Apenas cuesta imaginar el jeep que se detiene al borde del camino, la expectación en el rostro achinado del joven que termina de acordonarse un zapato y se levanta, la tranquilidad con que ese otro joven que va en el jeep, muy serio, sin la sonrisa que más tarde se volverá legendaria, pregunta a quemarropa:
—¿Te quieres morir?
Tampoco es difícil imaginar el leve encogimiento de hombros que antecede a la respuesta:
—Pues sí, me quiero morir.
—Entonces súbete.
El escenario de este encuentro es la Sierra Maestra. El intrépido muchacho que se monta en el jeep, tras la insólita invitación de Camilo Cienfuegos, se llama Salvador Oduardo y tiene hoy 79 años, una esposa, ocho hijos, once nietos, cuatro bisnietos y la amabilidad suficiente para concedernos un poco de su tiempo y recibirnos en su casa, en el poblado de Jutinicú.
La ropa le queda tres tallas más grande y las palabras, cuando habla, le salen despacio, como destiladas. Mientras conversamos, Celeste Caballero, su esposa, desgrana unas mazorcas de maíz. Está sentada en el portal, en una silla de madera, y sostiene entre los muslos una cazuela repleta de mazorcas, en donde caen los granos que va arrancando.
Según nos cuenta Salvador, su abuelo chino llegó a Cuba en un barco, dentro de una caja de bacalao, y aquí se enamoró de Trina, una cubana. La pareja tuvo varios hijos, entre ellos el padre de Salvador, “una gente bruta”, “un chino cruzado” que años después abandonaría a su bebé de solo tres meses. “Mi papá me botó”, dice. “Mi mamá me crio sola. Ella cobraba por lavar, almidonar y planchar una muda de ropa, y por las tres cosas pagaban nueve kilos”.
Salvador, que nació en Las Mercedes, provincia Granma, en 1936, tuvo más hermanos por parte de madre y de padre. A los hermanos de la línea paterna los fue a conocer de niño, así como al padre. De no haberse interesado en ir, quizá no los habría conocido jamás. En la actualidad, algunos viven relativamente cerca de Jutinicú, en Dos Caminos; uno de ellos, incluso, lo visitó en una ocasión, aunque no ha regresado.
Al resto de sus hermanos los veía con cierta frecuencia, hasta que su madre falleció. Desde entonces, ha ido una o dos veces solamente. “Estoy por ir”, dice, “pero no hay posibilidad, porque se necesitan 200 o 300 pesos y no los tengo. Ellos no saben mi dirección, no saben nada. A lo mejor piensan que yo me he muerto… Pero estoy vivo todavía”.
A los nueve años se marchó de su casa y empezó a trabajar en una finca cerca de Las Mercedes, a fin de mantenerse y ayudar a su madre. El viejo Ramón Galán, dueño de la finca, nunca había tenido hijos y lo trató como si lo fuera. Al principio, Salvador recogía las vacas en el potrero y las llevaba al corral; luego se encargó también de ordeñarlas y de encerrar a los terneros, y trabajaba en el campo, en los cafetales, hacía el queso, lo entregaba en las tiendas, liquidaba, recogía el dinero. Cuando se volvió más fuerte y confiado, le tocó arrear mulos, cargar el café del campo para la casa, ir a la tienda a buscar provisiones, “hacerlo todo, todo”. Allí, arreando bestias y labrando la tierra, aplicado, infatigable, Salvador se hizo hombre.
Andaría por los 20 años cuando el jeep en que iba Camilo lo alcanzó y se detuvo junto a él. “Yo no me quería morir”, dice Salvador, “pero como él me preguntó así, yo le contesté así”.
El caso es que se montó en el jeep y eso, más allá de si quería o no quería morir, demuestra a las claras que estaba dispuesto a morir.
De la guerra no recuerda demasiado, pero él no recuerda demasiado de casi nada. Primero fungió como enlace, asegura, y posteriormente estuvo en las tropas. Menciona un combate en Marea del Portillo en donde el Ejército Rebelde capturó 32 prisioneros, y sobre todo habla de Camilo, de la amistad que los unió. “Yo en la guerra anduve mucho con él”, dice. “Ese era mi amigo de verdad”.
Ya había triunfado la Revolución cuando se cruzó en la Sierra Maestra con un equipo de geología, integrado, entre otros, por un ingeniero de La Habana y un “gallego” que bien podría haber nacido en Sevilla o Madrid.
—Compay, ¿no hay trabajo para mí? –le preguntó al gallego.
Cabe suponer que el gallego lo miró de arriba abajo, sopesándolo, antes de contestar:
—Búscate un machete.
Al inicio, “chapeaba para hacer las líneas de topografía” y cantaba de puro alegre. El ingeniero de La Habana lo escuchó un día y lo trató de convencer para que se fuera a la capital a probar suerte como cantante. A Salvador, guajiro enrevesado, le daba pena eso de cantar en público y se negó. “Yo no tenía la voz como Cándido Fabré ahora”, explica. “Para mí el canto de Fabré no sirve, con esa ronquera. Para cantar hay que tener una voz clara, bonita, que atraiga”. Insistimos en que nos cante algo, lo que sea. “A mí me da pena. No sé cantar ya”, dice. “Ya no me atrevo”.
