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¿Dónde pasarás la eternidad?

Casi nadie quiere irse de Cayo Granma (Foto: Geisy Guia)

Casi nadie quiere irse de Cayo Granma (Foto: Geisy Guia)

A Mermelada, Tiburón, Quintón, Zuki, Diana y sus cachorros.

Olivia tiene seis años y no le gusta el mar. Pero sí disfruta que le hagan ofrendas. Los pescadores que atracan en el muellecito de su casa y los niños que vienen a pescar mojarras y sardinas para carnada deben pagar peaje. Los mejores caracoles, los corales de abanico, las flores raras y los mangos de Toledo más dulces que lleguen a la isla le pertenecen sin cuestionamientos a la reina del Cayo. Extiende ambas manos. Con ojos muy grandes y sonrisa pícara espera impaciente los obsequios.

Su majestad no sabe nadar. Y eso es un problema, porque Olivia está rodeada de agua, en un trozo de tierra que se quedó como atragantado en el gaznate de la salida de la bahía de Santiago de Cuba, entre El Morro y La Socapa. En esa nuez de Adán del Mar Caribe que es el Cayo Granma viven también unos 1.026 súbditos contados a dedo y por familias, quienes han perdido sus nombres para ser rebautizados con irrepetibles apodos.

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Unas 1.026 personas viven en este pedazo de tierra (Foto: Geisy Guia)

Unas 1.026 personas viven en este pedazo de tierra (Foto: Geisy Guia)

Las teorías sobre el nombre del islote, o de cómo se fue poblando, varían según a quién se le pregunte.

Cayo Smith, afirman los nativos, era un lugar de veraneo para los ricos, “los potentados de Santiago”, que iban con sus yates a descansar de la ciudad. Dicen que Smith era uno de esos americanos y que a los efectos era dueño del cayo; pero Noel Santiesteban, El Maestro, explica que a pesar de buscar en los registros históricos nunca encontró ese apellido u otra referencia documental a la existencia del personaje, salvo el legado oral transmitido por varias generaciones.

La hipótesis de Noel se remonta a cuando esa porción de tierra no estaba poblada y la gente –pescadores en su mayoría– vivía en el caserío del litoral vecino: La Socapa. Los hombres que salían a la mar erigieron una ermita a San Rafael, protector de enfermos y pescadores, en el punto más alto de la isla, que es donde está hoy la única iglesia en América Latina consagrada al médico divino.

“Vamos al cayo de la ermita”, supone Noel que decían al principio. Luego, por vagancia o por apocopar, “vamos a Cayo Ermita”. Hasta que finalmente, por facilismo y asociación, mutó a Cayo Smith. “Es más fácil decir así, ¿verdad?”.

Cayo Ermita dejó de ser Cayo Smith en 1964, cuando el pueblo y el gobierno decidieron darle un nombre menos estadounidense y a tono con el nuevo contexto revolucionario. Así pues, se designó que fuera Cayo Granma, por el yate de igual nombre en el que desembarcaron Fidel Castro y 82 expedicionarios en playa Las Coloradas el 2 de diciembre de 1956.

—¿Por qué los pescadores trajeron el santo para acá y lo pusieron en la colina? ¿No podían dejarlo en La Socapa? –pregunto a Noel.

Son las 8:30 de la mañana y El Maestro me dice que lo estoy exprimiendo. Que a sus 63 años la memoria le falla. Que él ha tenido que hacer de historiador porque allí no hay ninguno y se siente dueño del cayo. El Maestro le ha dado clases a casi todo el islote en la única escuela que ha existido desde siempre. Durante 45 años ha impartido muchas de las asignaturas en la primaria y ahora que sus pies no le responden a causa de una enfermedad, hace que algunos de sus exalumnos lo lleven en la silla de ruedas hasta El Paraíso, restaurante donde pasa las tardes entre amigos y cerveza y desde donde vigila el otro palmo de tierra que le pertenece.

El Maestro cuenta que en 1870 Máximo Gómez, en un intento por demostrar que la pacificación no había llegado al Oriente de Cuba, como intentaban hacer creer las autoridades en Santiago, incendió el poblado de La Socapa y tiroteó el fuerte militar de El Morro. En dos ocasiones Gómez le daría candela a ese lugar y atacaría a los españoles. “No hay una sola alusión a esos hechos, ni una pequeña tarja en ese lugar”, aclara El Maestro. De tanto recibir tiros de uno y otro lado, los pescadores terminaron por mudarse a una tierra un poco más tranquila. Así dicen algunos que comenzó a poblarse el Cayo.

