-Pero hay que tener ojos para ver. El que tenga ojos vea.
-¿Ver qué, ver qué cosa?
-Ver lo que necesitan ver los ojos cuando ya lo han visto todo repetidamente.
El caballo de coral, Onelio Jorge Cardoso
I
Al barrio San Felipe no se entra por equivocación. Nadie se pierde tan lejos ni tan profundo en La Habana Vieja. Quien se desvía de la avenida Cristina, baja por la misma calle que presta su nombre a ese barrio, cruza la casi siempre fría línea del tren, cruza también el cerco de ojos espabilados, interrogantes, nunca hostiles, de quienes viven en la orilla de los rieles, y continúa descendiendo hasta encontrar una Cuba dolorosamente cierta, sabe hacia dónde va y qué ir a buscar. O al menos anda con alguien que sabe y le puede indicar, que vale igual.
Aquí no hay sitios de interés histórico, comercial o gastronómico. No hay tiendas, ni bares, ni restaurantes, ni hoteles, ni museos, ni adoquines, ni plazas con palomas, ni renta de habitaciones, ni esculturas de personajes ilustres, ni teatros iluminados, ni ferias de artesanías, ni grupos de turistas, ni artistas ambulantes. Ni siquiera hay de esos inmuebles achacosos de finales del XIX o principios del XX, que a pesar de sus grietas feroces y balcones tambaleantes, lucen el prestigio que confiere la antigüedad.
En San Felipe no hay algo que quepa en las imaginaciones comunes sobre La Habana Vieja, que suelen circunscribirse a su centro histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1982. En términos políticos y administrativos, integra uno de los siete consejos populares que estructuran ese municipio. Pertenece a la circunscripción 54, del Consejo Popular Tallapiedra, fundado el 10 de octubre de 1990 junto con el de Jesús María. Sin embargo, no parece parte de La Habana Vieja. Y hasta que no hablas con su gente, ni siquiera te parece parte del país.
Eso sí que encuentras: muchas familias. Familias que residen ahí desde hace décadas. Algunas incluso desde antes del Triunfo de la Revolución en 1959. Familias que continúan creciendo y construyendo. Muchas, emparentadas por sangre. Otras, por adversidad. De acuerdo con Maikel Borrás, presidente del Consejo Popular y delegado a la Asamblea Municipal del Poder Popular por la circunscripción 54, en San Felipe hay 85 núcleos, que incluyen a 254 personas, 52 de las cuales son niñas y niños. Quizás demasiadas, para tratarse de un barrio insalubre y vulnerable a inundaciones en caso de intensas lluvias.
Cuentan que hubo un edificio originario de 1901, erigido en la esquina de Ensenada y Quinta del Rey. Iraida Portuondo no lo olvida porque ella vivió con su esposo y sus hijos en la planta baja, en lo que una vez fuera la bodega, y había una tarja en una pared con la fecha. Pero las inundaciones ablandaron tanto su esqueleto y luego sus apuntalamientos, que en 2002 la gravedad acabó convenciéndolo.
“Imagínate que cuando yo me casé a los 17 años en 1975 y fui a vivir para casa de mi suegra –comenta Iraida-, tuve que llenar un expediente de albergue, así que desde 1975 ya eso estaba en peligro de caerse”.
Hoy en esa esquina solo se ve el terreno tupido de verde y cercado con unas láminas oxidadas de cinc. Los 10 núcleos que Iraida recuerda que habitaban en la edificación al momento del colapso se encuentran albergados. Solo le otorgaron vivienda a uno, por San Miguel del Padrón. Cinco permanecen todavía en el barrio, en albergues que improvisaron entonces con espacios que cedió una fábrica de materias primas, ubicada en San Felipe y Ensenada, y que han ido remodelando hasta borrar cualquier indicio de lo que antes fueran baños o comedor para obreros. La ventaja es que en esa localización se inundan menos y pudieron alzarse un poco del nivel del suelo. El agua ahí no llega a tragarse las viviendas.
Mariela López es otra de las desahuciadas por el derrumbe que continúa en San Felipe. Ella calcula su tiempo albergada por la edad de su hija menor: “yo estaba barrigona de mi hija cuando se cayó el edificio y mi hija cumplió antier 13”.
El resto de los inquilinos, hasta donde alcanza la memoria y la información de sus antiguos vecinos, se encuentran en otro albergue por la calzada Cristina. Los que no, por azares de la vida, han ido a parar a cualquier otro paraje de la provincia. Quizás hasta del mundo. De eso ya hace bastante.
“Fíjate que yo era el núcleo más grande y hoy estoy sola”, afirma Iraida.
En los dos mandatos de Maikel ha habido dos logros que alientan a sus electores. El primero, fue la “erradicación” o “reurbanización” de Hacendados, otro de los barrios insalubres de Tallapiedra. En apenas 10 días Hacendados desapareció. El proceso comenzó el 17 de diciembre de 2013 y para el 27, ya los 17 núcleos que residían en esa comunidad podían dormir bajo un techo nuevo. El segundo, fue la eliminación, el año pasado, del término “ilegales” que acompañaba a la expresión barrios insalubres. Porque hace rato que todos pagan electricidad, agua, gas. Disponen de libreta de abastecimiento. Muestran en sus carnés de identidad la dirección de sus hogares. Votan en épocas de elecciones y participan en rendiciones de cuenta. Y si no fuera porque no pueden permutar ni vender ni ampliar sus casas, ni inscribir a un pariente en su domicilio, debido a que no son propietarios legales, serían exactamente iguales ante la ley que cualquier ciudadano del municipio.
Ahora solo queda esperar una “decisión de Estado” para que se defina el destino de los otros dos barrios insalubres que quedan en Tallapiedra: San Felipe y Atarés –que no se inunda-. Aunque hay quienes advierten que no quieren marcharse de esos lugares y solo demandan que se solucione el problema histórico de las inundaciones, de la insalubridad, y que den papeles para evitarse tanta burocracia engorrosa, cada vez que van a realizar un trámite que requiere el título de propiedad.
Porque “¿dónde vamos a tender la ropa para que coja sol?”, porque “estamos en el centro de la ciudad”, o porque “¿dónde vamos a criar los animales?”. Alegan.
Eso es lo otro que encuentras en San Felipe: animales. Hay gallinas, gallos, chivos, cerdos, caballos, carneros. La crianza y venta de animales constituye una de las principales fuentes de ingresos de esos 85 núcleos.
“Como allá abajo todo eso es prácticamente rural –aclara Maikel-, son patios de tierra, las personas viven como si estuvieran en el campo. Son personas de bajos recursos y están acostumbradas a criar animales. Es también algo cultural. Cuando quieren o cuando no tienen nada que comer, matan un pollo, un puerco, un chivo, y se lo comen.
“Nosotros hemos podido regular un poco eso con los compañeros de la clínica veterinaria. Fue una estrategia que tomamos, hicimos un levantamiento de todos los patios y dijimos: los vas a tener pero con higiene, tienes que bajar esa población animal, tienes que limpiar los corrales todos los días, tienes que tirar el residuo en la caja ampirol y en saco, tienes que vacunar…”
“Las regulaciones de la agricultura dicen que los animales, los cuatro patas como les llaman, tienen que estar al menos a 5 kilómetros de las zonas urbanas, pero de un golpe no podemos eliminar la crianza, por una cuestión de ser humano y entender las situaciones de la población. Además, nos hemos dado cuenta de que fajándonos y tratando de meter la ley por los ojos, la gente no entiende. Hay que ir educando poco a poco”.
Pero si yo fui a San Felipe a preguntar por el barrio, fue porque salió referido en la nota informativa de la Defensa Civil sobre la línea de tormentas eléctricas prefrontal que golpeó de improviso a la capital el 29 de abril de 2015. No porque estuviera al tanto de su insalubridad y condiciones habitacionales. De esas problemáticas no me enteré hasta que desanduve el territorio y dialogué con autoridades locales y residentes. Entonces supe también que no solo ahí las lluvias causaron estragos. En cinco de las siete circunscripciones que integran Tallapiedra, un Consejo con 6.590 personas -según censo de 2011 proporcionado por su presidente- ocurrieron inundaciones que causaron pérdidas. Aunque casi todos los entrevistados coinciden en que ninguna otra región se equipara con San Felipe. Aquí el agua alcanza hasta los tres metros y arremete con furia catastrófica.
