispuestos y una sobredosis de paciencia en vena, para descubrir otras realidades, otras relaciones con el tiempo y el espacio.
No siempre desde las grandes alturas se mira mejor una ciudad. Desde los puntos bajos, donde se sienta gente que no puede costearse una estancia en la barra de un bar, junto a gente que puede pero no quiere perderse el ambiente, no solo hay una vista privilegiada a las caderas de las mujeres que pasan sino también a lo que es diverso, distinto, desigual.
A poca altura del nivel del suelo, se crea una burbuja que distancia de la neurosis urbana y permite un espacio de privacidad en lo público. Las conversaciones ahí fluyen por rutas expeditas, desprejuiciadas. A las personas les da por ponerse francas cuando están muy cerca de la tierra. Y se miran, por ejemplo, cosas tan reveladoras como los pies.
Los pies de Mery son rosados, quizás rojizos. Casi a diario se echa una loción que se los protege, se los cura. Y se los pinta. Sus pies ilustran cuanto ella cuenta. Los calzan unas sandalias con suela de goma y correas adhesivas. No son de su talla, se le salen un poco los dedos, pero al menos no rajan tanto sus calcañales. Los materiales con que están hechas son de calidad y ayudan a amortiguar la carga en sus recorridos.
Poco a poco, Mery se va internando en la espiral de un monólogo que se burla de cualquier pregunta. Son las cuatro y algo de la tarde. A las cinco, un muchacho pasará por su casa, a casi un kilómetro de ahí, para comprarle tres cajas de botellas de cerveza que ella ha reunido, que representan 45 pesos. Pero Mery no usa reloj, ni pide la hora a quienes usan reloj. A su tiempo no le sirve ese artefacto maléfico.
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—Bueno mira yo soy asistenciada social. Me dan 147 pesos. Me aumentaron los 45 hace poco porque había renunciado a ellos, porque no estaba asistiendo al comedor por lo mala, mala, que está la comida. Entonces voy de vez en cuando, porque dividieron los turnos de almuerzo y comida. Antes te lo daban completo, no tenías que volver al comedor. Pero ahora hay que ir a las once de la mañana y otra vez a las tres de la tarde. Es un fastidio. ¿Entiendes? Entonces yo le explicaba a la compañera que yo recojo materias primas, que si voy para allá a las tres, no recojo casi nada. Hay muchas personas que han venido del país completo por la necesidad tan grande que hay. Tú ves muchas personas extrañas. (¡Eeeeeh…! Mima, mima… Echa la vacía aquí mi amor, gracias). Entonces… yo empecé en 2004, cuando daban una bata de casa de lo más bonita por 15 kilogramos. Y en otra oportunidad con 32 kilos cogí una sábana y dos fundas que se las di a mi nieta. Eran cuatro señores sacos. Después empezaron a dar refrescos de cola, y yo todo para los nietos, para los nietos. (Sí mi amor, échala ahí). Hasta que empezaron a dar dinero. Ocho pesos por el kilogramo. Ocho pesos cubanos. Hay gente que dice: “¿En fula?”. Y yo digo: “Ay están locos”. Pero en una época me decaí porque mis vecinos veían que entraba cuatro saquitos y decían: “Cómo está haciendo dinero”. Ay mija, aquello me acomplejó. De verdad que sí. Digo: “Porque ustedes no están ahí cuando pesan los sacos y los sacos a veces no llevan lo que ustedes creen”. Mira… aquí no debe de haber… Puede ser que haya un kilo. Ayer no llegué al kilo. Pero tengo una perrita pequinesa preciosa. Una liga. Y tiene su hociquito bonito. Marinita se cree que ella es una niña. Lo único que te come es pollo. A veces me dicen: “Mira Mery en tal lado hay cantidad de latas”. Y yo digo: “Nooooo… Yo no soy ambiciosa. Déjalas, déjalas”. Y a los que tienen licencia que me saludan con cariño les digo: “Sigue, sigue tú que tienes licencia, no te preocupes por mí”. Hay muchos que viven de eso, pobrecitos. Ese es su salario y en el día de mañana será su retiro. Sí