Seis pasos son los que se necesitan para recorrer de un extremo a otro el cubículo de Marisol Rojas. En la sala, un sofá de vinil muestra las huellas de la espalda de uno de sus hijos, quien usa constantemente el mueble para dormir. La cama doble y una cuna ocupan todo el cuarto. La ropa, acomodada en cajones y percheros, cuelga en el único lugar que queda disponible, el baño.
Son diez las personas registradas en este núcleo familiar que acaba de aumentar a once con la recién nacida Asihanna. No todos viven juntos, aunque quisieran; el cubículo es muy estrecho para acogerlos. Hace apenas tres años y unos meses que a Marisol la trajeron con su familia al albergue de 140 y 33, en Marianao, después de que su casa en la calle 71 entre 132 y 134 se derrumbó. Esta vivienda había sido declarada previamente en mal estado, condición que se agravó con las lluvias.
Más de 132.000 personas se encontraban en anuencia de albergue en La Habana a finales de 2014, según datos publicados por el periódico Granma. Actualmente, quienes residen en la capital cubana bajo ese estatus, en principio transitorio, deben esperar entre 15 y 20 años para obtener una vivienda, lo cual hace prácticamente permanente su estancia en los albergues.
Marisol acaba de comenzar el ‘tránsito’.
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El Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (ONU-Hábitat), en la versión ejecutiva del perfil de la vivienda de Cuba publicada en 2014, define una vivienda de tránsito como una instalación de carácter provisional atendida por el Estado, que aloja a personas que han perdido sus casas por fenómenos hidrometeorológicos, derrumbes, peligro estructural u otras causas, hasta que se consiga la solución definitiva de sus hogares.
El doce por ciento de las más de 700.000 viviendas existentes en la capital se encuentran en mal estado, de acuerdo con los datos ofrecidos en el Censo de 2012. Cualquiera de las familias residentes en estas viviendas podría ser la próxima que necesitara albergue.
En Marianao viven actualmente 135.844 personas y tiene una densidad poblacional de 5.862 habitantes por cada kilómetro cuadrado. Existen, además, 1.096 personas con expediente de albergados, dice Mirthea Che Ferrer, directora de la Unidad Municipal de Atención a las Comunidades de Tránsito (UMACT). De ellas, 216 están ubicadas en las comunidades de tránsito y el resto permanece en viviendas que han sido declaradas inhabitables, debido a la falta de capacidad de albergue.
Marta Martínez, jefa del Departamento de Control de Fondos de la Vivienda del municipio, señala que en diciembre de 2015 se reportaron alrededor de 3.464 viviendas en estado técnico malo y unas 5.684 en estado regular, lo cual representa cerca del 20,7 por ciento del fondo habitacional de la localidad, que está compuesto por unas 44.135 edificaciones y 479 ciudadelas.
La arquitecta Martha Garcilaso de la Vega advierte en su investigación doctoral que las comunidades de tránsito en Cuba “congregan ciudadanos con menos posibilidades económicas y que presentan con mayor frecuencia condiciones socio-culturales y de conducta con disfunciones notorias. Todo lo cual genera, aun sin intención, una segregación social en crecimiento”.
Garcilaso añade que los albergues, desde sus orígenes, fueron pensados como soluciones temporales, por eso tenían las condiciones mínimas de habitabilidad; entre ellas, sanitarios y habitaciones colectivas. El derrumbe del campo socialista afectó considerablemente el sector de la construcción en Cuba. Sin casas nuevas que entregar, se prolongó el periodo de estancia en los albergues hasta casi hacerlo permanente. Los cubículos fueron divididos y se construyeron baños nuevos para dar un poco de privacidad a las familias.
La austeridad económica demandó nuevos recursos, mano de obra y presupuesto en una inversión que, según el arquitecto Miguel Coyula, no se recupera, pues “ocupa suelo urbano pero no lo urbaniza, y además sustrae recursos que podrían emplearse en el mantenimiento y reparación del fondo construido”.