“A esto siempre le han dicho el hueco -precisa Mariela-. Te digo, yo vine para acá en el 2000 y ya se inundaba desde mucho antes. Mi primera inundación me agarró en el edificio, con el padre de mis hijas, que le faltaba una pierna y ya falleció. Y dentro del edificio a mí el agua me daba al pecho”.
“Esto aquí es impredecible. Cuando empieza a llover, si pasa más de una hora lloviendo, ya el barrio se inunda. Completo. El agua entra por el fondo, por la línea. Y ya cuando tú ves la creciente que viene, mándate a correr”.
Aun así la población ha naturalizado su fatalismo. Los niños juegan en la calle a atolondrarse con gritos de “ahí viene el agua”, “ahí viene el agua”, imitando al muchacho que vive por la línea, que es quien vigila y avisa cuando ve venir una ola arrastrándolo todo. Y en los videos que realizaron del 29 de abril escuchas las bromas y risotadas de los vecinos en medio del drama. “Saluda a la cámara Cacha”, grita una mujer. Y seguido esa misma mujer reconoce: “verdad que el cubano se ríe de sus desgracias”.
La risa siempre ha sido una táctica de resistencia. De la crisis de los 90 bien se podría editar un libraco de chistes. Y en estas circunstancias sucede similar. La gente padece y sobrevive riendo. Quienes han nacido y crecido con los ojos acostumbrados a esa realidad, ya no se asustan ni se asombran tan fácil. Casi nunca. Sin embargo, cuando preguntas y recuerdan y te cuentan, descubres que no han dejado de dolerse. Menos aún de temer por la seguridad de sus familias. Allí viven en alerta permanente.
II
La organización de la comunidad es lo que ha permitido salvaguardar las vidas. No existe un sistema sofisticado, ni reglas de procedimiento, ni recursos modernos. Más bien existe conciencia del peligro. No hace falta dar órdenes. No se espera por órdenes para actuar. La experiencia ha sido la mejor escuela.
“Ahí todo el mundo está entrenado para cuando ya nada más que se nubla, saber lo que tiene que hacer –asegura Maikel-. Las personas enseguida empiezan a levantar sus bienes, sacan a los niños para la parte más alta y levantan los registros del alcantarillado para que evacúen rápido.
“Normalmente cuando empieza a llover, tiene que pasar más de una hora para que los niveles empiecen a subir. Cuando uno ve que llueve, escampa, vuelve a llover y escampa, uno no se preocupa porque no es suficiente para que se inunde, y porque tenemos teléfonos de vecinos y uno se comunica: “oye cómo está la cosa, activen, preserven los bienes”. Y eso funciona, como hasta el momento ha funcionado.
“Acto seguido yo llamo al puesto de mando del Gobierno municipal, al compañero que esté de guardia, y le doy la información de cómo está la zona. Entonces él llama a Rescate y Salvamento, a los bomberos, al Partido, a todo el mundo, para activar el resto del sistema”.
Cuando llueve intensa y sostenidamente por más de una hora, el primero en entrar a allá abajo es Maikel. Maikel y su compadre Ramón Ramos, que es vecino suyo en Atarés, pero en San Felipe tiene a la madre, al padre, también hijos. Claro que no entran caminando. Maikel y Ramón, más quienes decidan participar en la expedición, entran en bote. En uno rojo de madera que donaron hace unos años al Centro de Gestión para la Reducción del Riesgo de La Habana Vieja, y guardan en la Unidad Provincial de Patrulla (circunscripción especial de Tallapiedra, la 82). Un bote de remos, tipo los que se usan para pescar o pasear por aguas afables. Aunque los remos del bote de esta historia se los debemos. Este avanza con tablas, con los brazos, con lo que aparezca. Sobre todo avanza con voluntad y coraje.
“¿Qué hago yo como delegado? Que eso lo heredé yo: enseguida vamos, buscamos el bote, que yo tengo autorizo para sacarlo, se lo engancho a la moto del consejo –una roja con sidecar- y lo llevo para la zona rápido. Siempre hay dos o tres que me esperan allá abajo para salir y meternos a remar.
“Este viaje nos costó mucho trabajo porque era demasiada la presión del agua que entraba desde la calle Jesús López. Ese flujo viene de Vía blanca, Diez de octubre, esquina de Tejas. Todo eso viene a parar ahí.
“Y la presión era tan grande que no podíamos avanzar. Remando, no podíamos avanzar. El agua me daba al cuello. Entonces tuvimos que dar la vuelta con el bote, halarlo con un caballo, meternos por encima de la línea, entrar por Jesús López y dejarnos llevar por la corriente para poder ir a las casas y sacar a la gente. Que como Gobierno nosotros tenemos la prioridad de sacar a los niños primero.
“Eso fue crítico. Tuvimos que sacar muchos niños. Aquello fue muy doloroso. Doloroso en el sentido de que fue algo por encima de lo que siempre estábamos acostumbrados a ver. Y hasta las personas que llevan años viendo esa catástrofe, se quedaron asombradas del volumen de agua que se acumuló. Y se asustaron. Se asustaron de tal forma de que nos entregaban a los niños para que los sacáramos bajo la responsabilidad de nosotros. En muchos casos no podíamos entrar el bote a los patios y nos ponían a los niños en poliespumas, entonces iban nadando hasta el bote, ahí los montábamos, los tapábamos con una sábana o algo y los sacábamos.
“Rescate y salvamento ya se había activado, pero como estaban en Centro Habana, luchando allí, que eso también se puso crítico, se demoraron un poco en llegar. Y mientras, teníamos que ir accionando, como hacemos en todas las inundaciones. Eso es automático: sacamos el bote y vamos para allá abajo.
“Nosotros prácticamente somos la defensa civil. Ya estamos tan adaptados a lidiar con estas cosas, que nosotros mismos nos preparamos y hacemos todo para cuando llegue Rescate y Salvamento”.
Lo primordial que se activa en San Felipe, ante un panorama tan devastador, es la solidaridad. La praxis de ese principio es lo que garantiza que no se pierda una sola vida. Si prevaleciera la lógica del “sálvese quien pueda” no se salvarían todos.
III
Mariela López también suele montarse en el bote rojo con Maikel y Ramón para navegar por el territorio laberíntico de San Felipe buscando a quienes accedan a evacuarse. La mayoría no sale. Casi nadie está dispuesto a irse y abandonar lo poco que tiene. Las personas prefieren quedarse vigilando los niveles del agua para ir subiendo cada vez más sus bienes, tan alto como puedan. Saben que actualmente a los damnificados por desastres de la naturaleza no les reponen las pérdidas materiales. Ni los equipos electrodomésticos, ni los muebles, ni las ropas, ni los zapatos, ni los alimentos. Reciben ayuda del Gobierno, en especial los casos asistenciados por la Seguridad Social, pero esa ayuda no cubre ni la tercera parte de las necesidades con que quedan.
“Hay mucha gente que no se va porque no quiere dejar sus cosas –argumenta Mariela-. Eso sí tiene este barrio, vienen a sacarte y hay pocos que salen. Ya cuando el agua empieza a bajar lo que se hace es aprovechar y limpiar, porque viene agua con petróleo, con esto, con lo otro”.
Cuando el diluvio del 29 de abril, Mariela estaba allá abajo –más abajo todavía- en casa de su hija mayor, su yerno y sus tres nietos chiquitos. Yasay Ricardo vive en el fondo de la calle Ensenada, cerca del sendero por donde irrumpe el torrente. En San Felipe, cuando una cree que ya no es posible descender más, alguien te sorprende refiriéndote otro sitio que queda aún más abajo. El tercer y último “allá abajo” queda al fondo de Quinta del Rey, pasando una plazoleta triangular que cumple función de parque, con un árbol solitario en su centro; en un punto donde se acaban las direcciones y se abre un pasadizo serpenteante que resulta arbitrado por la posición de las viviendas.
Pero, curiosamente, el asentamiento más profundo no termina siendo el más hondo. Donde mayor impacto provoca una tormenta es al final de Ensenada, así como en las arterias sin nombres que se extienden a sus lados: en el segundo “allá abajo”.