pero tengo amistades que no son recogedoras, de los que llaman a los extranjeros para que entren a los restaurantes. Tengo muchas amiguitas y amiguitos, porque conozco a todo el mundo. Hay veces que en el ten-cent de Obispo, hay veces, alguna caritativa me regala latas. Pero no siempre tengo esa suerte. Hay personas que tienen esa suerte de que les guardan en un restaurante o en un hotel, pero yo no. Una tiene que caminar muchos kilómetros. Salgo desde mi casa en Muralla esquina Aguiar, cojo Mercaderes, y voy recogiendo lo que encuentro en los contenes, en las papeleras. A veces cruzo Obispo por ahí para allá, cruzo como digo yo la frontera, el Parque Central, y la gente se ríe. Pero cuando paso ya casi no encuentro porque también hay barrenderos que recogen. Otros las botan a los latones grandes donde tú no puedes registrar. Yo a veces cuando veo una latica arriba aprovecho y la echo en mi jaba, pero no se puede estar hurgando. Una desde luego no tiene guantes… Ahora mismo yo tuve un problema allá en el parque Fe del Valle. Niña, unas inspectoras: “¡Tía, tía! Por favor tía, que no puede andar ahí”. ¿Qué pasa? Que yo me ofusqué. Y digo: “Por favor qué. ¿Cuál es el problema, a ver? ¿Que no puedo meter la mano en la papelera? ¿Y de qué voy a vivir, a ver mi amor? ¿De dónde la voy a sacar mi corazón?” Y dicen: “No porque las bacterias”. Mima, tuve que molestarme. Digo: “No. Yo me sé esa historia. De bacterias está llena La Habana entera. ¿Por qué ustedes no están cuando la gente tira por la calle cualquier cosa? Ustedes eso no lo ven”. Así mismo les dije. ¿Qué bacterias? La Habana está llena de inmundicias. Los tanques de la basura, ¿no los dejan vaaaaaaarios días? Los mosquitos no dejan dormir. Ayer me inyecté con benadrilina y dipirona y de nada me sirvió. Los mosquitos no dejan dormir.
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—¿Quién tiene corazón aquí? –pregunta Mery riéndose, tras entrar a un agromercado de poca clientela, donde resulta evidente que ya le conocen.
—El corazón se acabó –responde un tipo que deshuesa un pedazo de carne.
—Bueno, compro hígado. –Y se acerca a una de las tarimas.
—¿Cuánto le pongo?
—Una librita… Que no tenga pellejo. Y pícamelo en bistecitos que yo no tengo cuchillo y los de mesa tú sabes que no cortan.
Y el carnicero trocea la masa sanguinolenta.
Hay días en que Marinita también come hígado y corazón de cerdo. La librita de entrañas porcinas cuesta el equivalente a tres kilos de latas.
—Yo necesito acabar de encontrar a una gente que quiera a Marinita –me asegura desanimada, mientras camina de vuelta a su casa, con la bolsita de su compra–. Todo esto que yo hago es por Marinita. Pero ya la regalé tres veces y tuve que recogerla, porque si tú ves qué deprimente. La tenían amedrentá para que no tocara las cosas de los santicos. No le dejaban ni subir en una butaca. Una vez hasta le habían cambiado el nombre y le habían puesto Canela. Y no mima. Eso a mí no me gustó.
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Sería raro encontrar a Mery recogiendo antes del mediodía. Durante la mañana suele fregar envases plásticos, hervir agua, hacer gestiones, organizar su casa, visitar a alguien, vender la materia prima acumulada, escuchar música o mirar telenovelas. Según como amanezca. Su rutina obedece más a su ánimo que a las circunstancias.
Tampoco sale todos los días. En una semana sale tres, cuatro veces. Cada viaje requiere unas cinco horas y cinco horas reportan un kilogramo. Quizás menos. Ella no cumple una meta sino un recorrido, que acaba en el parque donde machaca las latas.
En un día como tantos, sale a la hora en que le deja servida la comida a Marinita. A cualquier hora post meridiem. O de repente, si se le ocurre alterar su rutina, se adelanta hasta las once. La suerte sonríe mejor temprano.