Patricia Batista, profesora de la facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, considera que en el albergue, de cierto modo, se reproducen a pequeña escala, de modo compacto, las desigualdades sociales.
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El asentamiento en el que vive Marisol es considerado un albergue de referencia en el municipio. Mirthea afirma que “comparado con otros albergues, ese es de los mejores, incluso a nivel provincial”. Para otorgarle esa categoría, han tenido en cuenta que los cubículos son amplios, están en buen estado constructivo, y se han mejorado los servicios residuales y sanitarios.
Un banco, un teléfono público que no funciona y la caseta solitaria de la Administración ocupan el área común del albergue de 140 y 33. Desde afuera se ven tres naves pintadas uniformemente de un verde azul que ya comienza a palidecer, cubiertas de fibrocemento y puertas de aluminio que permanecen cerradas. Son escasos los elementos distintivos en el exterior de los 31 cubículos: alguna que otra maceta con helechos o malanguetas y rejas en las ventanas. En tres paneles eléctricos se apiñan numerosos metrocontadores.
“Este es un albergue tranquilo, por lo general. Los problemas ocurren en el interior de las familias. Todos los cubículos tienen sus afectaciones, en algunos el patio está tupido o hay huecos por los que entran ratones. Otros tienen filtraciones en el baño o cuando llueve se llenan de agua”, explica Marisol.
A ella le preocupan especialmente los ratones, porque una de sus hijas acaba de parir, y “el olor de los bebés es algo que buscan mucho esos animales”. En 2015 una de las brigadas que la UMACT designó para hacer reparaciones en el albergue selló algunos de los patios que estaban en peores condiciones. Sin embargo, en el de Marisol quedaron varios agujeros por los cuales asoman las ratas. Para contener un poco la situación ha llenado ese espacio con botellas rotas y vidrios.
El presupuesto otorgado a la UMACT de Marianao en 2015 fue de 136.000 pesos para reparaciones, mantenimiento y gastos de este albergue. Otros 200.000 están destinados para la reparación de la comunidad El Pescaíto, e igual cantidad se asigna para imprevistos. Las acciones constructivas en esos asentamientos han sido ejecutadas por brigadas de albañiles por cuenta propia y estatales. Algunos residentes no estuvieron satisfechos con esa labor pese a la firma del acta de conformidad con el trabajo de los obreros.
“Esa es su casa mientras estén allí”, dice Mirthea sobre los albergados. “Sin embargo, hay quienes rompen o no cuidan las cosas nuevas que les colocamos en los cubículos, por ejemplo los baños y las tejas. Otras veces se resisten incluso a las reparaciones”.
Alberto Argudín tiene 46 años, cobra 250 pesos y trabaja como custodio en las noches para poder atender a su madre de 71 años en las mañanas, quien tiene el lado derecho del cuerpo paralizado a consecuencia de una isquemia cerebral. Desde agosto, el piso de su cubículo se moja durante las lluvias debido a que un vecino del albergue se subió al techo a coger un mango y le partió dos tejas. La dirección de la UMACT se las facilitó, pero hoy están superpuestas porque no fueron fijadas con cemento. Alberto lleva viviendo cinco años allí.
Patricia Batista aclara que a las personas que viven en las comunidades de tránsito les pasa algo llamado expropiación y el no sentido de pertenencia hacia el lugar en el que se está. “Cuando las personas no son partícipes del proceso de adquisición y no ven en el objeto final el esfuerzo de su trabajo, no lo sienten propio”. Lo más común es encontrar en ellos un desapego por lo temporal y lo que se les ha dicho que no les pertenece.
Desde hace más de tres años, 140 y 33 presenta inestabilidad con los administradores. El promedio de duración del responsable del albergue es de cinco a seis meses. Todos los que entran se van, o son trasladados y a decir de muchos no llegan a empezar, ni a terminar nada.