“Me acuerdo que había tremenda nube –relata Mariela-. Empezó a llover y eran como las 3:30 o 4:00 de la tarde. Y pasó más de una hora lloviendo. Eran las 7:00 de la noche y todavía estaba lloviendo. Aquello fue…feo, feo, feo. Dentro de la casa todo nadó. Porque ahí se nada. Cuando empieza a llover ahí se nada. Tú no puedes ir caminando porque la corriente no te deja pasar. Hasta yo salgo en un video encaramada en el portal de mi hija cuando Maikel aparece en el bote”.
-¿Y a qué hora fue que llegó Maikel en el bote?
-Enseguida. Eso sí tiene él. Como a las cinco estaba aquí. Y tuvo que entrar por la línea porque el agua no lo dejaba bajar.
Debido a que en el barrio no hay alcantarillado como corresponde en las zonas urbanizadas, sino solamente cloacas en medio de las vías principales –lo que se denomina registros-, el agua no drena con la velocidad suficiente para impedir los elevados niveles de concentración que se experimentan. Una de las tácticas de la población –como refirió Maikel- es abrir las cloacas para acelerar el drenaje. Hay hombres que se encargan de esa tarea. Uno de ellos es Orlando Hernández, que junto con cualquier otro que le acompañe, se amarran a un poste y con una vara fuerte de hierro alzan de lejos cada tapa. Es peligroso porque el torbellino que se produce podría atrapar a cualquiera y condenarlo a aquel inframundo del que solo se saldría ahogado en el mar. Por eso, si alguien se arriesga a caminar por donde el agua se arremolina, debe arrimarse a las paredes o cercas, a los extremos, e ir en pareja aguantándose.
Mariela admite que es peligroso. Dice que en algún momento los registros en vez de absorber lo que hacen es soltar agua, pero aun así, si no los destaparan podría ser peor.
-¿Y no esperaban que fuera tan intensa la lluvia?
-No.
-¿Cuáles son las medidas en esos casos?
-Bueno siempre vienen los bomberos. Enseguida nosotros llamamos. Yo principalmente soy siempre la que llamo.
-¿Usted tiene aquí teléfono?
-No. Llamo de mi celular. O de casa de la vecina, que tiene teléfono. Lo mismo me coge aquí y veo que está lloviendo y voy corriendo para casa de mi hija y llamamos de allá abajo igual. Cualquiera llama. Siempre vienen los bomberos, las ambulancias, el policlínico… Viene todo el mundo, porque se sabe que esto aquí es un barrio insalubre.
-¿A qué hora llegaron a evacuar esta vez?
-Ya estaba oscuro cuando los bomberos llegaron -varios testimonios coinciden en que fue sobre las 7:00pm-. Porque tú llamas y los bomberos siempre te dicen que La Habana completa está inundada. Es verdad que La Habana completa está inundada, pero hay que ver cómo se pone esto aquí.
Aunque por ese lado los bomberos se portaron súper bien. Había uno que le faltaba una pierna que me dejó impresionada, porque él no salía de estar sacando a la gente de allá dentro. ¡Un hombre que vaya!
-¿Le faltaba una pierna?
-Una pierna. Y andaba en el bote junto conmigo. Yo me di cuenta porque veo que pone en el bote las muletas y digo: ¡ay mi madre, a éste le falta una pierna! Entonces le dije: ¡niño, móntate en el bote! Pero me dice Maikel: no, él trabaja así.
Él fue detrás del bote nadando. Y a todas las casas, adonde quiera que entráramos en el bote, ese hombre iba atrás nadando.
-¿Recuerda su nombre?
No. Yo sé que es del comando del Vedado y que a él le falta una pierna. Pero la verdad que ese bombero… El mejor, vaya. Para qué te voy a decir una cosa por otra. El mejor.
Ese día, casi más por costumbre que por instinto, Mariela subió en el bote a su hija y a sus tres nietos y los amparó en su casa, que filtra por los techos la lluvia, pero es más segura y no queda tan hundida como otras.
“¡Estoy loca porque se vayan de allá abajo! Porque no hay quien viva así. Tú estás sentada en Coppelia, y tú ves que va a llover, y ya tú tienes que dejar Coppelia y venir corriendo para acá. No hay quien viva. ¿Quién vive así? Nadie. Yo lo único que espero es que algún día nuestra revolución saque a toda esa gente de allá abajo. Porque yo más o menos vivo aquí arriba, ¿pero y toda esa gente que está allá abajo? No es fácil.
IV
El entrenamiento de Yasay para resistir inundaciones comenzó a los cinco años, cuando su madre la trajo a vivir en uno de los departamentos de aquel edificio heroico, que burlando todo pronóstico cumpliría el siglo de existencia y algo más, como para servir de metáfora al ánimo colectivo. En esa construcción agonizante, antes de que se volviera una montaña de escombros, le tocaron los sustos suficientes para adiestrarse en el complejo arte de huir del agua escapando por lugares insospechados.
El espacio que se habita, seguro impresiona el carácter. Yasay te habla siempre con la voz entera. No se le quiebra ninguna palabra cuando comparte sus vivencias, ni deja de mirarte directo a los ojos. No porque su juventud de 24 años la convoque a la rebeldía. Su actitud desafiante, cada protesta más o menos implícita, se deriva primordialmente del hecho de que es madre de tres: Deivis, de siete, Dailis, de cinco, y Rodrigo, de uno.
Cuando lo del el 29 de abril, Rodrigo tenía apenas nueve meses. Todavía no caminaba ni había pronunciado otra palabra aparte de mamá. Su mayor hazaña consistía en desactualizar el censo con su nacimiento. Pero aquella tarde, cuando descubrió que su casa podía ser una cosa muy semejante al mar, se debió haber impactado tanto con el espectáculo, que aprendió a decir agua en un santiamén. Porque todo se mojó. Los muebles y los equipos flotaron y hasta rompieron los balaustres del portal para evacuarse.
Adentro a Yasay el agua le llegó casi al cuello, y gracias a que su vivienda está un poco alzada del nivel del suelo, pues en la calle nadie daba pie. Por eso la casa de la presidenta del CDR, que está a ras de la tierra, desapareció del paisaje y solo se ve el techo en los videos.
“Es verdad que ese día hubo más inundaciones –advierte Yasay-, pero yo estoy segura de que ninguna parte de La Habana se inunda como se inunda esto aquí”.
Aparte de Maikel, los otros que se adentran en esas horas tremendas son oficiales de la Unidad Provincial de Patrulla (de la circunscripción especial), que queda en coordenadas menos vulnerables. Nadie los manda, ni eso es parte de sus obligaciones. Los que van a socorrer a los vecinos ante esos fenómenos, lo hacen porque les nace. En sus instalaciones también han ofrecido primeros auxilios y amparo a niños asmáticos, adultos hipertensos o con problemas en los nervios, a quienes por cualquier razón requieran asistencia inmediata.
“Los policías de Patrulla son quienes se tiran a nadar antes de que lleguen los bomberos, con los mismos hombres del barrio, y nosotros con miedo de que se vayan por las cloacas, porque cualquiera se puede ir por ahí. Cuando eso está abierto va aspirando y aspirando y la corriente no te deja caminar ni nadar”.
“Y la electricidad puesta –enfatiza-. No es la primera vez que ocurre una inundación y la dejan puesta. Entonces nosotros de los celulares tenemos que estar llamando para que la quiten, porque a esa hora, tronando y relampagueando, no puedes estar hablando del teléfono fijo. Ya cuando el agua estaba tapando los contadores, como a las dos horas de haber llamado, fue que la quitaron. Y mira cuántos niños hay aquí. Y cuando la inundación te coge de momento, hasta los niños están metidos en el agua”.
Todas las fuentes entrevistadas expresaron su preocupación por la permanencia del fluido eléctrico en esas circunstancias tan favorables a accidentes. Incluso, aseguran que después de que lo interrumpieron, hubo un breve intervalo en que lo restablecieron y tuvieron que telefonear para que lo volvieran a cortar. Hay residentes de la circunscripción 22, de Gloria entre Belascoaín y Rastro, que conservan grabaciones en las que se ve claramente una sala inundada con luces encendidas y un ventilador de techo girando.