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Olivia (izquierda) y Keira (derecha) ahora viven en el Cayo (Foto: Geisy Guia)

—¿Quién es este hombre, Olivia? No lo digas al revés.

—Gómez Máximo.

—¿Y este?

—Antonio Maceo.

El padre de Olivia va sacando de a poco los billetes de diez y cinco pesos, mientras sonríe con orgullo ante cada respuesta correcta. A José Luis Acosta todos le llaman Luisito Cadeca, a falta –como de tantas otras cosas– de una Casa de Cambio de divisas. Nació en el cayo y desde hace 20 años, después de que su casa se quemara en un accidente, vive en los restos de un palacio de pioneros que había mandado a construir el comandante Juan Almeida Bosque. De las 258 viviendas del islote, solo seis son de mampostería; el resto es de madera.

Lo que más disfruta Luisito Cadeca es bucear, a pulmón. Lo hace cuando está estresado o para capturar jaibas, una especie de cangrejos que abunda en la isla y que es motivo incluso de un festival local, el Carijai. En el fondo del mar también hay otras cosas: platos rotos, botellas de barcos hundidos, botones de los uniformes del ejército español.

Luisito Cadeca sale a bucear todas las mañanas (Foto: Geisy Guia)

Un día, buscando cobos, a unos quince metros de profundidad, Luisito encontró una virgen. Al verla pensó que se había terminado el buceo para él. Hay quienes afirman que empezó a dar saltos y a gritar en medio del mar: “¡Soy rico, soy rico!”.

—Di la verdad, que era oro 18 –le grita un vecino desde el muelle.

—Ojalá –le responde al curioso–. Era bronce fosfórico, un material que parece oro porque no se pone prieto. Me dieron 40 CUC por ella. Yo no quería venderla.

Cadeca no es católico. Apenas lee la Biblia para relajarse y aprender. “Demasiadas religiones, no sé a quién hacerle caso”. No quería vender la virgen porque le pareció sagrada. Se la llevó a su esposa al Caney, un pueblo a las afueras de la capital provincial. Luisito quería que protegiera a Olivia, pero curiosamente la niña empezó a enfermarse y no salía del hospital. La madre pensó que la virgen estaba maldita y le pidió a Cadeca que se la llevara. Él la trajo al cayo y Olivia mejoró, luego volvió a llevarla al Caney y otra vez regresaron las enfermedades. Hasta que decidió venderla. Al otro día, la niña salió del hospital.

—Hay cosas y hay cosas –dice Luisito Cadeca, muy serio–. Parece que a mí solo me tocaba encontrarla. El comprador hoy me ve y me besa la mano y me dice que yo no sé lo que le he vendido. Pero bueno, así es la vida.

El aire de mar le hace bien a Olivia, a quien una vecina llama Gardenia, dice que por lo silvestre que es la niña. Por eso la trajeron definitivamente a Cayo Granma, junto a Keira, su hermana. Gardenia es flaquita y pequeña. Desde que nació ha tenido problemas cardiológicos. Keira es alta y muy fuerte, tiene unos rizos rubios que siempre andan enmarañados. No le gusta tomarse fotos si Olivia está en ellas, se pone celosa. A ella no la cargan quienes visitan la casa, no le alborotan el pelo ni le traen presentes. Tampoco la llaman los pescadores desde el muelle. Tiene cuatro años y entiende que su hermana es especial, es diferente.

Los días de clases a Olivia Gardenia la despiertan a las cuatro de la mañana. No puede asistir a la escuela local porque allí no tienen maestros especiales para los niños con síndrome de Down. No se deja peinar. Bajo protesta intenta permanecer despierta mientras la bañan y alistan para coger la lancha de las seis, en la que trabaja su mamá.

El Enlace IV es el único transporte que pueden usar los del cayo para ir a Santiago y los de Santiago para llegar al cayo. Es una hora de ida y otra de vuelta. Si alguien se queda dormido, o debe atender un imprevisto y se le va la lancha de la mañana, tiene que esperar hasta las doce del mediodía. Olivia termina a las 4:30 de la tarde en la escuela. Los de la ciudad que trabajan en la isla se marchan a las cinco y llegan a las seis al muelle de La Alameda. Es entonces cuando la reina del cayo regresa a su tierra.