Durante ese periodo, más o menos, los residentes de allí no han sabido con exactitud sus posiciones en el escalafón que se conforma para el otorgamiento de viviendas, pues este documento permanece encerrado en la deshabitada oficina de Administración. Una copia, al menos, está colocada en el mural de la UMACT en la calle 59 entre 100 y 102.
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Entre los núcleos que llevan más tiempo en 140 y 33, está el de Librada Rivas. Recientemente, uno de los cubículos quedó disponible porque a un médico le otorgaron una vivienda; Librada le solicitó a Mirthea que la trasladara del cuarto 16 para ese que había quedado vacío y tenía mejores condiciones. Como esta señora de 67 años padece una enfermedad cardíaca, los funcionarios aceptaron la mudanza. En su apartamento ubicaron a otros miembros de una de las familias del albergue que desde hace algunos años estaban esperando por una capacidad que les permitiera salir del inhabitable en el que vivían.
“Cuando se nos cayó la casa, hace 18 años, mis hijos decidieron que yo viniera para el albergue porque era la que estaba en peor estado”, explica Librada. “Los que cupieron en el cuarto vinieron conmigo, los demás se quedaron viviendo en el derrumbe y allí tengo aún a algunos de mis nietos. Yo solo quiero que salgan de allí, porque esa casa está irreparable”.
Patricia Batista refiere que estas estrategias de supervivencia que desarrollan las familias conlleva, en la mayoría de los casos, un costo a nivel de vínculos. La lógica que les hace decidir proteger a unos miembros también deja a otros desfavorecidos y, a la larga, esa estructura familiar se daña y se vuelve disfuncional.
En el albergue las líneas del tiempo son difusas, no corren las horas, ni los minutos. Los segundos no existen, toda acción importante, todo hecho relevante, solo cuenta en años. Así lo percibe Yutclaidy Pol Rojas, de 21 años, hija de Marisol. Es la madre de la nueva nieta en la familia y de otra pequeña de dos años, llamada Ainoa, quien “desgraciadamente” también le nació en el albergue. “Yo llegué aquí con 17, y no sé cuánto tiempo más me falta ¿Morirnos aquí? Yo no quería que me cogiera el año de mi hija aquí, pero ya voy por el segundo y si todo sigue igual habrá un tercero, un cuarto y hasta un quinto años”.
“Las personas necesitan cosas que les brinden estabilidad”, resalta Patricia Batista, “especialmente las que suplen necesidades básicas, por ejemplo la tranquilidad de tener un techo propio, para procrear y legar esa seguridad a otras generaciones. La incertidumbre y el no saber también imposibilitan el desarrollo de metas de superación personal y profesional”.
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Entre noviembre y diciembre de 2015 ascendieron a 30 los derrumbes totales y parciales en Marianao. Según Greta Rodríguez, subdirectora técnica de la Vivienda en el territorio, “más de 18 núcleos familiares se vieron afectados”. El edificio de 108 entre 45 y 47, declarado previamente en estática milagrosa, sufrió un derrumbe parcial.
Mirthea explica que el gobierno municipal y las instituciones implicadas tomaron como medida emergente albergar a esas personas en la escuela de arte Eduardo García, debido a que no existían en la provincia capacidades de albergue ni fondo habitacional disponible.
“Desde la aprobación del Decreto Ley 288 en 2012, que les da a las personas el derecho de vender o donar su casa, ya no se ingresan viviendas al fondo del municipio”, comenta Marta Martínez. “Tampoco hacemos confiscaciones por ningún concepto. Lo que incorporamos son las nuevas construcciones que hace el Estado”.
En el Acuerdo 107 de 2012, que establece las normas para la construcción y asignación de viviendas en La Habana, el Consejo de la Administración Provincial refiere que “la disminución de traspasos de viviendas al fondo estatal por otros conceptos obliga a garantizar el régimen de distribución y asignación de viviendas disponibles”.