“Allá atrás se murió un hombre, porque había un cable en el piso y estaba la corriente puesta”, destaca.
La muerte de Julio Eugenio Andino por electrocución se convirtió desgraciadamente en la evidencia más irrefutable de que el servicio eléctrico estuvo funcionando en zonas de riesgo.
“Después de esta inundación grande –opina Yasay- era para que se hubiera dado una solución y se han limpiado las nalgas con lo que pasó. Y discúlpame la expresión. Es que la gente no sabe ni que este barrio existe. Y ya está que caen tres gotas y se inunda”.
Este martes 13 de octubre volvió a inundarse. No como el 29 de abril. En esta ocasión, el agua se comportó más tímida. Al fondo de Ensenada apenas creció un metro. El aguacero fue bastante ordinario. Aunque exactamente eso es lo que más alarma.
“El delegado de nosotros es muy bueno. Él se faja mucho en el Gobierno, pero eso no está en sus manos. Eso es más para arriba. ¿El qué puede hacer? Fajarse y plantear la situación, porque no está en sus manos resolverla”.
V
A pesar de la fuerza de las precipitaciones y la magnitud del desastre, en San Felipe solo hubo que lamentar un derrumbe. Uno que no figura en la cifra oficial de 27 -parciales y totales- declarada en la nota de la Defensa Civil. La construcción, como es de suponer, tampoco estaba inscrita en el registro de la propiedad. Era apenas un cuarto de mampostería que Orlando Sanz había levantado con esfuerzos propios hacía casi nueve años en la parte de atrás de la casa de su madre.
Cuenta que él decidió independizarse a los 17 y apartarse un poco de su familia porque su preferencia sexual generaba conflictos de convivencia con sus dos hermanos. Tardó un año y tanto para construirse una vivienda modesta, un refugio podría decirse, que durante un tiempo le devolvió esos dos derechos elementales -aunque escasos en los municipios con problemas habitacionales- que son la paz y la privacidad. Sin embargo, el 29 de abril el agua bajó desde la línea del tren como si fuera una locomotora descarrilada y derribó las paredes de bloques que alzaban la casa de Orlando. Afortunadamente, en ese minuto no se encontraba dentro.
“Yo estaba ahí pero empezó todo a llenarse de agua y subí para casa de mi mamá y mi hermano -el otro se marchó a Pinar del Río hace un tiempo-. Cuando fuimos a ver, sentimos un estruendo y todo se había caído, el cuarto completo. Me lo tumbó completo. Lo perdí todo. Todo, todo, todo… Perdí medicamentos, ollas eléctricas, el ventilador, el fogón, la cama se me rompió, se mojó el colchón… Perdí todo”.
Como consecuencia, Orlando tuvo que regresar a su antiguo domicilio. Pero lo que más le inquieta no es haber perdido lo suyo, su independencia, su paz, su privacidad. Lo que más le inquieta es la vulnerabilidad higiénica y climática de su entorno. San Felipe no es sitio para nadie -no en esas condiciones extremas-. Y para él, mucho menos. Desde que el 28 de junio de 2011 le diagnosticaron Sida (Síndrome de inmunodeficiencia adquirida), el barrio donde nació y creció se consolidó como un peligro constante para su vida.
El 29 de abril pasado, cuando La Habana recibió aquella desmesurada bendición del cielo, hacía menos de 12 horas que a Orlando le habían dado el alta en el Centro Quirúrgico Miguel Enríquez. Tres días atrás había sido hospitalizado por un cólico nefrítico, debido a un cálculo incrustado en su riñón izquierdo. Le habían puesto en vena durante esas 72 horas un coctel de fármacos que incluía espasmaforte, gravinol, dextrosa. Su frágil sistema inmunológico ha mantenido en jaque a su organismo ante el ataque de enfermedades. Padece Sarcoma de Kaposi (tumor maligno asociado a pacientes seropositivos que provoca lesiones en la piel, las membranas mucosas, los ganglios linfáticos y órganos vitales) y que cada año le obliga a entubarse para chequearse por dentro. Además, enfrenta dificultades para respirar, puede que como efecto del mismo cáncer.
Los medicamentos que perdió no eran dipironas o benadrilinas, del tipo que cualquier botiquín familiar almacena para emergencias menores. Eran los antirretrovirales que controlan la reproducción del virus y la aparición de infecciones oportunistas: efavirenz, estaviduvina, lamivudina. Todas las dosis –diurnas y nocturnas- que debía ingerir hasta el 7 de mayo, cuando le tocaba acudir a la farmacia para recoger las del nuevo ciclo, pues recibe las píldoras exactas para un mes.
Él explicó su situación a unos médicos del policlínico Roberto Zulueta, situado en Figuras y Diaria, que realizaron un recorrido por ahí al día siguiente para socorrer a las personas damnificadas, y le respondieron que en la farmacia de Cristina podía solicitar las drogas. Pero en la farmacia alegaron que ahí no había nada de eso. En resumen, estuvo desde la noche del 29 de abril hasta la mañana del 7 de mayo sin tratamiento, luego de haberse expuesto a la podredumbre del agua que sumergió a la comunidad.
A sus 25 años, la mayor aspiración de Orlando es vivir en un lugar seguro, que optimice su vida. Para un paciente inmunodeprimido el ambiente de San Felipe representa un riesgo mortal. Le perjudican las inundaciones, la humedad persistente, la insalubridad, la crianza de animales y las emisiones contaminantes de las fábricas ubicadas en el Consejo. Tallapiedra concentra una parte notable de la producción industrial de la ciudad. Solo la termoeléctrica Otto Parellada, un referente de orientación clásico, está catalogada como uno de los focos que más contribuye al deterioro de la calidad del aire en la capital, según hallazgos investigativos del Centro de Estudios Sobre Contaminación y Química de la Atmósfera, del Instituto de Meteorología, difundidos por el diario Granma en una publicación de julio de 2015.
El inconveniente es que Orlando está inscrito en el Cerro. Cuando tenía cinco años su madrina le hizo el favor de apuntarlo en la dirección de unas amistades para que asistiera a una escuela de ese municipio. Ese también fue el motivo por el que recibió tarde la noticia de su seroconversión. Él se había realizado una serie de análisis -incluidos los de VIH (Virus de Inmunodeficiencia Humana)- en cuanto su cuerpo manifestó los primeros síntomas de Sarcoma de Kaposi, pero los resultados más importantes fueron a parar al área de salud correspondiente al domicilio plasmado en su identificación. Cuando fueron a buscarlo, por supuesto, no lo encontraron. Nadie sabía quién era porque nunca había vivido ahí. Las amistades de la madrina ya ni siquiera radicaban en esa residencia. Y la madrina, poco después de ayudar a su ahijado, se fue del país sin intenciones de mirar atrás.
Estuvieron tres años intentando localizar al muchacho de apenas 17 o 18 años, al que le había dado afirmativa una prueba de VIH. Al parecer, ninguno de los médicos que lo atendieron en ese período supo asociar el tumor y las lesiones con el virus, ni él se volvió a practicar el examen con sus datos corregidos. No fue hasta que se reunieron profesionales de varios policlínicos para rastrear al paciente, que consiguieron averiguar su paradero. Entonces enviaron a una enfermera, vestida con su impecable uniforme de enfermera, para que le avisara del resultado de aquella prueba; que en cuanto repitiera, revelaría la evolución del VIH a un estado superior.
El Sarcoma de Kaposi se lo diagnosticaron luego en el IPK (Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí), adonde suelen remitir los casos de enfermedades no identificadas. Sin embargo, en esta ocasión debieron haber despejado bien pronto las incógnitas, porque ya el sida era una carta virada que sugería suficiente en la historia.
Y su inscripción en el Cerro debe ser además el motivo por el que su expediente de vivienda no avanza con la urgencia ameritada. Ileana afirma que hace años solicitaron el cambio de dirección, porque “mi hijo siempre ha vivido aquí, puede preguntar a quien usted quiera, hasta lo atiende la seguridad social de Habana Vieja”. Además, su cuota de la libreta de abastecimiento y su dieta especial las recibe por San Felipe. Pero en medio de la burocracia entre las instituciones implicadas para efectuar el trámite, en uno de esos llevaitraes, les dijeron que ya les avisarían cuando hubiera novedades y se pusieron a esperar.