El Enlace IV es el único transporte que pueden usar los del cayo para ir a Santiago y los de Santiago para llegar al cayo (Foto: Geisy Guia)

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Por Ernestino Cantillo nadie lo conoce, mas todos saben quién es Cucho el Sepulturero, el zacateca, el dueño del cementerio o el enterrador de la comarca. Para ir a verle a La Socapa hay que montarse en algún bote con motor. Toma tan solo dos minutos llegar al muelle que está frente a su casa.

En 2002, Cucho se quedó con el 60 por ciento de su salario en la fábrica textil Celia Sánchez Manduley, que cuando fue inaugurada por Fidel Castro era la más grande de América Latina. Con 43 años, fuerte todavía, tomó la decisión de trabajar como ayudante de enterrador en el cementerio cercano a su casa. Ahora es el responsable de cargar con la documentación, pero hace también todo lo demás por 475 pesos al mes. Abrir un hoyo, exhumaciones, atender las tumbas permanentes y rechazar a los que intentan comprarle huesos.

Han sido varias las propuestas.

Cucho es el administrador del cementerio La Socapa desde hace 13 años (Foto: Geisy Guia)

Según nos cuenta, el primer entierro se registró en los libros en 1921, pero le han dicho que desde antes el cementerio había sido usado como fosa común para algunos franceses y esclavistas blancos que con la Revolución de Haití en 1804 vinieron a fondearse en la bahía de Santiago. Al parecer hubo accidentes y ahogamientos mientras el gobernador de la ciudad no les permitía la entrada a Santiago de Cuba. Cuentan también que algunos, tras varios días de espera, decidieron desembarcar y establecerse en el cayo, lo que da pie a otra teoría de la conformación de su población.

En promedio, cada año solo hay entre diez y catorce enterramientos o fallecidos del cayo, La Socapa y Caracoles. “Las personas duran bastante. Yo saco el promedio de la edad al morir”, dice Cucho, “y en 2015 fue de 74, el de los cubanos está por encima de los 75. El histórico aquí en la zona está por los 72. Es que hubo dos fallecidos menores de 60 años que afectaron el promedio. En total, por lo que dicen los libros oficiales, en todo este tiempo se han enterrado 978 personas”.

La doctora de Cayo Granma se llama Bárbara Acosta y tiene 38 años. En cinco años en el islote ya conoce a todo el mundo y dice que la hipertensión y el asma son las principales enfermedades del lugar. Aunque el aire de mar es ideal para los asmáticos, los gases de la refinería y las partículas de polvo de la fábrica de cemento hacen mella en la buena salud de los isleños. Pero lo que más le preocupa es el alcoholismo. “Tanta ociosidad y falta de opciones culturales y recreativas está haciendo del consumo del alcohol un mal hábito, especialmente entre los pescadores”. Bárbara me confirma que sus pacientes son longevos, aunque ha podido reconocer un extraño patrón. “Mueren de viejos, pero cuando fallece uno, en el mismo mes mueren dos o tres más. Lo tengo estudiado y no me falla”.

Cucho el Sepulturero clasifica a los difuntos más comunes en ahogados, putrefactos y ahorcados. Siempre pregunta la causa de muerte y en su funesta estadística las enfermedades más letales son cáncer de pulmón, de próstata y de mamas.

Cuando comenzó a trabajar le tenía miedo al cementerio, pero ya después de un tiempo hasta a dormir se ha quedado, escondido detrás de alguna cripta para cuidar que no le profanen las tumbas. “Una vez vinieron hace como tres años unas gentes a hacer trabajos espirituales y abrieron bóvedas. Me preparé y dormí tres noches ahí para sorprenderlos, pero no di con ninguno. Por lo general a fines de año vienen a hacer trabajos, y hay quienes lo hacen hasta con los huesos de los muertos”.

Al principio, Cucho soñaba con el cementerio y los muertos. Durante ocho meses las calaveras le impresionaban muchísimo, hasta que poco a poco “el roce con los fallecidos” se hizo normal y les perdió el miedo, a los muertos y a la muerte. “Después de la muerte no existe nada. Yo he visto gente que en vida tenían miles de pesos, casa, carro, y han ido a parar al hueco con la peor ropa; esos nunca jamás van a recuperar lo que tenían”. Cucho vive solo, le hacen compañía dos perros y dos gatos.