Para ello toman como canteras el total de las viviendas que se construyen anualmente a partir del financiamiento asignado por el Ministerio de Economía y Planificación; el 50 por ciento de las viviendas que se construyan con financiamiento propio en Moneda Nacional y Libremente Convertible de cualquier organismo, cuando no se destine a estabilizar la fuerza laboral, y el 100 por ciento de las viviendas recuperadas por reconstrucción y/o rehabilitación de edificios financiados por las UMIV.
Varios funcionarios de la vivienda en el municipio afirman que el segundo acuerdo no se ha cumplido a cabalidad, pues las empresas entregan cuotas muy inferiores a las pactadas. De igual modo, las brigadas constructoras que antes recibían un porciento de viviendas para los microbrigadistas que reparaban esos edificios han manifestado inconformidad con el primer y tercer acuerdos, razón por la cual se hace más difícil pactar convenios de trabajo.
Ante este panorama y la urgencia de ubicar a las familias damnificadas, el gobierno de Marianao decidió que varias entidades del municipio cedieran tres locales de poco uso, que ya se habían considerado para hacer construcciones en 2016. Greta explica que hubo que accionar con rapidez y se hicieron proyectos para adecuar esos centros a las necesidades de una familia de tránsito.
Al presupuesto de la UMACT se adicionó un suplemento de más de 71.000 pesos que se destinó para la construcción emergente de cubículos. Mirthea agrega que para 2016 se proyecta la nueva comunidad de tránsito Estrella Roja, en uno de los espacios cedidos en el municipio, que puede albergar varias familias.
Bárbara Mercedes León es la jefa del Departamento de Atención a la Población de la Dirección de la Vivienda en Marianao. Desde hace más de diez años se encarga de cuestiones asociadas a los albergados y los casos sociales. “Hemos insistido en que aquellas personas que no tengan recursos para reparar su vivienda se acojan a un subsidio porque no hay capacidad de albergue en la provincia”, dice. “Muchos prefieren esperar a que les den una vivienda nueva a intentar reparar su casa”. “¿Alguien que se albergó antes de que saliera la posibilidad de acogerse a un subsidio o crédito, puede hacerlo ahora?”, le pregunto. “Si la vivienda de esa persona está declarada como inhabitable reparable, puede hacerlo. De hecho, nos ha pasado que al darle una solución definitiva a una familia del albergue, le hemos cedido la casa de esta que estaba en mal estado a un caso social y la han reparado con un subsidio y con su esfuerzo, sin tener que albergarse”.
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Al verla supe que le había caído todo junto, como si su sangre clamara fatalidad y hubiese venido a purgar el karma, para quienes creen en él. Porque Cecilia Valdés anda muy atolondrada como para andar buscando justificaciones cósmicas a su mala suerte. No es la Cecilia de Cirilo, ya sabemos. Su segundo apellido es Estrada. Tiene 42 años, mulata con más de negro que de blanco. Atiende Vigilancia en el CDR y desde 1987 vive en el albergue de 110 y 37, cuando allí solo se permitían a mujeres y niños. Desde 1987 también vive mojándose porque el agua le entra por los arquitrabes.
Llegó como el resto; ese año su casa, que ya estaba deteriorada, se derrumbó. A partir de entonces ha visto desfilar brigadas de mantenimiento. Le cambiaron la puerta y las ventanas por unas de aluminio, le levantaron una pared interior y le dejaron el baño a medio terminar.
Les ha escrito a los tres periódicos nacionales Granma, Juventud Rebelde y Trabajadores explicando que hace casi 29 años está en la misma situación y que solo quiere la legalización de su vivienda. “Soy un caso social crítico. Tengo una niña (de 23 años) con retraso mental agravado por un trastorno psiquiátrico y es epiléptica. Viven conmigo dos lactantes en riesgo social por estas condiciones. Uno de ellos ha tenido once ingresos, incluso ha estado en terapia intensiva”.