Como asistenciado, Orlando dispone de dos chequeras: una que asciende a 147 pesos cubanos (cup) y otra, a 90, que es para su madre y él, para pagar un comedor comunitario del Servicio de Atención a la Familia (esta última prestación monetaria la otorgaron a partir del 29 de abril). Los antirretrovirales no le cuestan un centavo. En Cuba existen 16 mil 479 pacientes con VIH/Sida –cifra actualizada por última vez en diciembre de 2013, según noticias del Portal de la Red de Salud de Cuba, Infomed- y ninguno debe pagar por la terapia antirretroviral.
Hay una mujer que lo conoció cuando las lluvias y le elaboró un expediente donde le solicita vivienda y un refrigerador. Eso le dio aliento. Ella le aseguró que se ocuparía y con su intervención hubo cierto progreso. “Es la única que me ha tendido una mano”, me dijo. Su nombre es Milagros López y es la Subdirectora de Asistencia Social de la provincia. Sin embargo, el expediente todavía está pendiente de ser elevado a discusión en el Consejo de la Administración Municipal, que es la instancia donde se aprueban, o deniegan, las propuestas de entrega de recursos. Mientras, Orlando continúa permitiéndose el único lujo que no debería permitirse: la espera.
VI
Desandando San Felipe, se me ocurre que las líneas de trenes son muy fotogénicas. Su reputación fotográfica trasciende las pautas esporádicas de cualquier moda. Se entienden bien con casi todas las figuras y confieren una firmeza que solo podría explicarse por el afincamiento en la tierra. No importa si se encuentran sobre yerba recortada, o clandestinas en vegetación silvestre. Nada imita mejor la cohesión del tiempo.
Caminar por el centro de una se siente tan serio como si caminaras por tu vida, como si recién hubieras tomado una decisión determinante, de la cual ya no hay vuelta atrás. Con cada paso cambias y creces –presumimos-. No conozco una cámara que se haya resistido a extraer de ahí un poco de poesía fácil. Lo único que le falta a una línea de tren es sonreír. O hablarnos.
Pienso en todo eso mientras me extasío con una belleza que quizás solo celebro por el simple hecho de no serme cotidiana. Porque una cosa es visitarla y otra bien distinta debe ser habitar en sus márgenes. Quienes viven ahí tuvieron, tienen, muy pocas opciones o ninguna. Sin embargo, me han explicado que algunos se han acostumbrado y que ya no se imaginan en otro lugar. Ellos sin dudas deben haberle encontrado un encanto superior para tamaña lealtad, que no se percibe con una visita, ni con varias.
En San Felipe hay casitas que son como apéndices de la línea. Es gente pobre, trabajadora, toda la del vecindario, pero no triste. Quienes quieran buscar amarguras, mejor que busquen en otra parte. Lo que impresiona a un intruso, para un local es habitual o hasta invisible. Hay que andar con mucho cuidado cuando se intenta entender.
Doris Batista hace 30 años que reside frente a la vía que pasa por la comunidad. Una vía que es lenta, que admite solo 20 kilómetros por hora. Una vía de escape, por si ocurre un accidente en el patio de carga, los vagones puedan circular por ella; aunque igual se usa una o dos veces al mes, me explicó Maikel, para locomotoras de hasta tres vagones.
El hijo de Doris es el muchacho que avisa cuando viene el agua. Tiene 20 años y nació ahí, pero no quiso que se le entrevistara. No sé si le daba pena o demasiada risa. Su madre fue quien decidió relatar cómo pasan las cosas.
“El agua empieza a entrar por allá por donde va aquella señora –dice señalando a una mujer que cruza una calle a unos 100 metros-. El niño mío es quien grita para allá alante. Porque yo tengo una sobrina que vive allá alante y él grita: ahí viene el agua, ahí viene el agua. Entonces yo le digo que no grite tanto para que me ayude a subir las cosas, y él me dice que no me ponga nerviosa que aquí no va a entrar. Pero cuando ya él ve que viene con olas, que viene alta, viene dando vueltas, él me dice: sí va a entrar, sí va a entrar. Entonces saca unos andamios que tengo allá, que los he dejado por eso, porque él me los arrastra por la línea, los mete para acá y me levanta los muebles, me levanta algunas cosas, pero así y todo se me mojan porque el agua es muy alta”.
“Ahí, en eso azul que está ahí, había un cuartico, una casita de bloque, y se la llevó completa. Fíjate con la velocidad que viene el agua. Ya en cuanto nosotros la vemos nos quedamos arriba de algo esperando a que baje. En mi casa sí baja rápido, pero para allá no. Allá abajo se mantiene casi hasta el otro día”.
“Aquí han surgido muchas inundaciones pero algunas se han extremado y otras no. A mí no siempre me entra el agua. A mí me entra, por ejemplo, cuando son inundaciones muy grandes que vienen los botes a sacarnos y eso. Vienen por la vía y nos recogen. Pero bueno, yo nunca me voy porque siempre digo que sé nadar y me quedo”.
Las viviendas adyacentes a la línea no son las más fuertes, pero tampoco las más vulnerables a las inundaciones. Se encuentran erigidas en las alturas de “el hueco”. Son poquitas, de hecho. La mayoría, está expuesta en su allá abajo, donde la línea no es más que la ruta por la que viene rugiendo el agua.
VI
En la noche, cuando ya había parado la lluvia, el Gobierno provincial envió dos guaguas para trasladar a la población a un albergue ubicado en otro municipio. Solo 16 núcleos accedieron a abandonar su hogar. Todavía el nivel del agua era elevado. Hasta las cuatro o cinco de la madrugada no fue que se escurrió.
Fue necesario entonces suministrar comida, porque todas las reservas alimenticias de las familias se habían echado a perder. Ese mismo 29 –me precisa Yasay- trajeron unos panes con jamonada y refrescos, que repartieron primero entre menores y enfermos, porque no alcanzaban para todos. Luego, las meriendas que sobraron se distribuyeron a los demás, hasta donde alcanzó.
Durante unos tres días al barrio le proveyeron desayuno, almuerzo y comida. A niñas y niños también les daban leche y en una ocasión les llevaron una bolsita con galletas dulces y saladas, palitroques y otras chucherías. No obstante, son múltiples las quejas acerca de la elaboración de los alimentos, el tamaño de las raciones y los horarios de distribución. Este es un motivo de inconformidad recurrente.
Nadie deja de reconocer el valor de la ayuda alimentaria en medio de la devastación. Adondequiera que la gente mirara solo encontraba basura, fango, petróleo, equipos flotando, ropas estropeadas y agua. Un río que parecía haber estado ahí toda la vida. La indignación no era tanto por la comida. La comida, en comparación con la realidad que se estaba viviendo, era apenas un detalle del cuadro. Pero no hay personas más susceptibles a los detalles, que quienes están lidiando con pérdidas.
VII
Rafaela Pérez, secretaria de la comisión de evacuación de La Habana Vieja, el 29 de abril estaba trabajando cuando la línea de tormentas rompió contra la capital. A las 3:00pm se hallaba en el Gobierno municipal, al igual que el resto de los trabajadores. “Nosotros no teníamos previsto que fuera a llover”, argumenta. Normalmente, ante amenazas atmosféricas la ciudad se moviliza con anticipación y se evacúan a las personas que habitan en las zonas más sensibles a los fenómenos climáticos. La sociedad se coloca en estado de alerta, lo cual ofrece un margen de tiempo razonable para resguardar las vidas, las casas, los bienes. Pero ese día todas las personas estaban desprevenidas.
El parte de las 9:00am había anunciado que en la región occidental la tarde estaría nublada y ocurrirían “chubascos y tormentas eléctricas”. Nada que no hubieran pronosticado en otras ocasiones sin mayor repercusión que unos cuantos charcos y avenidas inundadas. Nada que ameritara modificar la rutina urbana. Nada para lo que fuera necesario prepararse. Hasta que La Habana se sumergió en un caos de espanto.