El cementerio está sobre una colina frente al mar. Tiene un pequeño muelle, a donde antes llegaban en procesión los botes cuando moría alguien en Cayo Granma. Pero ahora está muy caro el petróleo, no alcanza para bordear la isla y hacer el atípico cortejo fúnebre. Desde que el señor encargado de traer el féretro en un bote particular murió hace algunos años, en la misma lancha de los viajes a Santiago (Enlace IV) montan a fallecido y familiares. En ella trasladan igualmente el pan de la bodega, los materiales de construcción, mascotas, enfermos, los alimentos para el comercio, mudanzas y todo lo que necesiten transportar las personas del cayo.

En promedio, cada año solo hay entre diez y catorce enterramientos o fallecidos del cayo, La Socapa y Caracoles (Foto: Geisy Guia)

Para ir a Caracoles o a Júcaro hay que pasar frente al cementerio. Tan solo cincuenta centímetros separan la cerca del trillo. En ese angosto camino, me cuenta Cucho, se han producido varios sustos. “Había un muchacho que no era de por aquí y estaba enamorado allá atrás en La Socapa y había otro vejigo que no le gustaba que viniese a noviar a este lugar. Entonces se escondió de noche detrás de una bóveda, se echó alcohol en la boca y sopló una fosforera. Cuando el muchacho pasó, vio una bola de candela que se apagó, pegó una carrera y nunca más volvió”.

Explicaciones lógicas, con argumentos sólidos, me va dando Cucho detrás de cada broma. “En otra ocasión, cuando había un buen restaurante por aquí, a un borracho se le fue la lancha de las once y se quedó dormido arriba de una tumba. Cuando vio a un hombre pasar de madrugada le preguntó: ‘Socio, ¿qué hora es?’. Te puedes imaginar que el otro pensó que era un muerto”. Cucho se ríe brevemente y vuelve a la carga. “Donde mejor se duerme es en un cementerio. ¿Tú crees que de noche alguien va a venir a molestarte?”.

El enterrador de la comarca respeta su trabajo. Tras el paso del huracán Sandy, hace tres años, las olas entraron dos metros en el camposanto, bañaron la tierra pero no la removieron ni descubrieron los restos humanos. En su casa, Cucho no podía parar de pensar en eso.

Cuando Bárbara hizo lo que hizo también fue por respeto a su trabajo. La doctora tiene apodo, le dicen La Loca. Dos días después del mismo huracán, el cayo era caos. El mar se llevó las casas en pilotes y el resto subsistió en muy malas condiciones. Las cisternas se contaminaron. Cientos de objetos, pertenencias y recuerdos volaron hasta la bahía y allí se quedaron.

El 27 de octubre, a las seis de la tarde, acompañó a uno de sus pacientes que estaba deshidratado y con diarreas hasta Ciudamar, un sitio a cinco minutos en lancha desde el cayo y desde donde se puede ir por carretera hasta Santiago. Los árboles caídos interrumpían todas las calles de la ciudad y hasta allá arriba no llegaba ningún vehículo. El paciente decidió irse a pie hasta el hospital y ella se quedó por si la necesitaban. “Por leyes de Capitanía, en tiempos de desastres, las embarcaciones pequeñas no pueden estar más de diez minutos en los muelles, y cuando yo sentí que estaban pitando en el cayo, yo sabía que la lancha me estaba llamando a mí, porque yo tenía pacientes con cólera. Y yo sentí que se habían olvidado de que yo estaba en Ciudamar, tenía miedo de que un paciente se me fuera a morir. No lo pensé y me tiré al mar”.

En menos de veinte minutos cruzó a nado el mar turbio y revuelto. Llegó muerta, dice, y así mismo fue a la lancha a atender a la pequeña de nueve años que le habían traído en muy mal estado desde Caracoles. Esa tarde se hizo capitana de barco, pidió permiso para llevar a la paciente hasta una sala de urgencias de la ciudad por la única vía posible, el mar. “Ya yo sabía desde antes manejar la lancha, porque en lugares como estos hay que aprender de todo”.

La Loca es madre de tres hijas y quiere ser máster en Urgencias Médicas. Por ahora es uno de los personajes del libro La noche más larga, que relata el paso de Sandy por Santiago.

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La casa en la que vive Olivia con su padre Luisito Cadeca (Foto: Geisy Guia)

La casa en la que vive Olivia con su padre Cadeca es una de las pocas que siguen estando en el mar después de Sandy. La construcción aguantó, pero media casa se perdió con los vientos. A la bisabuela de Gardenia le dieron un apartamento en la zona urbana de El Salao, a consecuencia de los daños del huracán. Esos edificios están a más de 30 kilómetros del mar.