Los turistas son propensos a repartir regalos en las mañanas. Regalos que en rigor habría que definir como donaciones humanitarias extraoficiales, pues van desde medicinas, ropas y zapatos, hasta desodorantes, chicles y tampones para ciclos menstruales. Pero el término donación obligaría a la rudeza de remarcar las necesidades. Decir regalo es sofisticar la experiencia de dar y recibir. Mery no busca la solidaridad internacional, pero no niega que le agradan esas sorpresas. Aparte de esos flashazos de alegría, en un recorrido ordinario no hay nada que emocione.
Claro que no le puede gustar ese trabajo. Ni un poquito. La aburre, la agota, le duele. Y ya carga más de lo que su cuerpo soporta. Mery avanza con los hombros doblados por el peso. Sale con el nailon duro y transparente de las latas, que enrolla por la mitad para no arrastrarlo; con dos bolsas tejidas para echar los plásticos y cuanta cosa que le llame la atención; con su cartera de cuero gastado y asas sintéticas, donde lleva tres pomos con agua, de medio litro cada uno –dos para tomar y uno para lavarse las manos y la cara–, más jaboncito, toallita, peine; y con el estuche negro donde guarda fotos de familia, la chequera, medicamentos, papeles y una cucharita roja desechable, por si come algo en el camino. Incluso, hasta hace par de años, cargaba el trozo de adoquín con que machaca al final de la jornada. Sin embargo, se le ve pasar ágil, amable, bromeando.
Saluda y se queda mirando unos minutos al señor ataviado de pies a cabeza con instrumentos musicales sui géneris, que toca y canta con la cuerda que dan las monedas arrojadas a su sombrero. Saluda a los artesanos, a los dependientes de bares y restaurantes, a un trovador sin espectadores en un parque. Y le reclama a un hombre que presenta un show con dos pequineses negros disfrazados, porque ella se ha fijado en que hay uno débil, que ejecuta el número con dificultad. “Pobrecito”, me dice.
Mery va por el mundo compadeciéndose.
Cualquiera que la vea así, tan sin amarguras, tan generosa, tan en paz con la vida, podría pensar que su travesía es un paseo, y eso de las materias primas, una ganga. Cualquiera se engañaría.
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—Señora, va a tener que decirle abracadabra a la puerta para que se abra –dice una voz de hombre desde una ventana vecina.
—¿Por qué?
—Porque dejó la llave puesta.
—¡Ay Jesucristo! Me pasó otra vez –dice bajito y va a buscar la llave.
Muralla 212 es un biplantas colonial en ruinas. La planta baja es la tumba abierta del edificio. Unas columnas de hierro prolongan su sufrimiento. Se sube por una escalera cavernosa y apretada. Arriba las viviendas se encuentran desconectadas por los derrumbes. Hay paredes destrozadas, techos apuntalados. Nada inusual en la zona. Y en el centro, el hueco.
El problema del acceso a casi todos los hogares lo solucionan tres puentes rústicos de madera. El que conduce a casa de Mery es el más largo. Beneficia a varios núcleos. Y su puerta es la número 10 a lápiz, la que adornan dos fotos de perros y gatos, recortadas de carátulas de libretas, y un brillantico rojo con borde plateado de plástico, recubierto con escortei. Y muy cerca, a un costado del puente, sobre unas tejas de fibrocemento, se ven unos sacos con latas, cajas de cartón, tablas de madera y unos tarecos indefinibles.
—Ay Dios mío yo dejé la llave. Qué locura. Suerte que esto es para acá atrás, y aquí todo el mundo más o menos…
—Porque se le olvida.
—No puedo. Tengo que tratar de… Oye, oye a Marinita ladrando.
También se escuchan unos pollitos.
—Ella sabe que soy yo –agrega.
En cuanto Mery entra, la recibe Marinita descontrolada. La perra brinca, corretea, se trepa en el sofá, da vueltas entre los tres pollitos que andan sueltos.
—Oyeeee… Loquita. Todo lo hace añicos la descarada esta. Ay, déjame encender el fogón para ir haciendo los higaditos que mira qué hora es.