-Ah, pero en cuanto comenzó a llover, que vimos la intensidad de la lluvia –explica Rafaela-, enseguida se activaron todos los puestos, tanto la dirección como el puesto de mando. Tallapiedra tiene su puesto allá arriba y nosotros, al momento, empezamos a accionar conjuntamente con la presidenta del Gobierno, la secretaria de la Asamblea y todos los miembros de las comisiones de evacuación a nivel de CDR que existen en los consejos populares.
-¿Recuerda a qué hora precisamente fue que empezaron a activarse para evacuar a las personas?
-A ver, las lluvias comenzaron sobre las tres de la tarde. Sobre las 3:50pm más o menos ya estaba activado el sistema. Todo el mundo ya tenía previsto dónde iba a poner sus pertenencias para no tener pérdidas.
-O sea, fueron las personas de la comunidad las que se organizaron, ¿o fue en conjunto con la defensa civil?
-Nosotros tenemos en cada consejo popular, por circunscripciones y a nivel de CDR (Comité de Defensa de la Revolución), comisiones de evacuación de zona. Esas comisiones se activan con un plan de aviso, o por un enlace, y se empieza a promover en los barrios: oye vamos que hay lluvias, arriba a resguardar los bienes. Y ya todo el mundo sabe dónde debe resguardar sus bienes.
-Y evacuarse.
-Y evacuarte en cuanto se nos da la orden. Para eso hay un presidente de consejo, que es el presidente de la comisión de evacuación de zona, con un presidente de zona de defensa, que se activan, y llevan a la población a los respectivos centros de protección.
-Y a qué hora ustedes recibieron la orden de evacuación.
-La presidenta puede haber recibido de inmediato la orden, porque nosotros no nos dirigimos. A nosotros nos dirigen.
(Para evitar confusiones: en esa fecha había una presidenta en el Gobierno, pero cambió el mandato y ahora es un presidente).
-¿Entonces quién tiene que dar la orden de evacuación, el presidente del Gobierno de La Habana Vieja?
-No. Nosotros recibimos, por la defensa civil, la orientación de empezar a activar. Desde el momento en que se dice que hay una lluvia, que está por las provincias centrales, ya nosotros estamos en medida preventiva. De hecho ya empezamos a tocar con las manos todos los centros de protección y los centros de elaboración, a ver con qué medios contamos: si es con gas licuado o gas de la calle, si es con leña o si es con carbón; cuál es la cantidad de cazuelas que tienen y la cantidad de raciones que nos pueden realizar.
-Entonces tienen que esperar la orden de la defensa civil para evacuar.
-Claro, por supuesto. En cuanto se dé la orden.
-Y el día de las lluvias fue me dijo como a las 3:50pm más o menos.
-No, como a las 3:50pm ya estaban las personas guardando sus bienes.
-Pero no habían recibido todavía la orden de la defensa civil.
-No puedo decirte porque a lo mejor ya la defensa civil había dado las indicaciones de la protección pero imagínate, eso lo recibe el presidente, que al momento acciona en las zonas que nosotros tenemos.
-Aquí en La Habana Vieja, ¿con cuántos centros de evacuación cuentan?
-Nosotros tenemos 48 centros de protección temporales.
-¿Cuál es la población en Habana Vieja que resulta vulnerable a desastres naturales?
-12.657 personas son vulnerables. Eso se llamaría “personal que se encuentra en las edificaciones en mal estado para situaciones de desastres”.
-¿Y en una situación de desastre en los 48 centros habría capacidad para 12.657 personas?
-Suficiente. Suficiente. Estamos trabajando en base a incrementar los centros de protección, por si acaso en un momento determinado hay uno de esos que no puedan ofrecernos el servicio, a pesar de que tengamos las actas de cooperación, pero ya tenemos uno aquí de reserva.
VIII
Ni quienes lo vivieron encuentran las palabras adecuadas para describir el panorama que quedó al día siguiente en San Felipe. Enseguida les agarra un dolor que enmudece a sus memorias. Abren grande los ojos, respiran hondo, aprietan los labios, hacen muecas y se apuran a olvidar soltando palabras evasivas con las que sintetizan todo: desgracia, tremendo, tragedia, terrible. A veces te lanzan una frase como para ahuyentarte, como para que no molestes más: igual que siempre. Y quedas avergonzada de una manera que hasta consideras ofensivo formular otra pregunta.
-Mi esposa lleva 50 años viviendo aquí. Es nacida aquí. -Me grita medio escéptico un señor desde un portal, con cara de “estás perdiendo el tiempo”-.
Me acerco al señor y le pregunto: ¿recuerda el día de la inundación cómo fue?
-Nada. Igual que siempre. Todas las inundaciones aquí son iguales.
En el intercambio con la gente, entiendes que el periodismo es una promesa implícita de cambio. En algunos contextos, presentarte como periodista es casi como predicar a favor de la esperanza. Más bien en todos, pero algunos logran dejarte en ridículo y nada mejor que el ridículo para aclararte la conciencia. Cuando pides a alguien que te cuente su historia, no solo le estás pidiendo que confíe en ti, sino también que crea en que publicando su relato se puede contribuir a cambiar algo. Si en San Felipe no hubiera esperanza, este trabajo no existiría.
El nombre del señor es Guillermo Otero. Ahí en el portal de la casa donde vive con su esposa y su hija se ha armado un revuelo tremendo en segundos. Varios vecinos se han reunido y todos hablan a la vez y llaman a otros para que vengan a hablar de las inundaciones. Empieza un atropellamiento de voces que inutiliza la grabadora y me obliga a rescatar en un cuaderno fraseas aleatorias, muy cortas, con las que intento esclarecer los acontecimientos.
Nadie se detiene a describir las condiciones en que quedó el barrio. Van directo a las cuestiones que les interesan: la reparación –no se habla de reposición- de los equipos electrodomésticos por parte de un taller estatal del Programa de Ahorro Energético y los colchones que destinaron a la población damnificada. Al día siguiente de la inundación las familias se encontraron ante una disyuntiva: o compraban colchones o arreglaban equipos. No podían permitirse tantos gastos. Todavía les cuesta asimilar que les hubieran ido a cobrar artículos de primera necesidad que se les arruinaron por tormentas inesperadas, a pesar de sus esfuerzos por protegerlos.
Muchos refrigeradores marca Haier –del Programa de Ahorro Energético- consiguieron sobrevivir, porque en China, me contó Maikel, los fabricaron resistentes a inundaciones y los probaron zambulléndolos en piscinas. Pero las condiciones en que estuvo horas la comunidad el 29 de abril, no se asemejan a las de una piscina inofensiva y pulcra. Los aparatos sufrieron golpes, roturas en las puertas, afectaciones múltiples, que no se explican solo por la inmersión en agua.
-Mira, aquí vinieron los mecánicos y desarmaron todos los equipos –interrumpe Zuleika, la hija de Guillermo-. Ahí los dejaron y no han venido a arreglarlos. Mi reina –olla de presión eléctrica- y mi arrocera están desarmadas esperando a que ellos vengan otra vez.
-¿Y estaban cobrando por la reparación de los equipos?
-A todos –responde el padre de Zuleika-. El arreglo de los equipos no es de gratis.
-¿Y se los dejaron desarmados?
-Sí, ahí están –sigue Zuleika-.
-Pero no pagaron nada.
-No, si todo está desarmado.
-¿Y cuándo les dijeron que regresaban?
-No, que eso iban a determinar. Y más nunca. Hasta el sol de hoy. Mira, no te mentimos, mira las arroceras –y me guía hasta su cocina para que lo constate-.
Yasay es una de las damnificadas que todavía hoy continúa con el refrigerador averiado, porque abajo las cosas se le echan a perder.
“Al otro día de la inundación, mil pesos. ¡Mil pesos! ¿De dónde yo voy a dar mil pesos en una inundación? El dinero que tú tienes, es para priorizar la comida de tus hijos. Se supone, que el Gobierno, debe de ayudar. Y no ayuda nada, porque aquí todo lo que traen es vendido”.
“Imagínese, ¿de dónde la gente va a sacar? Si tuvimos que pagar los colchones, ¿de dónde vamos a sacar para pagar los equipos?”, argumenta Mariela.