En el cayo hubo 38 derrumbes totales. La mayoría de esas personas, que hoy viven en facilidades temporales, tenían sus viviendas con los pilotes en el agua; y a casi todas el gobierno provincial les ha prometido un apartamento, porque en el cayo no se puede construir y no es seguro estar tan cerca de la costa.

“Yo solo espero que la casa que me den esté cerca del mar, porque vivo de la pesca. Si no tengo dinero para alimentar a mi familia y tiro un cordel desde el quinto piso de un edificio, ¿qué puedo pescar? Nada. Parado aquí en el portal, yo echo el anzuelo y tengo la comida segura”, me dice Luisito, y sé que eso es tan solo una parte de lo que le preocupa de una futura mudanza. Ya han pasado tres años desde el ciclón y aunque a todos en casa les gusta el ruido del mar, incluso cuando está embravecido, es un verdadero riesgo estar a más de dos metros fuera de los 2,2 km² de tierra firme de Cayo Granma.

“Hay gente a la que le dieron casa en Santiago y está esperando a que alguien quiera hacer una permuta para regresar al Cayo”, dice Susú, la manicura. “Cada cierto tiempo vienen por aquí los del gobierno haciendo un censo para ver cuánta gente se quiere mudar, porque dicen que aquí hay potencial turístico. Pero nadie se quiere ir”.

Rebeca Cunill sí quiere marcharse. Su casa, la azul marino de la calle principal, tiene más de 120 años, es de madera y fue concebida sobre la técnica de Ballom Frame. Valiosa arquitectura que apenas se realiza en nuestro país y que es herencia de las técnicas constructivas de los estadounidenses. En el año 2000 comenzaron las primeras obras de un proyecto de colaboración entre la Junta de Andalucía de España y la Oficina del Conservador de la ciudad de Santiago de Cuba, que abarcaba la restauración de esta y otras 16 viviendas de Cayo Granma. Seis años después, esas acciones de conservación fueron distinguidas con el Premio Internacional de Arquitectura y Urbanismo en Guadalupe y fueron reconocidas en el Salón Nacional de Arquitectura.

La arquitecta Aleida Márquez atiende en la oficina del conservador el área patrimonial del Castillo del Morro, donde está ubicada el cayo. Me explica que la intención de la rehabilitación era buena, “reparar desde el frente hasta el fondo de la casa, manteniendo la antigua fachada”. Pero las intenciones no fueron suficientes.

Al comienzo había que trasladar, en la lancha pública, el cemento, los bloques, la mano de obra especializada. No obstante, la gente estaba contenta. En menos de cinco años les repararían sus paredes centenarias, pensaron. Pero el quinquenio estimado al inicio se ha convertido en quince años y aún faltan viviendas por concluir. Una terminación áspera que les consumió el triple del tiempo inicial y de los recursos a la oficina del conservador.

“El frente y las ventanas tienen comején. La madera original que teníamos era de cedro y en más de un siglo nunca cogió bichos. La que nos pusieron era pino verde, y ya ves, no ha durado ni siete años”, me dice Vivian González, hija de Rebeca, mientras me va mostrando la casa. En esta familia, rara avis, no hay apodos.

Instalaciones sanitarias e hidráulicas deficientes, techos que gotean y paredes removidas unos centímetros del lugar en el cual deberían estar, son problemas comunes en la casa rosada de los hermanos Hernández y en la verde de Juana Oria, ambas, en la calle principal 24 de Febrero.

Hasta el pasado año estuvieron los obreros trabajando en la reconstrucción del cayo, cuando demandaron sus servicios en el remozamiento de la ciudad de Santiago por su 500 aniversario fundacional. Ahora, en 2016, deben regresar a Cayo Granma para terminar lo que empezaron.

Aleida explica además que la rehabilitación de estas casas antiguas debe ir acompañada de un plan de reordenamiento territorial, “porque si el cayo necesita madera no puede ser que su reserva más cercana esté en el otro extremo de la provincia, en la Gran Piedra. Luego esos árboles necesitan pasar por un proceso de secado, que a veces no toma todo el tiempo que necesita y que no se certifica. A eso se suma que cuando hacemos un pedido de una madera específica y no hay, debemos tomar la que sea que nos ofrezcan porque luego no sabemos cuándo tendremos otra oportunidad de abastecernos”.