El cuarto es una combinación de museo y almacén de su labor. No hay superficies ni espacios vacíos. Hay zapatos en la escalera que conduce a la barbacoa. Vasos desechables y potes de helado apilados en la meseta de la cocina y sobre un escaparate. Pomitos plásticos de agua o refresco de marcas que no se comercializan en Cuba. Cucharitas de colores. Recipientes de cristal. Cazuelas y jarros de distintos tamaños. Una tanqueta enorme debajo del grifo del fregadero. Un disco de acetato de Sara Montiel colgado encima del fregadero. Un cuadro con una foto de boda y un estuche de Café Viva Rumba vacío. La caja donde guarda a los pollitos. Un búcaro con una rosa roja sobre el televisor. Relojes parados. Muñecas. Libros.
—Mija tengo este reguero porque qué va. El problema es que por la noche siempre estoy extenuada.
—¿Y esos pomitos que no son de aquí dónde los encuentra?
—Los extranjeros te los dejan en las papeleras. A veces los estrujan, pero cuando tú los soplas cogen su forma otra vez. ¿Ves qué bonitos? Y a veces los he visto que los han ido a romper y he dicho: “No no no no no… Aquí, en Cuba, nosotros, dar, importancia”. Entonces yo le prometí a ella llevarle de estos.
—¿A quién?
—A una muchacha que cuando los vio dijo: “Ay yo quiero”.
—¿Para qué los quiere?
—Para los niños, para el agua y para salir a la calle. Cuando tú sales a la calle no vas a sacar un pomo feo de esos de sábado corto. Lo que no se puede echar es café caliente.
—Y usted los lava.
—Mama si eso es de gente fina. Yo los esterilizo con agüita calientica más o menos ahí.
La casa de Mery sugiere que las latas dejaron de ser motivo y se volvieron pretexto. Desde el día en que Mery empezó a buscarse la vida en la basura y recuperó, por ejemplo, el primero de cinco forros de sombrillas rotas para usarlos de tapetes sobre los muebles, la basura dejó de ser basura. Más de la mitad de las cosas que se observan entre sus cuatro paredes salieron de basureros. Sin embargo, le son valiosas.
***
Las calles no dan latas fáciles. Hay que escudriñar el piso, casi restregar los ojos contra el asfalto. Registrar decenas de papeleras, cestos, basureros grandes –solo por encima–. Apartar suciedades, alimentos, cartones, envolturas, vidrios.
—¿Tú sabes lo que yo pienso?
—¿Qué piensa?
—¿Y si me muerde un bicho?
Bien que la podría morder un bicho, pero ese riesgo no la limita. Mete el brazo en la papelera sin vacilaciones. Hasta el fondo, si en el fondo divisa una lata. Luego la escurre en las palmas de sus manos. Casi todas son de cerveza. Disfruta enjuagarse las manos con el resto de cerveza que la gente deja. Resulta refrescante. También se unta algo en el pelo para amoldárselo.
Y si pretende visitar a su hija, en una jaba echa las sobras recientes de comidas que va encontrando para llevárselas al perro de ella al día siguiente.
—Mira: esto es harina nada más –me dice mientras me enseña unos pedazos de pollo empanizado–. Con lo que cuesta esto yo compro una posta que no cabe en la cajita.
—Tiene razón, es una estafa.
Mery me explica que no le gusta ir a casa de su hija con las manos vacías. Casi siempre la ayuda con algo, con una libra de frijoles, medio litro de aceite, azúcar. O le regala los regalos que le hacen los extranjeros.
—Yo lo que no te cojo las latas que están en los fangueros. Ni las que tienen cabos de cigarros dentro, o papelitos. Tú no sabes lo mal que me cae eso. Yo soy más limpia que las limpias. Si en mi casa echo agua afuera para limpiarme los pies antes de entrar. No le echo a los zapatos porque se me descuajeringan… Suerte que me he ido encontrando.
—¿Y por qué no las machaca en cuanto las recoge?
—No porque si te pones a machacar el que va delante se va llevando las latas.
No descansa en todo el trayecto. Se mantiene enfocada, atenta. Solo se detiene un instante, a veces, cuando se tropieza con alguien que conoce. Recogedores, la mayoría. Se preguntan qué tal ha estado el día, como si las materias primas fueran el clima.