Enseguida la entrevista abierta se concentra en la cuestión más candente: los colchones. Las discusiones sobre el precio, la calidad y los mecanismos de pago no encuentran términos medios. En lo único que sí coinciden todos es en que estaban demasiado caros para sus maltratadas economías. Incluso en circunstancias normales, el importe continuaba siendo desproporcional a sus ingresos.
Los colchones valían 650, 950 y 1900 cup. El más barato era personal y los otros, cameros. La diferencia entre los de 950 y los de 1900, según me había precisado el presidente del Consejo, consistió en que los primeros, que se vendieron en una primera vuelta, provenían de una reserva del Ministerio de las Fuerzas Armadas que se destinó para la emergencia, aunque no logró cubrir toda la demanda; mientras que los otros se compraron en una segunda vuelta y provenían de almacenes Universales, que es el suministrador habitual de la tienda Vanguardia de La Habana Vieja, donde se despacharon todos.
Las modalidades de pago oscilaron según las posibilidades de cada núcleo damnificado. Unos pagaron al contado, otros están pagando a crédito, y otros fueron subvencionados por la dirección de Trabajo y Seguridad Social del municipio, que asumió el costo total del colchón de cada asistenciado, más el costo parcial –y en algunos casos también total- de no asistenciados que en ese instante no disponían de recursos.
Las amas de casa fueron de los casos excepcionales que asistenciaron, luego de que protestaran en el Gobierno municipal. Como su trabajo doméstico no es remunerado, ni siquiera podían acogerse a la opción del crédito, pero tras la rebambaramba lograron que les cubrieran una parte: 22, 24, 40 o 50 por ciento, según las necesidades.
Varios trabajadores asalariados tampoco se vieron libres de dificultades. Debido a que el banco exigía la declaración de un codeudor que se corresponsabilizara de la deuda, por si alguna eventualidad impedía al prestatario terminar de pagar, hubo quienes se vieron obligados a adquirir el colchón al contado, “al tin tin” –como dicen allá-, porque no tenían a quien poner de codeudor.
“A mi parecer, salieron beneficiados –opina Maikel-. Nadie quiere que se le moje la casa, ni que se le rompa algo, ni que se deteriore el colchón, y como mismo nadie lo quiere, tampoco lo quiere el Gobierno, pero bueno tenemos que ir tratando de ser lo más justos posible. Quisiéramos regalárselo todo a todo el mundo, pero no estamos en condiciones de eso”.
Sin embargo, hay muchas personas insatisfechas y decepcionadas. Sienten que años atrás la compensación por daños de ese tipo era superior. Quizás por eso hoy disparan reclamos muy comprensibles hacia cualquier lado. Algunos consideran que los trabajadores sociales confeccionaron mal sus listados, se equivocaron en sus valoraciones y ayudaron a personas que no necesitaban tanto la ayuda como otras.
En ocasiones, también se exagera. La exageración en Cuba es un recurso frecuente en conversaciones, una predisposición cultural a adornar los recuerdos con muchos adjetivos. Pero nadie exagera lo inexistente sino lo real. Las coincidencias son las que te permiten luego ir encontrando equilibrios.
IX
Los mecánicos que acudieron a San Felipe a inspeccionar los equipos averiados pertenecen al Taller Central Integral del Programa de Ahorro Energético de La Habana Vieja, sito en Monte e Indio. El 30 de abril a las zonas afectadas de Tallapiedra enviaron 15 especialistas. Rolando Mijares, Jefe de Servicio del Taller, fue quien estuvo al frente de esa tarea.
-Al otro día de la inundación nosotros comenzamos el trabajo de revisión de los equipos del programa de ahorro energético en Tallapiedra y Jesús María. Ahí nos encontramos los equipos de cocción llenos de fango. No pudimos reparar casi ninguno a los clientes. Los televisores, llenos de agua. Tampoco se pudo reparar ninguno ahí en casa de los clientes. Sí acometimos de inmediato la revisión de los equipos de refrigeración. En los dos consejos reparamos 18 o 20 refrigeradores, unos con máquinas nuevas y otros por golpes que tenían. A eso se le dio el servicio de inmediato.
-¿Fue gratuito el servicio a las personas damnificadas?
-No. Ninguno. Todo el servicio se pagó.
-¿A crédito o en efectivo?
-En efectivo. La revisión de todos los equipos sí fue gratuita. Todas las revisiones de las afectaciones técnicas fueron gratuitas. La recogida de los equipos para el taller también fue gratuita.
-¿Cuántos equipos trajeron para acá para el taller?
-20 equipos aproximadamente.
-¿Esos fueron los refrigeradores?
-Refrigeradores. Que trajimos nosotros mismos de Tallapiedra y Jesús María. Creo que fueron 8 en Tallapiedra y 12 en Jesús María.
-Y el precio del arreglo del refrigerador, ¿cuál fue?
-915, 927, 905… -pesos cubanos-.
-¿Cuáles eran las afectaciones?
-Máquinas. Y eso es producto de mala manipulación del cliente. Porque cuando baja el agua el cliente conecta el refrigerador rápidamente y eso tiene una bovina que se pone en corte si abre la máquina, por eso es que se va la máquina. La máquina por el agua no se va, porque eso es herméticamente sellado. Se va porque la gente lo conecta.
-¿Y las ollas eléctricas?
-La gente las va trayendo poco a poco al taller. Cuando tiene el dinero, las traen y se las reparan.
-¿Las tienen que traer?
-Sí, las tienen que traer. Y tienen que lavarlas primero.
-Ustedes lo que trajeron fueron los refrigeradores.
-Los refrigeradores que es lo fundamental de la casa.
-¿Eso fue como parte del servicio que ustedes prestan o el consejo se los solicitó?
-Rápidamente que sucede el problema el presidente del consejo viene a nosotros. Se pone de acuerdo con nosotros y mandamos a los técnicos nuestros a hacer la revisión completa.
-¿Tiene la cantidad de ollas que se arreglaron?
-No, esa no. Esa sí no la tengo en la mano.
-Entonces solo revisaron los equipos que formaban parte del programa de ahorro energético: los refrigeradores, los televisores, las ollas.
-A los televisores no pudimos hacerles nada porque no tenemos nada para arreglar. Ni una sola pieza hay de televisor.
X
Cuando las trabajadoras sociales entraron al barrio a media mañana ya había hombres de Aguas de La Habana destupiendo los drenajes, en una operación de saneamiento que estaba coordinando Maikel. Por otro lado andaba un grupo de voluntarios de La Cruz Roja identificado con sus banderas. Nadie más había entrado aún.
La misión en ese momento consistía en realizar un levantamiento de las pérdidas de cada núcleo –algo que se hizo en todas las circunscripciones de Tallapiedra y Jesús María que sufrieron inundaciones- y analizar los casos críticos que debían ser asistidos por la seguridad social. Yanet Dupuy, Nancy Hernández y Yasmina Zurita fueron algunas de las trabajadoras sociales que integraron la brigada.
“Ya a esa hora no estaba inundado –relata Yanet- y la gente estaba organizando, botando colchones, limpiando el fanguero que había. A mí lo que más me llamó la atención fue el estado de las personas. Hoy por hoy te digo que hay personas que te hablan de eso y están llorando”.
“Allí estaban realmente tratando de ayudarse entre ellos mismos –asegura Nancy-. Yo lo que vi fue eso”.
En ese escenario, ir casa por casa a contabilizar daños exige una sensibilidad gigntesca. La comunidad apenas empezaba a recuperase de lo vivido y expresaba sus dolores de múltiples formas. En La Habana Vieja este tipo de trabajo nunca ha sido coser y cantar. Pero aparte de las dificultades intrínsecas de la profesión, les toca enfrentar prejuicios y desconfianza, pues las faltas de unos, sin importar de cuál región fueran, han terminado menoscabando la legitimidad de todos.
Yasmina señala que lo único que pudieron hacer ese día, aparte del levantamiento, fue ofrecer apoyo espiritual: “un consejo, un aliento”.
-Nosotros no somos magas –añade-. Sin embargo, dicen que hubo un mal trabajo por parte del trabajador social. Y no creo que sea eso. Lo que sí hubo muy mala coordinación.
-¿Entre qué factores?