La Comunidad de Tránsito de 110 y 37 aparece en los registros de la Vivienda como solución definitiva desde el 23 de mayo de 2012, en un documento firmado por Ana María Nápoles, directora de la Unidad Provincial de la Atención a las Comunidades de Tránsito. Para que una capacidad de albergue adquiera esa condición, debe tener la habitabilidad, es decir los espacios y condiciones imprescindibles como baño, cocina o un techo. Además, debe medir más de 25 m²; y el futuro propietario debe firmar un acta de conformidad con el acuerdo.
A pesar de que esta decisión se adoptó hace más de tres años, la mayoría de quienes hoy viven en los once núcleos del albergue afirman que desde 1999, fecha en la que llegaron, se les prometió la propiedad de sus viviendas. Al menos así lo recuerda Yaité Ganzó, de 41 años.
“A mí me trasladaron del albergue El Chico para darme mi vivienda aquí en Marianao. Que el techo se mojaba y la meseta de la cocina no estaba enchapada, eran las excusas que nos ponían en la UMACT para no darnos la propiedad. Luego, quien estaba de directora de ese organismo en ese periodo nos dijo que si reparábamos la casa por nuestros propios medios, entonces sí nos daría el título”.
Yaité le tomó la palabra e hizo una placa, dividió la casa para tener otro cuarto. Construyó una red sanitaria independiente, porque las tuberías que estaban colocadas en el desagüe eran de electricidad, y puso el piso nuevo. En esos trámites andaba cuando cambiaron a quien estaba al frente de la UMACT. La nueva jefa les declaró como ilegal todos los cambios realizados en el albergue y hoy sigue sin la propiedad.
Mirthea hace un año que dirige la UMACT de Marianao y aclara que estas viviendas no constan como albergues, pero que se siguen reportando hasta tanto no tengan propiedad; que las casas de esa comunidad están en proceso de legalización, y que sus expedientes están en el Departamento de Control de Fondos del municipio. En este departamento lo que se hace es “tramitar la documentación oficial y la conformación del expediente de habitabilidad. Pero a algunos no se les va a poder tramitar porque violaron regulaciones urbanas e hicieron ampliaciones”, dice Marta Martínez.
—En los casos que no pueden ser tramitados, ¿quién se encarga de analizar integralmente todo el proceso?
—Supongo que la UMACT –responde Marta, que trabaja en Control de Fondos desde 1999–, porque yo no visito las comunidades, ni veo el lugar, ni me encargo de revisar el proceso anterior, solo me encargo de la legalización.
Al hacerle la misma pregunta, Greta contesta:
—Esas viviendas forman parte de un proyecto de albergue. La UMACT tiene un presupuesto asignado para reparaciones y el pago a brigadas que se encargan de crear las condiciones en las comunidades. Eso no pueden hacerlo las personas.
La comisión de distribución sesiona cada 15 días o una vez al mes y se encarga de discutir, revisar y analizar las propuestas de entrega de viviendas para albergados o de excepcionalidad por casos sociales. Está compuesta por el vicepresidente de la Asamblea Municipal del Poder Popular, la directora de la UMACT, el director de Vivienda, la jefa del Departamento de Atención a la Población, la jefa del Departamento de Control de Fondo y un representante de Trabajo y Seguridad Social. Todos integran el voto colegiado, que aprueba o no los casos analizados. El problema de 110 y 37 ha sido discutido varias veces en esa comisión.
“Llevo tanto tiempo viviendo aquí con mi madre, mis hermanos y mis cinco muchachos que lo que quiero es que me den la propiedad de esta casa para pedir un subsidio y tratar de vivir como las personas”, dice Cecilia Valdés.
A nivel provincial, existe también una comisión de distribución y el voto colegiado. Greta Rodríguez estuvo en la comisión provincial que en 2015 aprobó la propiedad para los casos que en 110 y 37 no habían cometido violaciones urbanas. Cecilia Valdés es uno de ellos, pero aún no lo sabe.