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El arte de perder

Mireya tiene la piel negra hermosamente curtida y el acento declamado de los santiagueros de cepa (Foto: Elaine Díaz)

Mireya tiene la piel negra hermosamente curtida y el acento declamado de los santiagueros de cepa (Foto: Elaine Díaz)

Tantas cosas parecen decididas a extraviarse…

Elizabeth Bishop

En el escurridero: un plato, un tenedor. En la sala, el sillón y la máquina de coser donde borda mosquiteros, manteles, pañuelos, calzoncillos. En la finca, una yunta de tres bueyes. Un pañuelo amarillo en la cabeza. Dos tizones pícaros por ojos. Una piel negra hermosamente curtida, el acento declamado de los santiagueros de cepa, y un feeling invariable con la muerte.

Esas son las propiedades de Mireya. Otras muchas cosas ha perdido. Una cama, una vitrina, una suegra demente, la juventud que la suegra demente le arrebató. Y más. Tiene la rara condición de nunca haber poseído nada y de haberlo perdido todo, hasta la edad.

Su madre murió pocos meses después de que Mireya naciera y la orfandad la envolvió en una extraña bruma. Desde entonces, se mueve por aproximaciones. Dice tener sesenta y tres, pero quién sabe. Cuando sus tías las fueron a matricular por primera vez en la escuela, no sabían si Mireya tenía nueve, o diez, u once.

—A rumbo me pusieron en un grado –dice–. Mi papá perdió la cabeza con la muerte de mi madre y olvidó qué día yo nací.

Pero no hay que pensar en un padre despreocupado, sino demasiado ocupado, con doce hijos a cuestas y Mireya la menor de todos. Su infancia transcurrió entre dos pueblitos incrustados en el Oriente profundo: La Fama y Los Chivos. Las tías –esa especie inasible que suele paliar tragedias– se ocuparon de su educación hasta que a los quince volvió con su padre.

Todo lo que vino después, a Mireya le trae una sospecha.

—Parece una tristeza la vida mía –dice.

***

Tiene tizones pícaros por ojos (Foto: Elaine Díaz)

Tiene tizones pícaros por ojos (Foto: Elaine Díaz)

En octubre de 2012, cuando nada podía impresionarle, el ciclón le pegó duro en el rostro. En el noticiero rememoraban huracanes anteriores: cómo, gracias a la Revolución, los damnificados no quedaban en la calle. Ante las noticias de siempre, Mireya no tenía por qué alarmarse.

Una prima suya se fue con el padrastro a una casa de mampostería en el frente. Por el pueblo –Jutinicú– pasó un camión recogiendo a las personas para evacuarlas en La Maya. Le preguntaron y, sin dudarlo demasiado, decidió quedarse. Contrario al Occidente, Santiago de Cuba no tiene una experiencia sostenida en enfrentar ciclones, y Mireya cometió el error de muchos: subestimar. Se acostó a dormir, hasta que el fin del mundo la despertó.

—Aquel ciclón era un terremoto –dice–. La noche era más oscura que nunca. Yo trataba de mirar por alguna hendija y no podía. Era como una candela, como un cocuyo, como un remolino en candela, y roncaba una cosa como un carro que quería arrancar. Y se fajó con esta casa, que era de fibro.

Le ganaron los nervios. Pidió auxilio, misericordia, le habló a la Virgencita de la Caridad. En ese momento, tuvo la ingenua pero comprensible idea de que el huracán Sandy se estaba ensañando con su propiedad en particular, de que todas las ráfagas de viento, toda la masa de agua y todas las descargas eléctricas de aquel bicho atmosférico se habían concentrado en un solo punto estratégico para caer con alevosía sobre el bohío suyo.

La raíz etimológica de la palabra huracán, dicen, viene del vocablo maya hurakan. Y hurakan fue un Dios creador que sopló sobre las tempestuosas aguas del inicio para formar la tierra. No resulta ocioso suponer que en 2012, año del fin del calendario maya, el mismo Dios, ahora destructor, volvía a soplar con furia para completar el ciclo y barrer con lo que en algún momento había creado, y que la faena empezaba por casa de Mireya.

***

El pretendiente era mayor y el padre no quería. El padre no hacía más que recordar que Mireya era huérfana y que, por tanto, no podía permitir que los rufianes se aprovecharan. Pero el tiempo demostró que el pretendiente no era ningún rufián. Mireya se casó a los diecinueve con un vestido blanco de mangas, se fue a Jutinicú, y su esposo carretero le compartió lo que tenía. Siete u ocho caballerías de tierra y una yunta de cuatro pares de vigorosos bueyes.

En el arco que va del casamiento a la muerte sorpresiva del esposo, Mireya fue siendo cada vez menos una tímida niñita sin madre para convertirse en el animal de trabajo que es hoy. Escardó la tierra. Sembró maíz, boniato, frijoles, tomate, plátano. Fue carretera ejemplar y ama de casa consagrada. Cuando su suegra perdió la cabeza, Mireya se vio envuelta en una de esas complejas relaciones de amor-odio que sobrevienen al intimar en demasía con un familiar de nuestros familiares que a la larga no es familia nuestra. Ningún caso más típico que el de las nueras y las suegras.

A la suya le diagnosticaron una arterosclerosis y Mireya lo único que dice es que con esa señora tuvo que luchar. Poco a poco, la suegra se fue consumiendo. Terminó en una cama, sorbiendo jugos y emitiendo gemidos hasta que se apagó. Sin suegra, con un esposo que se iba al campo al amanecer y que no regresaba hasta las ocho o las nueve de la noche, Mireya vio la oreja peluda de la soledad.