—¿El día de los enamorados no saliste? –pregunta Mery a un viejo escuálido que recoge latas y botellas.
—No, no salí.
—Ah, perdiste prenda. El día de los enamorados yo cargué dos kilos. Tuve que ir a la casa y regresar.
—Ese día no me acuerdo por qué no salí.
—Ay déjame darte… A ver, agarra ahí. –Y le regala dos botellas que había recogido.
Entre casi todas las personas que se dedican a recoger hay una fraternidad muy sutil, de pequeños actos, que convierte una actividad económica en un mundo con normas no escritas. Un submundo donde se subsiste, donde no se hacen amistades de ir al cine un domingo, donde cada quien anda por su cuenta.
Este es un oficio solitario. Sobre todo, íntimo. Nadie quiere dejar testigos. Si se ven a dos recogedores juntos es porque son familia: madre e hija, abuela y nieto… Como si hurgar en la basura requiriera privacidad. Una mirada extraña que acompaña termina volviéndose un espejo indeseado.
—¿Eh me dejaste algo? –le pregunta un muchacho a Mery, medio en broma, porque seguro sabe que cuando se atraviesa un lugar recogiendo no se deja nada.
Ella responde riendo y sigue de largo.
—¿Qué le voy a dejar? Si mira lo poquitico que he hecho –me dice, cuando va por la mitad del camino.
Normalmente, después de cuatro horas y unos diez kilómetros, el resultado oscila entre 70 y 80 latas. Un kilo suman setenta y tantas. Luego toca escacharlas. Luego, madrugar para venderlas.
En lenguaje cotidiano, el resultado se traduce en que para poder comprar la librita de hígado o corazón, Mery debe recorrer 30 kilómetros y trabajar 15 horas. Mínimo.
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De acuerdo con un artículo publicado por Cubadebate en junio de 2013, en el país hay más de 5.700 “recuperadores de desechos reciclables por cuenta propia”. Por supuesto, esas 5.700 personas poseen licencia y pagan un impuesto mensual. No obstante, hay muchos más recuperadores que los registrados por la Oficina Nacional de Administración Tributaria.
Las casas de compras de materias primas a la población, que ascienden a 312 en todo el territorio nacional, no exigen que se presente otro documento que no sea el de identidad y pagan en efectivo por la mercancía, siempre que no se les haya agotado el presupuesto o llenado la capacidad de almacenamiento. Son ocho pesos por cada kilo de latas y 28.80 por cada caja de botellas de cerveza. Aunque cuando el comercio en estos establecimientos estatales se interrumpe, en el mercado informal la caja de cerveza se cotiza entre 15 y 20 pesos.
El artículo de Cubadebate también precisa que de las 430.000 toneladas que como promedio se reciclan cada año, 64 por ciento proviene de las casas de compras; 35 por ciento, del sector estatal, y el uno por ciento restante, de organizaciones sociales. Sin embargo, todas esas miles de toneladas anuales apenas representan el 35 por ciento de los desechos generados que son reutilizables en el país. Es decir, que más de la mitad de la materia prima se desperdicia.
Y como se intuirá por el hecho de que en Cuba no se clasifican ni seleccionan los residuos desde el origen, gran parte de las latas, botellas, cartones y demás materiales que se reciben en las casas de compras se recupera de basureros comunes y de las mismas calles; a pesar de que el Código Penal impone sanciones de hasta un año de privación de libertad a quienes infrinjan las medidas dictadas por las autoridades sanitarias para la prevención y control de enfermedades transmisibles.
La labor de los recuperadores se torna entonces una paradoja. Puede resultar muy ecológica e igual muy antihigiénica. Pero, en términos económicos, está resultando muy rentable. Según un reportaje de Granma, en 2014 el sistema vigente de reciclaje reportó al país un ahorro de 212 millones de dólares.
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—Esta carga que yo me eché con los pollitos es para que Marinita tenga con quién jugar, para que se entretenga –explica–. Muchacha, está de lo más encantada.
—¿Y no se los va a comer?
—Si la dejo los mata, porque ella es muy tosca retozando.
—Pero usted los cría para comer.
—Bueno, ojalá. Pero ya se murió uno, porque hay que ponerles bombillitos y yo no puedo estar en eso. Dime tú de dónde voy a sacar bombillitos.