La casa de Rebeca fue el puesto de comercio del cayo antes de 1959. Tras las expropiaciones, pasó a ser propiedad de su padre, quien se la dejó en herencia. Rebeca sabe que debe mudarse a la ciudad de Santiago, por la vejez y porque necesita estar cerca de un hospital.

En 2010 la contraparte andaluza retiró su apoyo y presupuesto al proyecto de restauración del cayo, para el que se había destinado un cuarto de millón de euros. Desde esa fecha, según Aleida, las acciones de conservación fueron asumidas por la oficina del conservador de Santiago de Cuba. Los conservadores son solo una parte del engranaje necesario para preservar la historia que esconde cada habitación y baldosa de esta porción de tierra. Para 2016, se aprobó un nuevo proyecto destinado a la reparación de 19 inmuebles. Esta vez se implementará la modalidad de construcción por esfuerzo propio.

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Desde 1965, la zona del Cayo está congelada. No se puede construir ni una casa. Las puertas permanecen abiertas, las ventanas no tienen rejas. “Aquí no hay ladrones. El único policía es el Jefe de Sector”. En el embarcadero hay un banco bautizado como El Asiento de los Vagos, que es casualmente donde he esperado la lancha en estos días.

El cayo tiene una sola calle, hecha de lajas superpuestas. Debería ir bordeando el islote como la loma de La Farola en Guantánamo, pero se empezó a hacer y no se terminó. El resto son senderos de tierra. Hay uno en particular que debe ser vigilado, el trillo de la escuela. La causa es Tatica, la mujer más vieja de la isla. Con sus 92 años, comienza a barrer el portal de su casa y termina dándole la vuelta a casi todo el pueblo. A causa de un descuido –nadie se percató de que era mediodía y Tatica estaba barriendo desde hacía cuatro horas–, en una ocasión a la señora le dio un desmayo y medio cayo fue al consultorio 44 con anciana en brazos y rezando para que no hubiese pasado nada. Cuando se repuso, uno de sus hijos le juró que le iba a botar todas las escobas que encontrara a su paso.

Ver a tantas personas emparentadas me hizo pensar en algo que me comentó Cucho. “Allí había casos de juruminga”–léase incesto–. Me explican que como el transporte siempre ha sido un problema, nadie sale a la ciudad en la noche. Con pocas opciones recreativas a partir de las 8:00, muchos primos terminaron casándose entre sí. “Todos nos conocemos, porque todos somos familia”, dicen en el pueblo. Una decena de Felisolas, otro tanto de Almeida-Esteris, o de Cunill, van componiendo una madeja intrincada en el árbol genealógico.

En Cayo Granma hay profesiones escasas o nulas. No hay jardineros, ni veterinarios. Tampoco hay acomodador de cines o taxistas, porque no hay cines ni taxis. Otros trabajos abundan, como las manicuras. Hay al menos tres, “que eso en este pueblo es mucho y me hacen la competencia. Quien viene a arreglarse conmigo es porque de verdad le gusta lo que le hago”. Al menos una veintena de dibujos diferentes habla de la especialización de Susú, cuyo verdadero nombre es María Antonia Cavado Almeida. “Aquí las mujeres son muy presumidas”.

Susú, la manicuri (Foto: Geisy Guia)

No importa cuántas veces se pregunte ni a quién, le darán todo el tiempo la misma respuesta: “lo mejor del cayo es la tranquilidad que se respira”, la ausencia de autos u otros artilugios que puedan hacer ruido o contaminar. El hecho de que en menos de ocho minutos y 30 segundos usted puede atravesar todo el pueblo y llegar a donde quiera sin tener que subirse a una camioneta, a una guagua de rutina incierta.

En este islote las casas se pintan del mismo color de las barcas, rojo brillante con blanco, verde, amarillo. Casi no hay árboles, ni bicicletas. Te puedes encontrar a un adolescente que carga dos tiburones pequeños, o a un joven que presume a la espalda su pesca, un castero de 200 libras. Me dicen que los hombres de este lugar no son muy altos. Los blancos, mestizos y negros se confunden con el bronceado y la piel desnuda que la sal y el sol van cocinando sin prisa.