El antídoto obvio, lo que el libreto dictaba, era un embarazo. Y lo tuvo. Pero a los siete meses todo se fue por el caño. Las consultas médicas quedaban a kilómetros de distancia, en Songo, y Mireya hacía el recorrido a pie. En una de esas, comenzó a sangrar. No le prestó atención. Y no sabe por qué. Es decir, no sabe por qué no le prestó atención, y tampoco sabe por qué perdió la barriga.

—En aquel tiempo –dice– yo no tenía la inteligencia que tengo ahora.

Los años siguientes podrían resumirse en continuas e infructuosas consultas, hasta que el marido se cansó de escuchar la monserga de obstetras que nada resolvían y dijo que ya no quería tener hijos, que no lo molestaran con turnos ni le hicieran perder el tiempo.

El 20 de febrero de 1991, el marido desenyuntó sus bueyes, amarró la carreta, y mientras se daba unos tragos, se fue de espaldas desde lo alto de una grúa, irreversible y tragicómicamente. Mireya lloró, heredó los bueyes y las caballerías de tierra. Se asoció a la cooperativa del esposo difunto, pero los bueyes, uno por uno, fueron cayendo.

—La gente comentaba que por mal de ojo, pero la verdad es que los bueyes ya estaban viejos –dice.

Con ahorros, pudo comprarse otro dos, armar su yuntica, y luego adquirir un tercero. En ese rango que solo los campesinos manejan con precisión, y que va de diminutivos a superlativos sin pasar por gradaciones corrientes, lo que Mireya tiene hoy no es ya una yuntica, sino una yuntona. Es decir, bueyes de más de tres años. Adultos, si tenemos en cuenta que el promedio de vida de un buey es de una década, poco más.

En la cooperativa, el resto de los campesinos decidió que Mireya formara parte del pleno ejecutivo para liberarla del trabajo duro. Ahora, alguien le maneja la yunta por un salario y ella se dedica a repartir citas, organizar reuniones, atender al sindicato. Vende el maíz de la cosecha a 60 pesos la lata. Tres latas son un quintal. Y su yunta produce tres quintales al mes. Además, vende turrones de maní.

—El almíbar se hace con agua y azúcar. Se pela el maní y se muele, y luego todo se mezcla. Pero la crema tiene que ser gordita, porque la crema fininita es para chorote.

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En el patio, Mireya recoge la ropa que ya está seca (Foto: Elaine Díaz)

De noche, los ciclones son principalmente vendavales sonoros, sinfonías del desastre. Todo lo que nos llega es el estrépito de un techo roto, un árbol arrancado de cuajo, postes eléctricos caídos, los tironazos del agua, el maléfico silbido del viento, que parece burlarse. Pero, en propiedad, no vemos ni el techo roto, ni el árbol arrancado, ni el poste eléctrico caído, por lo que creemos que las consecuencias siempre serán menos de lo que realmente terminan siendo.

Aquella vez, este equívoco balsámico también se vino abajo para Mireya. El huracán, como si estuviera huyendo de sí mismo, se metió adentro de su casa. Se llevó el tejado de fibro por delante, desbarató la vitrina, la cama, el colchón, y no cargó con más porque no había. Mireya voceó y su vecino contiguo le indicó que se refugiara bajo la mesa, suponiendo que quedaba alguna. Mireya se olvidó de sus frugales pertenencias y se fue a un rincón de la cocina.

—Me senté en un saco de hojas de maíz y me quedé quietecita ahí, arrinconadita.

En la mañana, comprobó que los destrozos superaban con creces su drama personal. La cosecha de frijoles había desaparecido, las matas de mango y de mamoncillos levantadas de raíz, las palmas sin una penca, casas enteras en el suelo.

—Cuando salí a la calle y vi lo que había pasado, me puse a temblar y me tranqué tres días.

Aun así, Mireya cree que bastante poco sucedió. Jutinicú, con su armazón de madera, es un pueblo demasiado débil para enfrentar ciclones. E inmediatamente, como si fuese responsabilidad suya, aclara por qué no tienen, ni ella ni casi nadie, mejores casas. Con doscientos pesos de chequera de su esposo difunto no alcanza para remendar los estropicios ni para comprarse una nueva cama, menos para construir una vivienda de mampostería.

Tras el paso de Sandy, se inscribió en la categoría de “reparaciones” y consiguió 12 tejas de zinc para arreglar el techo de la cocina. Mireya espera que también le subvencionen un poco de cemento. Si viniera otro ciclón, sería la primera en evacuarse, aunque quiere morirse en su casa. No le gustaría que la estuvieran moviendo de sitio.

Ella es, también, algo que alguien sembró, y varios abonos la sostienen. Las radionovelas de la mañana, los boleros de los cincuenta, las improvisaciones de Cándido Fabré, y las piezas que con frecuencia suele bailar a solas. Así como el hombre siempre tiene dos hambres, también por la vida del hombre, indefectiblemente, pasan dos ciclones. Para Mireya, a pesar del susto, octubre de 2012 no fue más que una ventisca.

En el escurridero: un plato, un tenedor.

En el escurridero: un plato, un tenedor (Foto: Elaine Díaz)

*Las entrevistas para este trabajo fueron realizadas por Elaine Díaz.

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