El fogón está prendido desde hace rato. Pero Mery se olvida de que iba a cocinar y se pone a jugar con la perra. Agarra un palitroque de un platico encima del sofá, se lo pone en la boca, y la perra enseguida va a quitárselo.
—¡Mírala qué descarada! Ella no se come el palitroque, pero cuando yo me lo quiero comer porque sé que no está sopeteado, entonces viene y me lo quita. Mija pero no dejes nada a la mano de ella. Come papeles, cartón, todo lo que se encuentra. Yo pienso que es por eso que se llena y luego no come. La agüita de azúcar sí se la toma.
—¿Le echa agua con azúcar?
—Agüita azucarada tomamos las dos, porque cuando la leche se me acaba… Entonces Marinita tiene muchas amiguitas y amiguitos. Todo el mundo me pregunta por ella: “¿Y la niña?”.
—¿La ha llevado a recoger con usted?
—Sí, ella ha ido conmigo, y desde que sale hasta los bicitaxeros tienen que meterse con ella porque sale hablando: jaujau, jaujau, jaujau. Una bulla tremenda. Que ya todo el mundo sabe que es Marinita que va por Muralla, o que va por allá. Al agro mismo. En la panadería igual. Hay lugares donde yo la suelto, que no hay peligro, y entonces vamos por todo Obispo hasta San Rafael y Galiano. Ella va a la par mía, nada de mandarse a correr ni nada. Cuando vamos a cruzar la calle, yo la cargo. Y mucha gente ha hecho amistad con ella.
—¿Y por qué la quiere regalar?
—Sí mama porque me da miedo de que me vuelva otra vez el derrame. Cuando a mí me sucedió eso en diciembre de 2012 estuve reportada grave. Me le fui a mi hija 10 minutos. Lo tuve aquí por la noche y al otro día la llamé y ella vino del trabajo con un carro que me llevó para el hospital. Niña, y la enfermera a cada rato iba y me decía: “Meeeeeryyyyyy…”. Así bajito, con una voz tan linda. Y yo decía: “Quéeeeee…”. ¿Tú sabes para qué era eso? Para ver si me había ido del aire. Pero mírame: aquí estoy. Porque yo soy dura mima, soy fuerte, no me tiro a morir. El miedo mío es la perrita esta, porque a veces me siento mal por las noches y pienso que no voy a amanecer y me da lástima que se me muera, se putrefacte. Aquí se putrefactó una viejecita que la única que estaba preocupada por ella era yo. Tres días duró ahí. Mija y las personas que la vieron, que se metieron de guapas, esa noche no pudieron dormir.
***
—Y a veces tú tienes la suerte de que un extranjero te regale algo, porque a ellos no les gusta que la gente les pida limosnas. Hace un tiempo me regalaron un bolso lindo de Italia, que se lo di a mi hija. Blusas bonitas… Una vez me cayó atrás una francesa con la hija, que la hija me venía mirando los pies y me dice: “Señora mi mamá la viene mirando hace rato pero ella no entiende español, y ella tiene unos zapatos tenis, unos popis, que son el mismo número de usted”. ¿Sabes adónde tuve que ir a buscarlos? Tuve que coger todo Compostela lejísimo hasta una casa de esas que alquilan. Entonces me regalaron también un abrigo de visón. De visón mama, lindo… Que mi hija lo tiene. Negro precioso. Y una blusa. Bueno, mi hija se salvó. Y te digo, he tenido suerte también con personas cubanas. Una vez estaba esperando dos botellas de cerveza que terminaran dos cubanos ya mayores y estaba yo parada así con los brazos cruzados, porque a mí no me gusta decirte: “Estoy esperando la botella”. No, a mí no me gusta. Para que tú la vaciles, ¿tú me entiendes? Y cuando terminaron dice uno: “Espérese tía que le vamos a hacer un regalito”. Cien pesos me regalaron. Dije: “Bueno ahora me voy a arreglar mañana tempranito los espejuelos de ver cerquita”. Mira: estos son de dos vistas, estos me los encontré. Me he encontrado espejuelos en jabitas que la gente bota en las papeleras. Qué cómico, ¿verdad? No me da pena decírtelo. Mira: estos zapaticos me los encontré. Me he encontrado ropita… Mira: esta blusita me la encontré así también en un tanque arriba tirá. Mira qué bonita. No me da pena. Te lo juro que no me da pena. Porque yo quisiera que tú vieras las fotos mías de mi juventud, las que tengo en mi casa, que todo el mundo dice: “Ay qué linda”. Pero bueno, los tiempos cambian y una… Una deja de ser.