Fue a parar, después, a la mina de Los Chivos. La curiosidad lo condujo enseguida hacia las máquinas de perforación soviéticas, en donde vio cómo un operador les indicaba a dos ayudantes que movieran “unos hierros” de un lugar a otro.
—Ven acá, chico, ¿para qué tú mandas a cambiar esos hierros? –le preguntó al operador.
—Para que los ayudantes no estén parados mirando.
“Bueno, tengo que hacerme operador”, pensó, “porque yo no aguanto que me estén mandando a trabajar por gusto”. Había, no obstante, un problema: Salvador no sabía leer, ni escribir ni sacar cuentas, y para operar las máquinas precisaba un poco de todo eso. Se acercó a un viejito al que llamaban Camay y le dijo:
—Necesito que me ayudes, porque para trabajar en la máquina esa tengo que hacerme operador. Yo no puedo estar de ayudante aquí mucho tiempo. Esto no me cuadra.
—Está bien –le respondió Camay–. Yo te voy a dar clases.
“Antes las cosas yo me las aprendía fácil, no había que decírmelas más de una vez”, explica. “Me las aprendía solo y aprisa. Ahora tengo mala memoria y todo se me olvida”. Al año, según él, ya podía vérsele operando las máquinas de perforación, actividad que desempeñó a lo largo de casi tres décadas.
Anduvo por Moa, Ponupo, Margarita de Cambute. Su paso por El Cobre lo marcó, porque allí tuvo un hijo, pero fue en Los Chivos donde se enamoró: “Yo vi a aquella muchachona hermosa y dije: ‘¡Ay, Dios mío!’”. Celeste, la muchachona, tenía entonces trece años. “Empecé a enamorarme de ella y a enamorarla”, recuerda Salvador. “Un día le dije: ‘¡Vámonos! Después nos casamos, no te preocupes’. Y de loca se fue conmigo”. El primero de sus siete hijos con Celeste no tardó en nacer y, tras la muerte del padre de ella, se trasladaron a Jutinicú.
Al jubilarse, Salvador pidió un pedazo de tierra como usufructo y, durante 20 años, se consagró a trabajarla. Nacieron los nietos, el huracán Sandy se ensañó con Santiago, llegaron los bisnietos y llegaron, además, las enfermedades. “La peor enfermedad que yo tengo ahora son los años”, dice. Y agrega: “Tengo los huesos desbaratados, úlcera crónica, una hernia por dentro, no sé dónde, y el ánimo perdido”.
Los padecimientos, sin embargo, no son el problema, sino la causa. La desgracia de Salvador estriba en que el deterioro de su salud le impide trabajar tanto como quisiera. “Con lo que me jubilé no me alcanza para mantenerme yo, ni la vieja ni nada”, explica. “Se necesita mucho para vivir”.
Ahora son los hijos quienes se encargan mayormente de labrar la tierra. Salvador se ocupa de tareas no tan exigentes, como acarrear leña, no demasiada, o llevar a pastar a su ovejo. Lo conduce hasta la línea del tren, próxima a su casa, y lo amarra a un árbol. Él, mientras, se sienta a la sombra, quizá en un portal, y lo vigila. “Aquí está el ladrón que esto es lo nunca visto”, dice. “No puede uno ya ni sembrar en el campo, porque todo se lo roban, ni tener un animalito y descuidarse por ahí, porque se pierde”.
En su opinión, la pena infligida a los ladrones debería ser más severa. “El otro día me llevaron de la vega seis cambutes”, nos cuenta, “porque en Holguín los venden a cinco pesos la mano. Es probable que yo sepa quién fue, porque me dijeron: ‘Fue el nieto de fulano quien te lo llevó’. Pero si voy y lo acuso, le meten una multica y entonces viene para acá, haciéndome sombra y queriéndome hasta matar. Y andaría suelto, y eso no es castigo ninguno para alguien que robe”. Su idea del castigo idóneo es diferente, diríase incluso que medieval: “A uno que robe lo que hubiera es que cortarle una mano para que no robara más”.
En semejante anhelo cabría advertir una reminiscencia de la etapa en que “un ciudadano que hacía cualquier cosa mudaba el cuero a planazos si los guardias lo cogían”, pero la extrema severidad de Salvador proviene asimismo de otro lugar. A Salvador, pasmosamente ecuánime, se le quiebra la voz no cuando habla del padre que lo abandonó, ni de su madre, ni de los hijos y hermanos que casi nunca lo visitan, sino cuando nos dice que, desde hace un año, apenas puede trabajar. Esta es, al menos en la actualidad, su mayor desdicha. “En la vida yo he pasado mucho trabajo y he trabajado mucho, yo no he descansado nunca, yo trabajé infinitamente”, dice, y a un hombre así, a un hombre curtido en el sacrificio, con la vergüenza intacta y obligado, por demás, a ver cómo “los muchachones de la juventud de hoy” recogen lo que no sembraron, sin largar el pellejo en la tierra, invirtiendo de la peor manera la energía y la fuerza que a ellos les sobran y que a él le han sido arrebatadas cuando aún le hacen falta, a un hombre así, quiero decir, uno debe perdonarle sus fantasías de violencia.
*Las entrevistas para este trabajo fueron realizadas por Liliana Sierra y Elaine Díaz.