Me sorprende que todos sepan desde dónde soplan los vientos, que los mayores afirmen que hay cambio climático porque en diciembre “ya la brisa del Norte no te levanta al pasar por El Paraíso”. Desde cualquier cima se ve el otro cayo blanco, el definitivo, el de Cucho, donde Noel, El Maestro, separó una parcela en lo alto y de frente hacia la terraza de su restaurante favorito, para vigilar. También me abruma saber que llegué tarde, porque hasta hace dos meses los verdaderos gigolós de Cayo Granma eran los perros.

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Olivia y Keira tienen un pastor alemán. Se llama Canyo y cuando Luisito Cadeca sale a bucear se pone nervioso y quiere saltar al mar porque cree que su dueño se ahoga. Canyo es nuevo en el cayo y se salvó por los pelos de morir a manos de los de Zoonosis. Los once perros de María Teresa Esteris no tuvieron la misma suerte.

Teresa Mermelada sufre mucho, sufre más desde aquel día. Ella cuida a su nieta, porque su hija se fue de joven a trabajar a Varadero. Nunca regresó. Conoció a María cuando la niña tenía apenas quince días de nacida, se la envió su hija para que la cuidara porque nada bueno puede crecer en el ambiente de una prisión femenina. Su nietecita rubia, María Luisa, va como Olivia a una escuela en Santiago para niños con lento aprendizaje, en la que está becada toda la semana. Teresa trabaja en la ciudad limpiando una casa para “tratar de complacer” a su nieta, porque en Cayo Granma no hay mucho “trabajo para sobrevivir”.

El consuelo de Teresa eran sus perros. Sus favoritos eran Diana y Mermelada –que se llamaba así porque le gustaba mucho el dulce–. La acompañaban en las noches a pescar en una extraña balsa que improvisó con pomos plásticos inflados o llenos de poliespuma y apilados en dos sacos de nailon. La pesca es para vender porque ella es vegetariana, no le gusta el sabor de ninguna carne. Tal vez por eso tiene piernas tan flacas que le hacen parecer un muñeco de palitos.

Perros grandes eran cinco: Mermelada, Tiburón, Quintón, Zuki y Diana, que había acabado de parir unos seis cachorritos a los que no les había puesto nombres. “Yo me fui en la lancha a trabajar y cuando vine supe que Zoonosis estuvo en la isla regando trozos de mortadela envenenados. Me los mataron. Lloré mucho. Eran unos perros muy buenos y muy amantes a mí”.

La misma seguridad que hay en el cayo hizo que la gente de allí nunca amarrara a sus mascotas. Sabían que ningún auto las atropellaría y que era imposible perderse. Los canes, con los mismos problemas de aislamiento que sus dueños, se volvieron promiscuos y se reproducían a sus anchas en la isla. Los acusaron de ser los causantes de enfermedades diarreicas. Zoonosis llegó sin aviso en una lancha, a petición de la delegada y de varias personas de la comunidad, dispersó la carnada y fueron cayendo indistintamente perros callejeros y mascotas. “Yo no estaba aquí, si no hubiese sido una desgracia”.

Teresa habla rápido. Es viuda desde hace catorce años. Todos los viernes va al cementerio de Cucho a visitar a su madre. En su casa, que no tiene cerradura, solo un hilito que cualquiera puede halar para abrir la puerta, los únicos muebles son una mesa y una silla plástica. Sus adornos son fotografías de amigos extranjeros que conoció en el cayo. Una credencial de un festival de cine rompe lo homogéneo. Teresa es una actriz natural. Hace dos años fue la protagonista del documental Iceberg de Juliana Gómez Castañeda. El póster tenía la imagen de Teresa y Diana en la balsa. Para la inauguración la invitaron a La Habana. En el cine 23 y 12 esa noche fue una reina, una diosa. Cada una de las flores que le arrojaron en la premier están colocadas en una botella en la vitrina de la sala. Ella espera una segunda parte, tiene ganas de contar que le asesinaron a sus perros. Mientras tanto, en la cocina, le sirve leche a un nuevo cachorrito.

Teresa Mermelada (Foto: Geisy Guia)

Salvo pocas excepciones, todos los cayomiteros con los que hablé me dijeron que “nunca se irán del cayo, que siempre han vivido ahí y que no hay mejor lugar para ser feliz”. Luisito Cadeca lleva a todos lados una medalla que guarda en su billetera. También la encontró en el mar, y en ella se lee una pregunta, que más que un versículo religioso parece un enigma filosófico: “¿Dónde pasarás la eternidad?”.

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