***
Hubo una época en que Mery enfrentaba las cámaras con audacia. Segura de su belleza. Consta en las fotografías suyas que muestra orgullosa, junto con otras de su familia, que conserva en una agenda de hojas celestes transformada en álbum.
—Mira a mi mamá, vestida a la usanza. Era una tremenda gallega.
—Qué bonita. ¿Era española?
—No, pero a las personas que tienen tipo de española les decían así. A mí misma cuando era jovencita me decían galleguita.
—¿Y esa es usted?
—Esa era yo. Aquí fue cuando me casé por tercera vez. Mírame qué figurita y qué piernas. Yo tenía 52 y trabajaba en un restaurante de categoría uno en Línea y Paseo, pero él no quiso que trabajara más. Después me separé porque él tomaba mucho. Y dije: “Qué va, a vieja yo no llego con un hombre borracho”. Y ya. No me casé más. Y aquí estoy con mi hija cuando tenía tres añitos, que vivíamos en un edificio al lado del Cine Payret. Yo tengo la foto por ahí donde salgo arreguindá en el balcón.
—¿Y por qué se fueron de ahí?
—Porque yo me separé de él. Él era un preso político.
—¿Quién?
—El papá de mi hija. Siempre estaba preso político. Deja ver si encuentro la foto en ese balcón.
—¿Por qué lo metían preso?
—Porque era contrarrevolucionario. A él no le gustaba este Gobierno. Mija pero me separé, porque él quería estar siempre preso y preso y qué va, no era fácil. Mira: este es mi hermano con la mujer, que ya fallecieron. Yo estaba estudiando canto en Holguín y no pude seguir estudiando porque tuve que atenderlo a él. Dos años estuvo con cabillas de acero soviéticas entre los muslos por un accidente de tránsito. Y éste fue el papá de mi hijo, que falleció en junio pasado por cirrosis hepática.
—¿Su hijo?
—Sí. Y el padre falleció en Estados Unidos ya mayor, que se fue con la sexta esposa. Él era muy enamorado. Yo me separé de él porque me fue infiel. Para que tú veas, siendo militar, me engañó. Estando yo con la barriga de mi hijo me encuentro foticos y cartas de amor y esas cosas en cajitas de fósforo. Y yo soy una mujer que no aguanta infidelidades. Ay… mira qué lindo.
—¿Qué es eso?
—El Capitolio.
—Sí, ¿pero qué pasaba en la calle?
—Ah, el desfile del miliciano. Y éste de acá era mi balcón. ¿Ves que en la baranda había una flor?
—¿Ponía una flor plástica?
—Sí, de esas bonitas. Ah… mírame aquí en mi balcón. ¡Qué gorda estaba! Vine para La Habana con 23 años y tuve que dejar al niño con su abuela paterna porque decía que si no lo dejaba se moría. Mira: esa era una mata de rositas de las que echan setenta y pico de rositas, entonces yo iba regalándole gajos a la gente y todo el mundo les ponía mi nombre, porque cogían fuerza enseguida. ¿Viste qué gorda estaba? Y qué fea estoy ahora. La vejez es fea. Nadie quisiera llegar. Aunque hay mujeres que llegan bonitas.
—No, Mery. Usted no es fea.
—Y aquí tenía el pelo largo. Ahora mira como me he mochado yo misma. Y esta me la tiró aquí una vez un fotógrafo cuando este cuarto era nuevo. Después me fui para el albergue, desde 2005 hasta 2008. Allá fue donde me atacó esa enfermedad, el síndrome Mallory-Weiss. Una laceración hemorrágica. Aquí está la historia clínica, que la tengo de recuerdo. Oye qué cosa más terrible: “sangramiento digestivo alto por lesión a nivel de la unión esofágica gástrica”. Por eso yo mastico como las hormiguitas cualquier cosa que vaya a comer.