-Entre todos. Al final nosotras nos guiamos por lo que nos digan. No nos dirijimos solas.
Cuando habla de mala coordinación, Yasmina se refiere a dos incidentes que suscitaron malentendidos. Uno, fue que el personal de la Cruz Roja que visitó el territorio creó expectativas en el vecinadario en torno a la donación de bienes por parte del Gobierno.
“Cuando nosotras llegamos ya ellos estaban allí –refiere Yanet-. De dónde salieron no sabemos. Estaban parados allá con unas banderas y dijeron que iban a dar todo gratis”.
Los testimonios de la comunidad corroboran la versión. Hubo promesas que volaron de boca en boca generando ilusiones que se desmoronaron más temprano que tarde. Yasay me dijo que los voluntarios dijeron que a ellos les habían dicho que esa información de las supuestas donaciones había llegado a su puesto de mando. El origen del rumor es un misterio. Probablemente, la confusión concluiría con uno de esos “de arriba” irrastreables.
“Pero a pesar de toda su locura, fueron los que más se preocuparon por la gente y los que mejor nos atendieron”, reconoce Yasay, aludiendo a la Cruz Roja.
El otro incidente que indican es que en San Felipe repartieron colchones antes de que ellas concluyeran su informe. Aseveran que, a la mañana siguiente, cuando entregaron los datos recopilados se enteraron de que en el barrio ya había personas con colchones.
Según Maikel, esos colchones deben ser los que entregaron al día siguiente a casos críticos: enfermos, asistenciados y recién nacidos. La mayoría se distribuyó uno o dos días después.
En las semanas sucesivas al 29 de abril la dirección de Trabajo y Seguridad Social de La Habana Vieja casi que se convirtió en un destino de peregrinación. Las colas fueron interminables. Iban sobre todo muchas madres con sus hijos a cuestas a pedir ayudas de cualquier índole; o al menos esas son las imágenes que se recuerdan.
“Nosotros nos íbamos de aquí a las 4:00 o 5:00 de la madrugada. Eso era sin parar. Casi cuatro meses estuvimos en eso, atendiendo personas y ayudándolas”, me cuenta Leidy Guilarte, Subdirectora de Prevención, Trabajo Social y Asistencia Social del municipio.
El censo elaborado por los trabajadores sociales indicó que 1.140 núcleos familiares resultaron damnificados en Jesús María y Tallapiedra, como consecuencia de las intensas lluvias. La cifra exacta de personas no está registrada.
De acuerdo con Leidy, de esos 1.140 núcleos, solo 11 pagaron al contado sus colchones, 796 los pagaron a crédito y 333 fueron asistenciados. La cifra de 333, para aproximarnos a una idea de la cantidad de personas, se traduce en 931 colchones (10 de cuna, 555 cameros y 366 personales), de los cuales 132 se pagaron al 50 por ciento en efectivo. En total, la institución destinó a la eventualidad 1.1732.200 pesos cubanos, tras reajustar su presupuesto anual –en cuya planificación no se contemplan posibles catástrofes-.
Además, a cinco personas –entre ellas Orlando Sanz- les entregaron un módulo de inducción, que trae una cocinita, dos ollas, un sartén y una cafetera.
No obstante, Yasmina opina que la entrega de recursos no es la solución al problema, “porque van a seguir las aguas y los ciclones”. Y van a seguir ocurriendo inundaciones.
“Yo llevo 14 años de trabajo social y toda la vida he trabajado en eso. Siempre ha pasado lo mismo. Y mientras más construcciones hacen, peor es. Ahorita van a llegar al techo con tanto que suben el piso de la casa”.
Ni las prohibiciones existentes, ni la multas, ni la falta de títulos de propiedad, ni la insalubridad, ni la amenaza del agua, han podido detener la reproducción de las familias y el consecuente crecimiento del barrio. Con cada generación nueva aumenta la población en zona de riesgo, sin que este disminuya, al contrario.
“Vivienda tiene que adentrarse al problema para darle solución, porque ese lugar no sirve para vivir. Están en riesgo vidas humanas. No son tarecos ni son equipos electrónicos. Son vidas humanas. Menos mal que esta vez allí no ocurrió ninguna pérdida, pero siempre no vamos a tener la misma suerte”.
XI
El Caribe no siempre aporta postales coloridas. Para un país de recursos limitados como Cuba, contar con unos 5.800 kilómetros de costas tropicales significa un reto enorme. De los 365 días del año, en más de la mitad, sus habitantes se encuentran vulnerables a fenómenos meteorológicos. La temporada ciclónica se extiende del primero de junio al 30 de noviembre y la estación lluviosa, de mayo hasta octubre. Percibir los encantos de la insularidad depende mucho del lugar desde el cual se mire. No en todas partes un ciclón significa vacaciones, ni la lluvia una fiesta del ocio. En muy pocas, sinceramente.
La Habana, ciudad maravilla, tan querida por el mundo, tan densamente poblada por cubanas y cubanos, es una de las provincias más sensible a desastres naturales, también por sus deterioradas construcciones, desordenes urbanísticos y fallas en su sistemas de alcantarillado y drenaje pluvial.
San Felipe, como barrio habanero, carga con todos esos desafíos, más con los otros que añaden su insalubridad y ubicación territorial en un punto bajo de la ciudad. Sin embargo, son más sus esperanzas que las posibilidades actuales de aliviar sus pesares.
Maikel, como presidente de Tallapiedra, aunque no pierde una oportunidad de contar la realidad de sus electores y defender sus criterios, no puede él solo resolver un problema que demanda la intervención de disímiles instituciones y autoridades. Es él quien da la cara a la gente y en situaciones de desastre entra en un bote a evacuar antes que cualquiera, pero su capacidad de decisión y acción no alcanza como para cambiarles la vida a 85 familias.
Dice que en 2008 el Instituto Nacional de Planificación Física finalizó un proyecto de reurbanización en el cual valoraron la situación de los barrios insalubres del consejo, en respuesta a las constantes exigencias de sus poblaciones en las asambleas de rendición de cuentas. Sin embargo, siete años después, continúan a la espera de noticias, en una incertidumbre sofocante que se apacigua la mayor parte del tiempo con especulaciones. Que si es por la cercanía de la línea del tren que no les dan los papeles de sus casas ni les autorizan a construir, que si es por la escasez de vivienda contra una altísima demanda que no los trasladan a otros sitios, que si es porque nadie se acuerda que allí habitan 254 personas. O 255, si no nos olvidamos de Rodrigo.
“La perspectiva de esto es que en la próxima inundación grande vengan en un helicóptero y nos echen más agua para ahogarnos todos de una vez”, me responde Yasay con ironía en una llamada telefónica que hice dos días después de una inundación leve.
Averiguando esas perspectivas fue que contacté a Sergio del Castillo, Jefe del Departamento de Drenaje Pluvial de la Empresa Aguas de La Habana, que en unos 10 minutos que le sustraje intempestivamente de su agenda, me pudo explicar que para disminuir los niveles de inundación en esa zona, necesitan ejecutar obras en la infraestructura de la ciudad. El agua debe drenar bien en distintos puntos, para impedir que se concentre demasiada en uno solo, situado en partes bajas del territorio capitalino.
Hoy el sistema se encuentra muy por debajo de su rendimiento. El especialista estima que funciona a un 60 o 70 por ciento. Las perspectivas son que para el 2016, con varios proyectos que comenzarán a desarrollar en áreas estratégicas, se logre distribuir mejor el escurrimiento de las precipitaciones. Pero ello no se debe interpretar como una solución definitiva. Los riesgos de inundaciones continuarán.
Si hay algo que no diluye la lluvia, porque lo resalta sin atenuantes, son las desigualdades. Para todos no llueve igual. Hay quienes pueden encontrar protección en sus hogares y hay quienes no tienen más remedio que buscarla afuera. Hay quienes consideran inspiradoras las tardes grises y hay quienes las consideran temibles. Hay quienes leen una historia de claraboyas parisinas lloviznadas y hay quienes vigilan los cables del tendido eléctrico. Hay quienes se aíslan debajo de sus sombrillas y hay quienes se juntan encima de lo que sea.
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* En una versión anterior aparecía mal escrita la palabra dextrosa. Corregido el 22 de octubre de 2015.