Hay, en Youtube, un video de 19 minutos con más de nueve millones de reproducciones. Es la historia de Chimamanda Adichie, contada por sí misma frente a una audiencia que bien podría haber leído o no a la escritora nigeriana. Adichie viene a predicar sobre lo que llama “el peligro de una sola historia”. Específicamente, a revelarse contra el peligro de contar “una sola África”.
Cuando aprendió a leer, a los cuatro años, devoraba toda la literatura a su alcance. Fundamentalmente libros de autores estadounidenses e ingleses, que eran los pocos que había en su ciudad natal. Adichie fue, también, una novelista precoz y a los siete años comenzó a escribir historias similares a las que estaba leyendo.
“Mis personajes bebían cerveza de jengibre porque todos los personajes de los libros ingleses que había leído bebían cerveza de jengibre, no importaba que yo no supiera qué era la cerveza de jengibre”.
Su punto era simple. “Como yo solo leía libros donde los personajes eran extranjeros, estaba convencida de que los libros, por naturaleza, debían tener personajes extranjeros y narrar cosas con las que yo no podía identificarme”.
Sustituyan donde dice “libros” por “periódicos”, “noticieros de televisión”, “magazines de radio”, “web periodísticas” o cualquier otro recipiente de información de interés público. Y en donde usa “extranjeros”, pongan “preconcebidos”, “estereotipados”, “sin matices”. El peligro de contar una sola historia, ya sea por la manera en que lucen los personajes, o los sitios donde habitan, o las realidades que los rodean, será entonces mayor.
Precisamente para esquivar estos peligros –con pocos recursos y sin certeza de éxito– salimos de La Habana del 9 al 16 de noviembre pasado. Desembarcamos primero en Santiago, luego en La Maya y, por último, en Jutinicú, un pueblo a ocho kilómetros de Songo, y a casi 40 de Santiago de Cuba, a donde se llega caminando, en la guagua que pasa solo una vez al día, o en tren –cuando no lo suspenden.
De Jutinicú poco podemos decir que no esté en los reportajes y las crónicas que integran este, nuestro segundo número. Es un pueblo lleno de Salvadores y Mireyas, es también el sitio donde la gente suele mezclar la realidad y la fantasía y perder la memoria con frecuencia, la cuna de los Cabrales –de donde saldría la esposa de Antonio Maceo– y la tierra donde la Virgen de la Caridad fue robada sin que se pueda saber aún por quién.
En Jutinicú se complejiza la noción del campesino, saltan a la vista las vulnerabilidades de un consejo que integra a más de mil habitantes y donde apenas quedaron diez casas en pie tras el paso del huracán Sandy en 2012, es el lugar donde la plaga arrasa producciones de tomates, pero es también el sitio que casi logra autosostenerse alimentariamente.
Para acercarnos a sus múltiples historias nos despojamos de los patrones citadinos, de visiones habanocentristas de la realidad, de cualquier idea preconcebida. Y terminamos replanteándonos nuestras nociones de campo, pobreza, soberanía alimentaria, equidad de género, desarrollo local.
Periodismo de Barrio no nace para “darles voz a los que no tienen voz”. Estamos conscientes de que cada ciudadana y ciudadano puede autorrepresentarse mejor de lo que lo haría cualquier medio de comunicación. No obstante, nos anima la intención de que las historias de este pueblo salgan del espacio geográfico que ocupan sus habitantes y lleguen hasta ustedes. Su atención es, desde ya, lo más preciado que podemos devolver a quienes tan generosamente compartieron su tiempo, sus historias y sus alimentos con nuestro equipo.
Jutinicú nos dejó el cosquilleo fastidioso que se siente cuando se nos queda algo en el camino y que definitivamente puede definirse como nostalgie. Quizás, con un poco de buena suerte, mientras leen este número se les contagie.