—¿Y por qué le pasó eso?
—Dicen muchas personas que esas cosas provienen de estrés, de sufrimientos. ¿Y cuántos sufrimientos yo no tuve en la vida?
—¿Y no le dieron vivienda cuando estuvo albergada?
—No le dieron a nadie. Ahora todo el mundo está esperando, pero la gente quiere residencia en la Habana Vieja y ya te puedes imaginar.
La última foto del álbum de Mery es de hace más de una década. La mujer que recoge latas no aparece ahí. No le agradan las cámaras de fotos.
***
—Al principio en la casa de compra te daban un comprobante y tú podías decir: “Ah mira todo lo que he hecho”. Después no, un papelito chiquitico y ya. A veces, como yo confío, no sé ni cuánto hice. Te lo juro, a veces no sé ni cuánto hice. Me da una gracia… Porque digo: “Ay no he visto ni el papel”. El muchacho me dice: “Tantos kilos, tantos kilos”. Pero a mí se me olvida. Yo trato de hacer el cálculo cuando me siento en el parquecito de Obispo y Monserrate, que ahí tengo una piedrecita escondida en unos arbustos, pero siempre viene alguien y se me sienta al lado y me hace perder la cuenta. El otro día una señora me regaló dos sacos machacados y fueron 128 pesos. Le regalé cinco a la muchacha que paga y le dije: “Me da la gana”, porque ella no me los quería aceptar. Ese día ni me fijé cuántas libras eran. Sé que fueron 128 pesos, pero no me fijé te lo juro en cuántas libras eran. A ver, si ocho kilos son 64, 9, 72, y 10, 80 justos… Bueno, entonces fui y le llevé 50 pesos de regalito a la señora que me regaló los dos saquitos. Pero los tuve que cargar para mi casa. Ella me dijo que tenía otro pero no me conviene esa fuerza. Después no me puedo levantar. Entonces esto es un trabajito que no es fácil, pero es lo único que me da dinerito honradamente.
***
Cuando Mery llega al parque donde machaca, poco antes del anochecer, a su ánimo le cae encima todo el cansancio del día, todos sus años cumplidos, todas las cosas de la vida que la llevaron hasta ese murito en que se sienta con un nailon cargado de latas y una piedra.
Ahora sonríe menos. Habla con una mezcla de irritación y tristeza. Se marchó el personaje del monólogo. La mujer que es remplaza a la que hubiera podido ser.
Coloca las dos primeras latas, alza la piedra por encima de su cabeza, y deja caer el brazo derecho con un golpe seco. Una, dos, tres veces. Termina, las devuelve escachadas al nailon, coloca otras dos.
—Todavía no me ha contado qué cantantes le gustan.
—A mí, la gente de antes –dice deteniendo la piedra para pronunciar bien sus nombres–. Sara Montiel, Rocío Durcal, Estela Raval, Carlos Gardel, Libertad Lamarque… Lola Beltrán, Amalia Mendoza, Miguel Aceves… Nino Bravo, Ana Gabriel, Juan Gabriel, Antonio Aguilar… Y Marisela. Marisela… Ahora se me olvidó el apellido.
Y retorna a la rutina de la piedra. No quita la mirada de su objetivo. Su brazo descansa apenas unos segundos tras consumar el golpe. Recupera fuerza, busca altura de nuevo, y perfecciona. Las latas van transformándose en chatarra pintoresca. A los pocos minutos, me pregunta:
—¿Por cuántas voy? Perdí la cuenta.
—Por 24, creo.
—Hoy no debo haber hecho un kilo. Te lo juro: si yo no tuviera a Marinita no saldría más a la calle. Tengo que acabar de encontrar a alguien que la quiera… Oye, no sería la primera vez. Mira a Celeste Mendoza. La reina del guaguancó. Y a mí me contaron que se murió sola. Solita en su casa. Ese es el problema. No he sido la única.
—Pero Mery, ¿qué se haría usted sin Marinita?
—Yo creo que me muero –dice, sin dejar de machacar.